– Con esto no vamos a conseguir nada -intervino el señor Friskin-. El chico acaba de salir de un trago del que muchos adultos tardan en recuperarse.
– Yo le enseñaré lo que es un mal trago -aulló Der, y movió la cabeza hacia el señor Friskin.
El abogado ni siquiera se encogió.
– Señorita Cooper -dijo en voz baja-, tome una decisión por todos, se lo ruego. ¿Quién quiere que se encargue del caso de su hijo?
– Der -dijo Jeannie en tono de reproche-, deja en paz a Jim. El señor Friskin sabe lo que se hace.
Derrick soltó el brazo de Jimmy como si estuviera hecho de lodo.
– Estúpido mamón -dijo. Escupió la primera palabra a la mejilla de Jimmy. El chico se encogió, pero no levantó la mano para secar la saliva.
– Ve a ver a Stan -dijo Jeannie a su hermano-. Está vomitando como un borracho desde que Jimmy se marchó.
Por el rabillo del ojo, vib que su hijo mayor levantaba la cabeza, pero la bajó de nuevo cuando se volvió hacia él.
– Sí, vale -rezongó Der, y lanzó una mirada despectiva hacia Jimmy y el señor Friskin antes de subir la escalera-. ¡Eh, Stan! -gritó-. ¿Aún tienes la cabeza dentro del váter?
– Lo siento -dijo Jeannie al señor Friskin-. Der no siempre piensa antes de estallar.
El señor Friskin emitió una serie de ruiditos, como si fuera cosa de cada día que el tío de un sospechoso le lanzara el aliento a la cara como un toro catapultado hacia el capote de un torero. Explicó que Jimmy había entregado sus Doc Martens a petición de la policía, que se había dejado tomar las huellas dactilares y fotos, que les había dado varios cabellos.
– ¿Pelo?
Los ojos de Jeannie se desviaron hacia el cabello revuelto de su hijo.
– Son para compararlos con muestras tomadas de la casa o para obtener el ADN. En el primer caso, los especialistas tendrán el resultado dentro de unas horas. En el segundo, tal vez nos concedan unas semanas de tiempo.
– ¿Qué significa todo eso?
Estaban elaborando un caso, dijo el señor Friskin. Aún no tenían una confesión completa.
– ¿Pero tienen bastante?
– ¿Para retenerle? ¿Para acusarle? -El señor Friskin asintió-. Si quieren, sí.
– ¿Por qué le han soltado? ¿No termina todo ahí?
No, dijo el señor Friskin. No terminaba todo ahí. Guardaban algún as en la manga. Volverían. Pero cuando eso ocurriera, él estaría con Jimmy. La policía no volvería a quedarse a solas con Jimmy.
– ¿Alguna pregunta, Jim? -preguntó, y cuando Jimmy ladeó la cabeza a modo de respuesta, el señor Friskin entregó su tarjeta a Jeannie-. No se preocupe, señorita Cooper -dijo, y se marchó.
– ¿Jim? -dijo Jeannie, cuando la puerta se cerró. Cogió la bolsa de Tesco y la dejó sobre la mesa con mucho cuidado, como si contuviera objetos de cristal soplado a mano. Jimmy se quedó donde estaba, con el peso del cuerpo apoyado sobre una cadera, la mano derecha cerrada alrededor del codo izquierdo. Encogió los dedos de los pies, como si los tuviera fríos-. ¿Quieres tus zapatillas? -preguntó Jeannie. El muchacho alzó un hombro y lo dejó caer-. Te calentaré un poco de sopa. Tengo arroz con tomate, Jim. Ven conmigo.
Esperaba resistencia, pero el chico la siguió a la cocina. Acababa de sentarse a la mesa, cuando la puerta de atrás se abrió con un chirrido y entró Shar. Cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, con las manos a la espalda y cogidas al pomo. Tenía la nariz enrojecida y manchas en las gafas. Miró a su hermano, con los ojos abiertos de par en par, en silencio. Tragó saliva y Jeannie vio que sus labios temblaban, vio que su boca formaba la palabra «papá», sin llegar a pronunciarla. Jeannie movió la cabeza en dirección a la escalera. Por un momento, pareció que la niña iba a desobedecer, pero al final, cuando se le escapó un sollozo, huyó de la cocina y subió la escalera a toda prisa.
Jimmy se derrumbó en la silla. Jeannie abrió la lata de sopa y la echó en una cazuela. Puso la cazuela sobre el fogón, manoteó con un mando, y fracasó dos veces en encender el fuego.
– Maldita sea -murmuró.
Sabía que aquel momento con su hijo era precioso. Sabía que un solo instante de precipitación lo estropearía por completo. Y no podía destruirlo hasta averiguar lo que deseaba.
Oyó que el chico se removía. La silla se deslizó sobre el linóleo.
– Habrá que comprar una cocina nueva dentro de poco, ¿eh? -dijo a toda prisa para que no se marchara-. Estará preparado dentro de nada, Jim -añadió, cuando creyó que iba a salir. Sin embargo, en lugar de irse, se acercó a un cajón. Sacó una caja de cerillas. Rascó una, la acercó al quemador y la llama se encendió. La cerilla ardió entre sus dedos como el viernes por la noche, pero esta vez su madre se encontraba más cerca de él, y la sopló cuando estuvo a punto de chamuscar su piel.
Ya era más alto que ella, observó. No tardaría en ser tan alto como su padre. Tenía la impresión de que hacía poco aún podía mirarle desde arriba, y todavía menos tiempo que sus ojos estaban a la misma altura. Y ahora, tenía que alzar la barbilla para mirarle. Era en parte muchacho y en parte hombre.
– ¿Los policías te hicieron daño? -preguntó-. ¿Te liaron?
Jimmy negó con la cabeza. Se volvió para irse, pero ella le cogió de la muñeca. El chico intentó soltarse. Jeannie resistió.
Dos días de agonía ya eran suficientes, decidió. Dos días de decir para sus adentros «No, no lo haré, no, no puedo» no le habían proporcionado la menor información, la menor comprensión, la menor tranquilidad. ¿Cómo te perdí, Jimmy?, pensó. ¿Dónde? ¿Cuándo? Quería ser fuerte por todos nosotros, pero solo conseguí que te alejaras cuando me necesitabas. Pensé que si demostraba mi capacidad de soportar el dolor sin desmoronarme, los tres aprenderíais a asimilarlo. Pero no fue así, ¿verdad, Jimmy? No es así.
Y, como sabía que había llegado a un grado de comprensión del que antes carecía, encontró el valor.
– Cuéntame qué dijiste a la policía.
Dio la impresión de que la cara de Jimmy se endurecía, primero alrededor de los ojos, después la boca, y luego el mentón. No intentó soltarse, pero concentró su atención en la labor de punto de aguja enmarcada que colgaba sobre los fogones. Estaba desteñida y manchada de grasa, pero aún se podían leer las palabras bordadas sobre el fondo verde y blanco de un campo de criquet con sus jugadores: EL PARTIDO NO SE TERMINA CUANDO TERMINA LA SERIE DE PELOTAS BOLEADAS, un regalo para Kenny de su suegra. Jeannie comprendió que tendría que haberla quitado hacía tiempo.
– Dímelo. Habla conmigo, Jimmy. Me equivoqué, pero lo hice con buena intención. Tienes que darte cuenta, hijo. Tienes que darte cuenta de que te quiero. Siempre. Tienes que hablar conmigo. He de saber lo que pasó el miércoles por la noche.
El muchacho se estremeció, como si un espasmo le recorriera desde los hombros hasta los dedos de los pies. Jeannie aumentó la presión sobre su muñeca. Jimmy no intentó soltarse. La mano de Jeannie ascendió por su brazo hasta el hombro. Tocó su cabello.
– Dímelo. Habla conmigo, hijo. -Añadió lo que deseaba añadir, aunque no lo creyera ni por un momento-. No permitiré que nada te haga daño, Jim. Superaremos este mal trago, pero debo saber lo que les dijiste.
Esperó a que hiciera la pregunta lógica, «¿por qué?», pero Jimmy siguió callado. La sopa de tomate desprendía oleadas de aroma desde el hornillo, y ella la revolvió sin mirarla, con los ojos clavados en su hijo. Miedo, certeza, incredulidad y rechazo daban vueltas en su interior como comida pasada, pero intentó que no se reflejaran en su expresión ni en el tono de su voz.
– Cuando tenía catorce años, empecé a salir con tu padre -dijo-. Quería ser como mis hermanas, que siempre salían con chicos, y pensé que yo podía hacer lo mismo, no son mejores que yo. -Jimmy no apartaba la vista de la labor de punto. Jeannie revolvió la sopa y continuó-. Nos lo pasamos bien, pero mi padre se enteró porque tu tía Lynn se lo dijo. Una noche, cuando volvía de hacer travesuras con Kenny, mi padre se sacó el cinturón, me quitó hasta la última prenda de ropa y me dio una tunda mientras toda la familia miraba. No lloré, pero le odié. Quise que muriera. Me habría alegrado si hubiera caído fulminado en aquel momento. Creo que hasta yo misma le habría ayudado.
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