Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Justo entonces se abrió una puerta al final del pasillo y salió Llewellyn en persona, acompañado por dos hombres jóvenes y una mujer mayor.

Janice lo llamó.

– Papá, vuelve a tu despacho un minuto, ¿quieres?, voy a echar a esta persona del edificio.

En el instante en que todos se quedaron quietos, intentando comprender lo que ocurría en el ascensor, eché a andar por el pasillo y le entregué mi nota a Llewellyn. La cogió sin vacilar, pero los dos jóvenes formaron una barrera entre él y yo y lo llevaron hasta un despacho, junto con la mujer mayor. En cuanto lo dejaron dentro, a salvo, uno de los jóvenes reapareció y se unió a Janice y a mí junto a los ascensores.

Me cogió del brazo y le dijo a Janice:

– Tú ve con papá y llama a Ricky, a recepción; yo la sacaré del edificio.

Tenía la fornida complexión de un jugador de rubgy. Sabía que no podía hacer nada contra él, pero nunca me ha gustado que me agarren. Y estaba cansada de que todo el mundo con quien yo quería hablar se pusiera terco y me empujase. Me zafé de él con un movimiento escurridizo y le clavé el codo en las costillas. Pegó un grito y me soltó el brazo.

– Me iré si tu papaíto no quiere verme -dije apartándome de él-, pero no es necesario que me ayudes.

Janice había sacado su teléfono móvil. Estaba en mitad de una acalorada conversación con el vigilante del vestíbulo, exigiendo explicaciones sobre cómo había entrado yo en el edificio sin autorización, cuando se abrió de nuevo la puerta del despacho de Llewellyn y apareció el otro hermano. Con una voz a mitad de camino entre el asombro y la indignación, comunicó que «papá» quería hablar conmigo.

Janice y su hermano me lanzaron miradas fulminantes, pero los deseos de papi tenían prioridad sobre su ego herido, o sus costillas, que también podía ser. Las depiladas cejas de Janice se juntaron durante un instante en medio de la frente, pero enseguida evitó fruncir el ceño. Trabajar en una revista femenina rinde sus frutos: se aprenden buenos consejos para mantener bien el cutis. Guardó el móvil en un compartimento lateral de su maletín y me dijo que la siguiera. Su hermano me seguía de cerca.

Cuando llegamos al área de los directivos, el otro hermano me llevó al despacho de su padre. Augustus Llewellyn estaba sentado en su escritorio, una mesa con incrustaciones de cuero que bien podía tener doscientos años. Había en aquella habitación interesantes antigüedades además del escritorio, pero lo que más me llamó la atención fue una vieja imprenta manual colocada sobre una mesa octogonal.

Me acerqué para mirarla.

– Buenas tardes. ¿Es la que usaba para imprimir T-Square?

Llewellyn hizo caso omiso de la pregunta y se volvió hacia sus hijos para decirles que podían irse. Cuando el que recibió el codazo protestó alegando que yo podía ponerme violenta, su padre esbozó una tenue sonrisa.

– Si me hace daño, sabréis exactamente quién ha sido y podréis hacer que la detengan. Pero ahora quiero estar solo con ella. Y eso también va por ti, Marjorie.

La última observación iba dirigida a la mujer mayor, quien supuse que era la secretaria con la que había hablado el día anterior. Cuando los cuatro se fueron, cogí una de las dos sillas de la habitación y me senté frente a Llewellyn, con el escritorio de por medio. Se puso las manos en el regazo pero no dijo nada.

– Soy la detective a la que la familia Whitby…

Me interrumpió.

– Jovencita, sé que usted y sus satélites han estado interrogando a mi personal últimamente. Pocas cosas ocurren en esta empresa de las que yo no me entere.

– Entonces sabrá que Marcus Whitby quiso verlo poco antes de morir. ¿Le habló de su cita con Olin Taverner?

– Si lo hizo, eso no es de su incumbencia.

– Usted accedió a verme, señor Llewellyn -dije con delicadeza-. Creo que si usted supiera qué le dijo Taverner a Whitby, no necesitaría hablar conmigo. De modo que deduzco que no vio a Marc Whitby antes de que muriera. -Asintió levemente, pero no agregó ningún comentario-. Olin Taverner guardaba un secreto, o quizá una serie de secretos, acerca de la gente de New Solway, de personas relacionadas con el Comité para el Pensamiento, el comité…

– Sí, sé lo que es, o lo que fue, el Comité para el Pensamiento. -Volvió a interrumpirme-. Y sé que Taverner estaba obsesionado con el hecho de que era un frente comunista. No creo que fuese la amenaza para Estados Unidos que Olin creía, pero yo me harté de la izquierda del Flora's hace muchos años. Era un grupo de gente desorganizada que se atacaba entre sí como ratas desesperadas. No tenían verdadero interés por los trabajadores, fueran hombres o mujeres, sino sólo por su estúpida retórica revolucionaria. América recompensa la autodeterminación. Ellos nunca pudieron ver eso.

– Pelletier dice que iba usted a Flora's en los comienzos del comité. -Hablaba en tono categórico, como si se tratara de verdades indiscutibles y no de simples conjeturas mías imposibles de probar.

– Usted habla de un manuscrito inédito. -Llewellyn dio unos golpecitos en mi nota con el índice-. ¿Cómo es que lo ha leído?

– Igual que Marc Whitby: revisando los documentos de Pelletier en la biblioteca de la Universidad de Chicago. Parece que el Flora's era un lugar muy divertido: empresarios de productos cárnicos y novelistas con periodistas y bailarinas, un Greenwich Village en miniatura situado en el West Side. Calvin Bayard se dejaba caer por allí de vez en cuando, así que usted lo conoció. Y posteriormente le firmó el aval para el préstamo que le permitió a usted dejar esa imprenta manual y pasar a maquinaria de verdad. ¿Qué tuvo que dar a cambio, señor Llewellyn?

– No alcanzo a ver en qué le concierne eso, joven.

– ¿Le pidió que hiciera una contribución al fondo de asistencia legal del Comité para el Pensamiento? Y si fue así, ¿por qué tendría que mantenerlo en secreto?

– Vuelvo a decirle que eso no le concierne. Se presenta usted aquí con cuentos de Armand Pelletier y la señorita Ballantine, pero, según creo, la contrataron para descubrir al asesino de Marcus Whitby, y, si no me equivoco, el señor Whitby murió la semana pasada, no en 1957.

Sonreí con malicia.

– Murió porque descubrió algo que tiene que ver con 1957, con las relaciones entre usted, Calvin Bayard y Armand Pelletier. A ellos también estoy siguiéndoles la pista.

Apretó sus labios en una línea tensa e iracunda, pero dijo:

– Armand Pelletier le hizo rico a Calvin. No sólo por ése libro, el famoso Historia de dos países, sino porque le proporcionó los contactos con la clase de autores que Ediciones Bayard necesitaba si Calvin quería transformar aquella anodina empresa familiar en un negocio de éxito. Si Pelletier se entusiasmaba por algo, seguro que Calvin estaba en ello también. Nunca supe si lo que hacía Calvin era proteger a Pelletier como una inversión, o si era como un perrito que le seguía a todas partes. Después de todo, a Armand lo habían herido en España, y eso contaba mucho para la caterva con la que se juntaba. Yo era un periodista joven y serio, Pelletier pensó que él podría promocionarme, y Calvin no lo dudó. Yo devolví aquellos préstamos. Si usted ha escarbado tanto como para saber que Calvin me avaló, también sabrá que los devolví.

– Sí, pero el señor Bayard exigió un quid pro quo, lo que sorprendió a algunas de las estiradas señoras de New Solway, que no compartían precisamente el entusiasmo de Bayard por su empresa.

– Y si lo hizo, ¿cree que yo debería decírselo? -Controlaba el tono de voz, pero en la sien se le empezaba a hinchar una vena.

– Ya lo averiguaré -dije-. Puede que Geraldine Graham, ¿la recuerda de aquellos tiempos en el Flora's?, se decida a hablar. O quizá me entere por Renee Bayard. O… por alguna otra persona. A la gente le gusta hablar y, cuando envejece, se pone como Olin Taverner: no quiere que sus secretos mueran con ella.

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