Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Llené más la bañera y me sumergí en el agua caliente. El hombro comenzó a relajarse. Los huesos se calentaron. Me alejé de Whitby y todo el embrollo. Era julio del año anterior, el día de mi cumpleaños; el lago Michigan tenía el agua más caldeada que la de mi baño. Yo estaba tumbada en una playa de Indiana en una noche estrellada de verano, sintiendo la brisa nocturna y los largos dedos de Morrell acariciándome.

Me desperté sobresaltada con el ruido estridente del timbre de la puerta. Me incorporé, salpicando agua por el suelo. Cuando sonó por segunda vez, salí de la bañera y fui hasta la puerta mientras me envolvía en una toalla. No era la policía, sino un trío de chicos haciendo el caballito con las bicicletas por la calle. Unos graciosos. Apreté los labios en un gesto de fastidio. Volví al dormitorio para vestirme, pero, cuando tocaron por tercera vez, de pronto recordé que el padre Lou me había dicho que enviaría mensajes por medio de unos chicos en bicicleta.

– Enseguida estoy con vosotros -grité a través del portero automático.

Me sequé a toda prisa, me puse un pantalón vaquero y un jersey grueso, y me recogí el pelo húmedo bajo una gorra de béisbol. Bajé las escaleras corriendo. El señor Contreras ya estaba con los perros en la entrada discutiendo con los chicos, que retrocedían ante Mitch, con mucho el más vociferante del grupo.

– Vale, ya me ocupo yo -dije, y me los llevé fuera .

Uno de los chicos se adelantó, adoptando una postura estudiadamente agresiva.

– ¿Usted es la señora detective?

– Sí. ¿Tú eres el chico de San Remigio?

Asintió, con los ojos entrecerrados, como si fuera un detective en plena misión.

– El padre Lou me ha dicho que le diga que no estaba sola cuando vino a la iglesia esta mañana. ¿Lo pilla?

– ¿Eso es todo? ¿Quiere que lo llame? -pregunté.

– Ah, sí. Sí, debería hacerlo.

Les di las gracias a los chicos mecánicamente y un billete de cinco dólares para que se lo repartieran. Luego, volví al edificio.

– ¿Qué ocurría? -quiso saber el señor Contreras-. No deberías darles dinero a esos gamberros, eso los animará a venir a pedir más.

Sacudí la cabeza.

– Venían de parte del padre Lou. Alguien me siguió hasta la iglesia esta mañana. De alguna manera se las arregló para… Maldita sea, me aseguré de que nadie me siguiera. Tengo que llamarlo y averiguar dónde han llevado a Benji los agentes federales.

Eché a correr escaleras arriba, con los perros delante de mí y el hombre a la zaga. Para cuando llegó a mi puerta, yo ya me había puesto las zapatillas deportivas y un abrigo. El señor Contreras me ofreció su teléfono, pero no podía estar segura de que no estuviera intervenido; si escuchaban mis conversaciones, también podían escuchar las suyas.

El teléfono público más próximo que se me ocurría era el del restaurante Belmont, un par de manzanas al sur. Corrí hacia allí y llamé a la rectoría.

– Nadie me seguía esta mañana; me aseguré en tres ocasiones -dije cuando finalmente el padre Lou atendió el teléfono-. ¿Qué pasó?

– Un comisario de la policía federal y un agente de Chicago estuvieron aquí esta mañana. Preguntaron por ti; les dije que eras una de mis feligresas, pero que no vienes con mucha frecuencia. -Dejó escapar una risita: nunca estoy segura de si alberga secretas esperanzas de convertirme-. También creían que yo tenía escondido a un fugitivo a quien buscaban. Les dije que por supuesto podían registrarlo todo, pero es una iglesia grande, y les llevó más de dos horas inspeccionarla; me hicieron retrasar la catequesis y la clase de boxeo.

– ¿Encontraron a alguien? -pregunté.

– A los chicos jugando al escondite detrás del altar; pensaron que sería muy gracioso sorprender a un policía. Les cayó una buena reprimenda cuando los encontré. Pero si vas a estar trayéndome policías a la iglesia, será mejor que encuentres otro lugar para rezar… Su presencia altera demasiado la marcha de las clases.

O sea, si entendía bien, había puesto a Benji en la cripta, que se encuentra bajo el altar, pero que más valía que lo sacara de allí por si acaso volvían a presentarse los federales.

– ¿Tengo que decidirlo esta noche? -pregunté-. Sabes que no voy a la iglesia muy a menudo. Ahora no tengo nada a mano.

El cura gruñó.

– Puedes esperar hasta mañana. Quizá hasta pasado, pero no mucho más.

Los agentes del FBI habían ido a San Remigio porque me habían investigado y sabían que el padre Lou era amigo mío y de Morrell. O habían instalado algún aparato en mi coche para rastrearme sin tener que poner a sus hombres de vigilancia. Se me revolvió el estómago. Intenté recordar si en los últimos días había ido a algún otro lugar comprometedor. El hospital, la biblioteca universitaria, de vuelta al Loop, luego a casa. Quizá los agentes fueran después a la Universidad de Chicago, a preguntar qué había estado leyendo. Según la Ley Patriótica, no necesitaban orden judicial ni indicios razonables para obligar al personal de la biblioteca a decírselo, pero si un bibliotecario me informaba a mí de que los federales habían estado investigando, él iría a la cárcel. Así que nunca lo sabría; salvo, naturalmente, que desaparecieran los archivos de Pelletier.

Llevaba todo el día cansada, pero ya me sentía completamente exhausta. Era lo que había intentado decirle a Lotty la noche anterior: no sabía qué me asustaba más, si los musulmanes radicales o los estadounidenses radicales.

No había cenado, y desde luego no tenía fuerzas para cocinar. Me metí en el restaurante y me senté junto a la barra.

El restaurante es un heroico superviviente de los días en que Lakeview era un barrio obrero, de cuando el señor Contreras y yo entramos en la cooperativa de viviendas. Ahora se ha convertido en un vecindario que a duras penas podemos permitirnos. También el restaurante ha cambiado, supongo que para poder sobrevivir. Las mesas de fórmica han desaparecido, y también el pollo frito, y han sido reemplazados por poliuretano y salmón a la parrilla. Esa noche no me apetecía cocina moderna, pero por suerte seguía habiendo algunos antiguos platos en la carta. Pedí un plato de macarrones con queso. No tenían nada que ver con los hacía mi madre, de pasta hecha a mano y bechamel casera, pero de todos modos era una comida reconfortante.

Mientras tomaba una taza del café flojo que dan en los restaurantes, me puse a pensar dónde podría esconder a Benji. No podía llevarlo a mi casa ni a la del señor Contreras. Tampoco podía pedirles a Lotty y a Max que lo acogieran en la suya. Apenas conocía a Amy Blount, y además ella vivía en un estudio. Si pudiera ver a Catherine Bayard por la mañana, quizá ella tuviera algún sitio para emergencias. Tal vez el apartamento que su familia poseía en Hong Kong, o el de Londres. No, eso significaba que tendría que pasar ciertos filtros de seguridad para poder sacarlo del país. Abandoné el tema y me fui a casa a dormir.

47

PIEL DE RINOCERONTE A PRUEBA

Por primera vez en varios días el sol había salido ya cuando me desperté. Quizá eso fuera un buen presagio. Había dormido nueve horas, profundamente, casi sin moverme, a pesar de las preocupaciones que había arrastrado conmigo a la cama. Otra buena señal.

Me puse unos vaqueros y unas zapatillas deportivas. Como los policías me habían seguido hasta San Remigio, iba a dejar el coche en la oficina y quería estar cómoda para moverme por la ciudad. Los perros dieron uno de sus paseos más breves. Los dejé con el señor Contreras y después conduje hasta la oficina, donde estuve el tiempo justo para revisar los mensajes. Nada sobre el informe toxicológico. Ningún mensaje que no pudiera esperar. Puse una batería nueva en el teléfono móvil y me fui.

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