Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Eran las siete y media; Freeman estaba en casa.

– Me alegro de que todavía estés libre, Vic. Tu vecino estaba tan preocupado que me ha llamado tres veces. Por el amor de Dios, si no tienes problemas, ponte en contacto con él a tiempo; en cuanto se inquieta, ya no para.

– Sí, lo lamento: estaba con Augustus Llewellyn, intentando descifrar qué fue lo que hizo toda esa gente rica e importante hace cincuenta años que ahora no quieren que nadie sepa. Y ya que te tengo al teléfono, ¿no habló Harriet Whitby contigo sobre el análisis toxicológico de su hermano?

– El análisis toxicológico… Bueno, Callie me dijo que llegó justo cuando estábamos cerrando. Ninguno de los dos lo hemos leído, pero le enviaré una copia por mensajero a primera hora de la mañana. Me voy a cenar. Buenas noches.

La gente seguía colgándome el teléfono bruscamente o echándome de sus casas u oficinas, como si hablar conmigo no fuera todo lo agradable que se suponía. Hasta Lotty… y Morrell, que debería haber estado conmigo para abrazarme y decirme que era buena detective y buena persona, ¿dónde estaba?

Como para recalcar que en aquellos momentos yo era una paria, se me acercó un portero para preguntarme si esperaba a alguien del hotel, y, si no, que fuera a usar el teléfono a otro lado. Sentí un ataque de ira… inútil, ya que no tenía más opción que irme. De camino a la puerta giratoria, me vi reflejada en un espejo de recepción: estaba demacrada por la falta de sueño, desgreñada de haber corrido por el Loop toda la tarde. No era extraño que el portero me echara a la calle. Ni que el primer impulso de Janice Llewellyn hubiera sido llamar al vigilante; tenía una pinta más parecida a la gente que había visto bajo el puente que a los transeúntes de la avenida.

Además, me sentía igual que ellos: confundida, cansada, helada. Mi agotado cerebro daba vueltas como un hámster en una rueda. Arriba, veía con claridad, sí, que Whitby había sido asesinado. Abajo, no; había ido al estanque solo. Cómo Whitby… por qué Benji no… por qué Llewellyn dijo… por qué Darraugh había… Renee Bayard… Estaba demasiado fatigada para llegar a ninguna conclusión, demasiado fatigada para otra cosa que no fuera avanzar obstinadamente en la dirección que ya había tomado.

Bajo la débil luz de una farola consulté el número de teléfono del apartamento de los Bayard en mi agenda electrónica y lo marqué en el móvil. Sí, Elsbetta me dijo que la señorita Catherine había llegado, pero que estaba descansando y no se la podía molestar. ¿Podía llamarla más tarde? No, la señora Renee había dado órdenes estrictas.

Pedí que se pusiera la señora Bayard. Ella quería saber si había localizado al chico egipcio; si no, no tenía sentido que hablásemos. Y, no, no podía ver a Catherine. Ya había causado suficientes problemas en la vida de su nieta; no quería que volviera a molestarla.

– No fui yo quien mandó a Rick Salvi a Larchmont Hall el viernes por la noche -dije. Yo pasaba por allí casualmente, recuerde, y me vi envuelta en el lío que ustedes habían provocado.

– Usted no pasa casualmente por ningún sitio, señorita Warshawski. Yo diría que es una alborotadora. Gracias a usted, recibí una ofensiva llamada de Geraldine Graham, y acabo de hablar con Augustus Llewellyn, que dice que prácticamente le acusa de haber organizado la muerte de uno de sus periodistas.

Estar temblando bajo la farola no era la mejor manera de mantener una conversación.

– Eso le dijo, ¿eh? Es bastante revelador que toda la pandilla del Flora's forme una piña. Lo que en realidad quería saber era por qué resultaba tan vergonzoso proporcionar fondos para la defensa legal del Comité para el Pensamiento, para que ni Llewellyn ni la señora Graham quieran hablar de ello. Deduzco que su marido los persuadió para que hicieran donaciones. ¿Por qué tienen miedo de contármelo?

– El legado más lamentable de Taverner y Bushnell fue que la gente se volvió temerosa de admitir que en algún momento había apoyado alguna causa progresista. Incluso las personas afortunadas y ricas, o quizá especialmente esas personas afortunadas y ricas. Augustus quería saber qué le había contado yo a usted sobre el comité. Tuve que recordarle que todo eso ocurrió cuando yo todavía estudiaba en el instituto.

El músculo desgarrado del hombro comenzó a dolerme a causa del frío.

– ¿Sabía que Armand Pelletier dejó un manuscrito inédito entre sus documentos describiendo dónde se reunían los del comité y quiénes tomaron parte en las asambleas? Según él, el señor Bayard desempeñaba un papel muy destacado en aquellas conversaciones del Flora's; pensé que él le habría hablado de ello, sobre todo porque usted lo ayudó a hacer frente al interrogatorio de Bushnell.

– Armand es un caso digno de lástima, un hombre de talento que lo echó todo a perder bebiendo y culpando al prójimo de sus problemas. Nunca le perdonó a Calvin las malas ventas de su libro Tierra sombría, ni a mí por sugerirle que no lo publicáramos. Armand había estado en la cárcel a causa de sus ideas y Calvin creía que teníamos el deber de echarle una mano. Mi marido intentó ayudar a varias personas del comité para demostrarles a Olin y a Walker Bushnell que no le importaba nada su vulgar lista negra. Algo muy distinto a ser el alma máter de un grupo abiertamente comunista, que era lo que Olin y el diputado Bushnell querían atribuir a Calvin. Yo no le prestaría mucha atención a los manuscritos inéditos de Armand; era un hombre amargado que servía a sus propios intereses. Ese pasado murió hace mucho. Creo que ya es hora de que lo deje usted en paz.

– ¿Por eso la llamó la señora Graham? ¿Para quejarse de que yo estaba desenterrando el pasado?

Renee hizo una breve pausa.

– No sé cuál de ustedes dos es más entrometida. Preguntó por la salud de Calvin, como si yo no supiera cuidarlo. Una impertinencia que no habría tenido que soportar si usted, en primer lugar, no hubiera invadido mi intimidad en New Solway, y después no hubiese hablado del señor Bayard con Geraldine. A menos que tenga algo útil que ofrecer, señorita Warshawski, no moleste más a mi familia. Puede que no sea usted una alborotadora, pero desde luego tampoco es una inocente paseante: usted crea problemas.

Cuando colgó, tuve el impulso de correr hasta Banks Street y lanzarle un misil por la ventana, algo que produjera un estallido muy fuerte, a tono con mi impotente furia. En cambio, me planté en la avenida Michigan y paré un taxi para que me llevara hasta mi coche… donde encontré el aviso de otra multa. Una más y me la cargaría. Le di una patada a un trozo de hormigón con tanta fuerza que me hice daño en el pie. ¡Al diablo con todo!

Ya en casa, tomando un baño caliente, intenté encontrar sentido a todas las conversaciones del día. El secreto de Taverner tenía que ver con el sexo y las complicadas relaciones entre Calvin y Geraldine, MacKenzie Graham y Laura Drummond. Pero también tenía que ver con el dinero. Por un lado, el que Geraldine le había dado a Calvin para sus particulares fines benéficos, probablemente para los fondos para la asistencia legal del Comité para el Pensamiento. Y el que Calvin le había prestado a Llewellyn. Sexo y dinero. Que habían empujado a alguien al homicidio en un arrebato, pero el ímpetu de aquellos momentos con toda seguridad se habría calmado durante los últimos cincuenta años.

Con todo, algo de ese pasado perturbaba tanto a algunas personas que continuaban amenazándome. Darraugh lo llamaba «arenas movedizas», Llewellyn, «un estanque lleno de mierda». El propio Darraugh me amenazó al darse cuenta de la clase de información que estaba sacando a la luz, aun cuando fue él quien me llevó a New Solway primero. Él era fuerte también, lo bastante fuerte como para reducir a Marcus Whitby. Pero era la persona que me había llevado a New Solway. La rueda del hámster comenzó a dar vueltas en mi cerebro otra vez.

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