Mientras Theo se aproximaba a la casa, Agatha reflexionó sobre todos los aspectos del joven que merecían su desaprobación. Usaba ropas impropias de su posición. Prefería prendas holgadas y cómodas: chaquetas con hombreras, camisas sin cuello, pantalones fruncidos. Y siempre en tonos pastel, cervato o ante. Llevaba sandalias más que zapatos. Si se ponía calcetines era siempre una cuestión aleatoria. Por si esto no fuera suficiente para impedir que inversores en potencia le tomaran en serio, desde la noche de la muerte de su madre se había empeñado en llevar su execrable cadenita de oro con una cruz, uno de esos horribles y macabros adornos católicos con un diminuto cuerpo crucificado sobre ella. Justo el detalle que reclamaba a gritos la atención de un inversor, cuando en cambio intentaba convencerle de que invirtiera su dinero en la restauración, renovación y renacimiento de Balford-le-Nez.
Fue inútil decirle a Theo cómo debía vestir, cómo debía comportarse o cómo debía hablar cuando presentara el plan Shaw para la reurbanización de la ciudad. «La gente cree en el proyecto o no, abuela», fue la forma en que recibió sus sugerencias.
El hecho de que se hubiera visto forzada a hacer sugerencias también la ponía de los nervios. Era su proyecto. Era su sueño. Había sido elegida concejala del ayuntamiento de Baldford durante cuatro legislaturas consecutivas, impulsada por la fuerza de sus sueños de futuro, y era enfurecedor que ahora, debido a la ruptura de un solo e impertinente vaso sanguíneo de su cerebro, tuviera que retirarse para recuperar sus energías, permitiendo que el tonto y relamido de su nieto hablara por ella. Sólo pensar en ello era suficiente para provocar otro ataque, de modo que se esforzaba por evitarlo.
Oyó que la puerta principal se abría. Las sandalias de Theo resonaron sobre el parquet del suelo, y el ruido enmudeció cuando llegó a la primera alfombra persa. Intercambió unas palabras con alguien en la entrada. Mary Ellis, la chica de la limpieza, cuya monstruosa incompetencia hacía desear a Agatha haber nacido en una época en que se azotaba a la servidumbre de forma rutinaria.
– ¿En la biblioteca? -preguntó Theo, y tomó aquella dirección.
Agatha decidió estar en pie cuando su nieto se reuniera con ella. El servicio de té estaba dispuesto sobre la mesa, y lo había dejado con los emparedados curvándose hacia arriba en los extremos y una película de tono deslustrado formada en la superficie del líquido. Servirían para ilustrar el hecho de que Theo se había retrasado de nuevo. Agatha aferró el mango de su bastón con ambas manos y lo colocó delante de ella, para que las tres puntas aguantaran su peso. El esfuerzo de simular que estaba en pleno control de sus funciones físicas provocó que sus brazos temblaran, y se alegró de haberse puesto una rebeca pese al calor del día. Al menos, los delgados pliegues de lana ocultarían sus temblores.
Theo se detuvo en el umbral. Su cara brillaba de sudor y la camisa de hilo se pegaba a su torso, poniendo de relieve su cuerpo nervudo. No dijo nada, sino que se acercó a la bandeja de té y a las tres hileras de emparedados que había al lado. Se apoderó de tres bocadillos de huevo con ensalada y los devoró en rapidísima sucesión, sin dar importancia al hecho de que se habían resecado. Ni siquiera pareció caer en la cuenta de que el té, al que añadió un terrón de azúcar, se había enfriado veinte minutos antes.
– Si el verano sigue así, la temporada será excelente para el parque de atracciones del muelle -dijo Theo, pero sus palabras sonaron cautelosas, como si estuviera pensando en algo más que en el parque de atracciones. Las antenas de Agatha se izaron, pero no dijo nada-. Es una pena que no tengamos terminado el restaurante hasta agosto, porque lo amortizaríamos en un abrir y cerrar de ojos. Hablé con Gerry DeVitt sobre la fecha de terminación, pero cree que no hay muchas esperanzas de acelerar las obras. Ya conoces a Gerry. Hay que hacer las cosas bien. Sin reducir la calidad. -Theo cogió otro emparedado, esta vez de pepino-. Y sin reducir gastos, por supuesto.
– ¿Por eso has llegado tarde?
Agatha necesitaba sentarse (notaba que sus piernas habían empezado a temblar, al igual que los brazos), pero se negaba a permitir que su cuerpo se rebelara contra los dictados de su mente.
Theo negó con la cabeza. Se acercó a ella con la taza de té frío y depositó un seco beso en su mejilla.
– Hola -dijo-. Lamento mi falta de modales. No he comido. ¿No tienes calor con esta rebeca, abuela? ¿Quieres una taza de té?
– Deja de darme coba. No tengo ni un pie en la tumba, por más que tú lo desees.
– No digas tonterías, abuela. Siéntate. Tienes las mejillas coloradas y estás temblando. ¿No te das cuenta? Ven, siéntate.
La mujer rechazó su brazo.
– Deja de tratarme como si fuera subnormal. Me sentaré cuando me dé la gana. ¿Por qué te comportas de una forma tan rara? ¿Qué ha pasado en el pleno municipal?
Era donde ella tendría que haber estado, y habría acudido de no ser por el ataque sufrido diez meses antes. Calor o no, habría estado allí y doblegado a aquella pandilla de misóginos miopes con el poder de su voluntad. Había tardado siglos (por no mencionar una sustanciosa contribución a las arcas de sus campañas) en convencerles de que un pleno municipal extraordinario debía estudiar sus planes de reurbanización para la fachada marítima, y Theo, junto con su arquitecto y un planificador urbano importado de Newport (Rhode Island), había sido designado para encargarse de la presentación.
Theo se sentó y sostuvo la taza de té entre sus rodillas. Hizo girar el líquido, lo engulló de un solo trago y dejó la taza sobre la mesa contigua a su silla.
– ¿No te has enterado?
– ¿De qué?
– Fui a la reunión. Todos fuimos, como tú querías.
– Eso esperaba, desde luego.
– Pero las cosas se complicaron y no se habló de los planes de reurbanización.
Agatha obligó a sus piernas a dar los pasos requeridos sin flaquear. Se irguió ante él.
– ¿No se habló? ¿Por qué no? El único motivo de la reunión era la reurbanización.
– Sí -contestó Theo-, pero se produjo una… bien, supongo que tú lo llamarías una grave interrupción.
Theo pasó el pulgar sobre la superficie grabada del anillo de sello que llevaba (era el anillo de Spi padre). Parecía angustiado, y las sospechas de Agatha se despertaron de inmediato. A Theo no le gustaban los conflictos, y si en aquel momento estaba inquieto, tenía que ser porque le había fallado. Maldito fuera el muchacho. Sólo le había pedido que colaborara con una sencilla presentación, y había logrado estropearla con su ineptitud habitual.
– Un concejal se nos opone -dijo-. ¿Quién? ¿Malik? Sí, es Malik, ¿verdad? Ese advenedizo con cara de mulo aporta a la ciudad un pedazo de verde que él llama parque, y al que da el nombre de uno de sus salvajes parientes, y de repente decide que ha tenido una visión. Es Akram Malik, ¿no es así? Y el consejo municipal le apoya, en lugar de postrarse de hinojos y dar gracias a Dios porque yo tengo el dinero, los contactos y la decisión de que Balford vuelva a figurar en el mapa.
– No fue Akram -dijo Theo-. Y no fue a propósito de la reurbanización. -Por algún motivo, desvió la vista un momento antes de mirarla a los ojos. Era como si estuviera reuniendo fuerzas para continuar-. No puedo creer que no te hayas enterado. Toda la ciudad lo sabe. Fue por ese otro asunto, abuela. Lo de Nez.
– Oh, eso es ridículo.
Siempre surgía algo acerca de Nez, sobre todo preguntas relacionadas con el libre acceso a una parte de la línea costera cada vez más frágil. Pero siempre se suscitaban preguntas sobre el Nez, y el que un ecologista melenudo escogiera el pleno de la reurbanización (su pleno de la reurbanización, maldita sea) para soltar unas cuantas tonterías sobre aves en extinción u otras formas de vida salvaje, escapaba a su comprensión. Aquel pleno se había previsto varios meses antes. El arquitecto había robado dos días a sus demás proyectos para estar en Balford, y el planificador urbano había volado a Inglaterra pagando los gastos de su propio bolsillo. Su presentación había sido instruida, calculada, orquestada e ilustrada hasta el último detalle, y el hecho de que hubiera sido interrumpida por la preocupación de alguien sobre un promontorio de tierra que amenazaba derrumbarse, cuestión que habría podido discutirse en cualquier otra fecha, en cualquier otro lugar, en cualquier otra hora… Agatha notó que sus temblores empeoraban. Se encaminó hacia el sofá y se sentó.
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