Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Hizo una mueca desdeñosa con la boca.

– Ah, sí, recuerdo a Geraldine Graham. Era como tantas otras chicas blancas y ricas de los años cuarenta. Y de los cincuenta. Y de la época actual. Criaturas viciosas y aburridas que buscan emociones fuertes con un hombre negro. En su caso, un rojo, un comunista, pero sentir el sudor de los obreros negros añadía alicientes al asunto. Me sorprendería mucho que se decidiera a hablar con usted de aquellos tiempos.

– Cada generación cree que ha sido la primera en descubrir el sexo; a la señora Graham quizá le apetezca recordarnos que ella lo experimentó antes que nosotros. Si hemos de dar crédito a Pelletier, primero se acostó con él, y luego con Calvin Bayard; mientras tanto, usted llevó a Kylie Ballantine al Flora's, donde conoció a Pelletier, a Bayard y a toda esa gente. -Yo inflaba descaradamente lo que sabía tanto por el manuscrito de Pelletier como por las pistas que había obtenido de Geraldine Graham-. Así que cuando decidieron recaudar fondos para la asistencia legal del Comité para el Pensamiento, allá que se fueron todos a Eagle River.

Respondió con frialdad.

– No es nada extraordinario que un periodista quiera escribir sobre recaudación de fondos políticos, sobre todo si es un grupo político inusual.

– Pelletier dice que usted era simpatizante de los comunistas en los años cuarenta. Seguro que eso le interesó en extremo al comité de Bushnell.

– Pelletier escribió muchas estupideces en sus últimos años. Era un alcohólico y un resentido. En su momento no me preocupó lo que decía y ahora no va a quitarme el sueño.

– ¿No le importaría que el Comité Nacional Republicano descubriera que fue usted comunista o, al menos, filocomunista?

Lanzó un resoplido burlón.

– Entre mis colegas republicanos hay muchos izquierdistas arrepentidos. Como negro que soy, ya despierto mucha atención en el partido. Si confesara haber sido comunista, eso no haría sino realzar mi imagen.

– O sea, que no le preocupó que Marc Whitby descubriera que tomó parte en la recaudación de fondos del comité. ¿Le importaría que se supiera que fue usted quien envió a Olin Taverner una fotografía de ese mismo acto que le costó el empleo a Kylie Ballantine?

– ¡Eso es una puñetera mentira! -Con la ira, su voz se convirtió en un grito-. Tanto si Armand lo escribió como si no, aplastaré en los tribunales a quienquiera que difunda ese rumor, y lo mandaré al infierno.

– ¿O lo arrojará al estanque de Larchmont para que se ahogue?

Llewellyn se puso en pie.

– Si eso significa lo que creo que significa, mis abogados interpondrán una demanda contra usted por calumnias.

– Las demandas por calumnias son un terreno muy resbaladizo -dije-. Las notas de Marc serían parte de mi defensa. Lo cual significa que las acusaciones serían de dominio público.

Esperaba que dijera: «¿Qué notas? Destruí todas sus notas», pero en cambio dijo que Marc no podía tener ninguna nota sobre el envío de la foto de Kylie a Olin, porque él no había hecho nada de eso.

– Taverner le escribió una carta a Kylie Ballantine; ella lo cuenta en otra que envió a Pelletier. -Saqué la fotocopia de la cartera y se la mostré-. Mire aquí, donde pone que Taverner le pidió que no los culpara ni a él ni a Bushnell, sino a «los de su propia sangre». Si no se refería a usted, ¿a quién se refería? ¿A los trabajadores del gremio de hostelería?

Una desagradable sonrisa surcó la cara de Llewellyn.

– Aunque lo supiera, no es usted la persona a quien se lo diría. Hará bien en informar a la familia Whitby de que la trágica muerte de su hijo es uno más de los muchos asesinatos de jóvenes negros que nunca se resuelven. Deje que vuelvan a Atlanta. Deje que lo lloren con dignidad y que sigan adelante con su vida. Y deje de revolver la mierda de ese estanque, no vaya a ser que se asfixie con los malos efluvios.

Estaba claro que la entrevista había terminado.

46

UN HÁMSTER EN UNA RUEDA

Los hijos de Llewellyn estaban esperando en la puerta del despacho de su padre. Cuando salí, me empujaron hasta el ascensor, que habían mantenido a la espera, y después me sacaron a la calle con más fuerza de la que requería la situación. Me observaron hasta que doblé en la esquina de Franklin.

El cielo estaba oscuro; los restaurantes de la zona empezaban a llenarse. Me crucé con grupos de treintañeros que charlaban animadamente de camino a los bares de jazz o a cenar. ¿Habría entre ellos una Geraldine, ocultándose en la vida nocturna de un marido impotente y una madre dominadora? ¿O un Armand Pelletier, brillante, impetuoso, intentando organizarlos a todos?

Caminé despacio, encorvada, con las manos en los bolsillos. Llewellyn era un miembro más de aquel grupo de New Solway de antaño con viejos secretos que guardar. Decía que no le importaba que la gente creyera que él había sido comunista, pero eso podía ser una argucia: la mejor estrategia frente a las amenazas es burlarse de ellas y no amedrentarse. Lo que le enfureció fue la mención de que él le había hecho perder a Kylie su puesto de trabajo. Si Marc creía haber encontrado pruebas de que la había traicionado ante Olin Taverner, tal vez Llewellyn había silenciado a su reportero estrella.

Sus musculosos hijos eran lo bastante fuertes como para cargar a alguien desde el cochecito hasta el estanque y mantenerlo bajo el agua hasta ahogarlo. Ellos harían prácticamente cualquier cosa que su padre quisiera.

El Merchandise Mart se alzaba ante mí como una siniestra mole en medio de la oscuridad. Lo rodee hasta Wells Street. Cuando llegué al río, no lo atravesé, sino que me dirigí al este por la orilla, andando con cuidado entre los escombros, encontrándome con personas sin hogar resguardadas en refugios improvisados que se quedaban inmóviles mientras yo pasaba. Las ratas se cruzaban corriendo en mi camino.

El sendero se estrechaba y el talud de hormigón de mi izquierda se hacía más empinado. Los puntales de los puentes se erguían sobre mí. Entre el negro insondable del agua y el hierro de las torres me sentía pequeña y frágil. Por el río llegaba un viento cortante desde el lago. Me crucé sobre el pecho la chaqueta desgarrada y seguí adelante.

Necesitaba que Benjamín Sadawi me revelara lo que había visto desde el ático la noche del domingo anterior. Le daba miedo contármelo a mí o al padre Lou, pero había una persona a quien se lo diría todo: Catherine Bayard. Podía ser difícil persuadirla para que le sonsacara información al chico, pero no era capaz de imaginarme otro sistema. Se suponía que le darían el alta ese día. Tal vez Renee me dejara entrar en su apartamento para hablar con ella.

Saqué el teléfono móvil, pero el hierro del puente me dejaba sin cobertura. Cuando llegué a la avenida Michigan, subí los dos tramos de escaleras hasta la calle. Parpadeé cuando me llegó el resplandor de las luces de la ciudad. De pronto, en lugar del rumor de las ratas huidizas o los vagabundos, me rodeaba una multitud: turistas, estudiantes en horario nocturno de una universidad cercana, gente haciendo compras de camino a casa después del trabajo. Un enjambre de coches y autobuses avanzaba por la avenida, tocando el claxon con gesto irritado. Caminé a lo largo de la calle hasta llegar a un hotel donde la pared de cristal me aislaría del ruido y así poder hablar tranquila.

Abrí mi agenda electrónica para buscar el número de teléfono del apartamento de los Bayard, pero de pronto caí en la cuenta de que no había llamado al señor Contreras. Cuando lo hice, mi vecino ya había telefoneado a Freeman Carter para advertirle de que había desaparecido. El alivio del hombre al escucharme dio paso enseguida a una larga reprimenda. Le interrumpí para poder llamar a Freeman Carter antes de que perdiera horas remunerables intentando encontrarme en alguna celda.

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