Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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La sensación de desaliento volvió a mi diafragma; Whitby se había metido él solo en el estanque. A menos que… un par de tragos de whisky no era mucho para un hombre que pesaba… ochenta kilos. Garabateé unas cifras en un pedazo de papel… Pero no sabía evaluar la cantidad de fenobarbital que había tomado.

Como no podía pedirle a Vishnikov que me lo explicara, llamé a Lotty, que estaba en la clínica. La señora Coltrain, su administradora desde hacía mucho tiempo, dijo que la doctora Herschel tenía pacientes y no se la podía molestar.

– Lo único que quiero es saber qué supone una dosis de seiscientos miligramos de fenobarbital. ¿Puede preguntárselo a ella o a Lucy Choi? -Lucy era la enfermera que solía ocuparse de los cuidados básicos de los pacientes.

Tras un minuto de espera, Lotty se puso al teléfono.

– Seiscientos miligramos es una dosis excesiva, Victoria. ¿Alguien te lo ha recetado? Podría matarte si lo tomas de una vez.

– ¿Cuánto tiempo tardaría?

– No es un juego, ¿verdad? No lo sé. Se distribuye rápidamente por el organismo, reduce la respiración. Contarías con una hora para que alguien te reanimase, es posible que sólo con media hora.

– ¿Y si pesara quince kilos más?

– Sigue siendo una barbaridad. Si te lo ha recetado alguien, no vuelvas a verlo nunca más.

Colgó. Volví a mirar el informe. Si Marc tenía epilepsia, no habría tomado una dosis letal a propósito. A no ser que quisiera morir. Pero, entonces, ¿por qué ir hasta el estanque de Larchmont? ¿Por qué no quedarse en la comodidad de su cama? Tal vez no supiera que moriría de eso; tal vez pensara que perdería el sentido lo suficiente como para que no le importara ahogarse. Pero ¿para qué hacer todo el camino hasta ese estanque infecto en lugar de la agradable amplitud del lago Michigan? Y, además, su coche… Sacudí la cabeza, intentando detener el incesante zumbido: el hámster en la rueda otra vez.

Mi mano vaciló sobre el teléfono. Harriet Whitby había decidido trasladarse a casa de Amy en cuanto sus padres se fueron a Atlanta. Si yo telefoneaba al apartamento de Amy, ¿conduciría eso a que también le controlasen a ella las llamadas? Sacudí la cabeza, furiosa: no podía vivir así, tratando siempre de adivinar si alguien escuchaba mis conversaciones y las de mis amigos o me seguía por la calle. Y no iba a pasarme una hora en transporte público sólo para asegurarme de que hablaba con Amy sin que me vigilasen.

Contestó Amy, y se la oía relajada: ella y Harriet estaban disfrutando de un agradable día juntas y a solas, explicó, sin tener que preocuparse por los padres de su amiga. Cuando la llamó para que se pusiera al teléfono, me sentí como un pájaro de mal agüero.

– El doctor Vishnikov me ha enviado el informe de la autopsia -le dije a Harriet-. ¿Quiere que vaya a casa de Amy para que hablemos en persona?

– ¿Está tratando de prepararme para algo horrible? -preguntó-. ¿Para algo que no quiero saber? Dígamelo ya. Ésta ha sido la semana más dura de mi vida; no quiero pasar ni media hora de tormento imaginándome cosas raras mientras la espero.

– Marc tenía mucho fenobarbital en su organismo, pero sólo una cantidad de bourbon ligeramente superior a la normal. ¿Sufría de epilepsia o había tenido ataques alguna vez como para estar tomando esa sustancia?

– No -dijo, desconcertada-. No, siempre ha estado… siempre estuvo… muy sano. ¿Qué significa eso?

– Me temo que significa lo que hemos estado diciendo desde el principio: que fue asesinado. Alguien le dio esa droga para dejarlo inconsciente, y luego lo tiró al estanque para que muriera.

Decirlo en voz alta me produjo una sensación de alivio. La rueda dejó de girar, cesó el zumbido dentro de mi cabeza. Asesinato. No suicidio. Ni accidente. No tendría que hacer un molde de yeso de las huellas que había encontrado en el desagüe: el asesino de Marc lo había llevado al estanque en el cochecito de golf.

Harriet se quedó tan silenciosa que pensé que se había ido, pero finalmente habló, con una voz débil, apagada, que sonaba como la de su madre.

– Lo hemos sabido todo el tiempo. No lo de la droga, pero sí que alguien lo había matado. Es sólo que resulta duro oírlo decir en voz alta. Después de todo, Marc no estaba tan sano, ¿verdad? No importa que estudiara en la Universidad de Michigan o que fuera un escritor premiado o que llevara una dieta saludable. Murió de la enfermedad de los negros.

– ¿Perdón? -Estaba confundida. Lo único en que pude pensar fue en anemia drepanocítica.

– Asesinato -respondió entre sollozos-. No importa que seas culto y lleves una vida respetable, siempre irán a por ti.

– Lo siento -dije, llena de impotencia-. Puedo ir para allá ahora mismo, si quiere.

– No, gracias. Sé que ha estado trabajando mucho por mí… y por mi familia. Sé que usted solamente está haciendo lo que yo le pedí que hiciera. Pero ahora necesito estar a solas con una hermana.

Cuando colgó, me sentí avergonzada: los descubrimientos que a mí me animaban, a ella le causaban dolor. Me levanté y caminé por el cuarto. Cuando registramos la casa de Marc la semana anterior, encontramos la botella de Maker's Mark. Bourbon con agua mineral, su bebida, como me había dicho Amy. Si había huellas digitales en la botella… si el whisky había sido manipulado… tenía que recoger el Maker's Mark y hacerlo analizar, aunque tuviera que pagar yo misma el trabajo.

Después de que Amy y yo termináramos de inspeccionar la casa de Marc el viernes, ¿qué había hecho yo con las llaves? Vacié el contenido de mi maletín sobre el escritorio. El manojo que me había dejado la asistenta de Marc cayó entre un revoltijo de papeles, tampones y mi agenda electrónica. También apareció la llave que el cerrajero de Luke Edwards había fabricado para que yo pudiera entrar en el Saturn.

Cogí la llave del coche y le di vueltas en la palma de la mano, estudiándola como si fuera un texto en un lenguaje desconocido. Podía ir en metro hasta la casa de Marc, recoger la botella de bourbon y volver en su coche. Si no lo aparcaba cerca de la oficina o de casa, podría conducir tranquilamente por la ciudad durante unos cuantos días. Me permitiría, incluso, ir a buscar a Benji. Y en lugar de llevarlo a un motel, podía dejarlo en la casa de Marc Whitby. Le diría a los vecinos que era mi primo, que necesitaba trabajo y un lugar donde quedarse; que cuidaría de la casa para que no se quedara vacía hasta que la familia la vendiera. ¡V.I, eres un genio!

Metí el informe toxicológico en su sobre y lo puse en mi bolso. Ganzúas, porque nunca se sabe. Un cargador lleno para el revólver, porque, una vez más, nunca se sabe. Guantes de látex, una bolsa de plástico para el bourbon con capacidad de casi cuatro litros, recién sacada de la caja y metida dentro de otra para asegurarme de que no se contaminara la muestra.

Empecé a canturrear mientras me dirigía bailando hacia la puerta.

Fue un largo viaje en metro hasta South Side, pues tuve que hacer trasbordo en el Loop. Me movía impaciente en el andén mientras esperaba y, luego, me di cuenta de que estaba inclinada hacia delante en el asiento, como si eso hiciera que fuese más rápido. En la calle 35 bajé las escaleras de dos en dos y corrí hasta Giles.

Cuando llegué a casa de Marc, había delante media docena de niñas saltando a la comba. Se quedaron mirándome al subir las escaleras exteriores y abrir la puerta principal. Tal vez no fuese tan buen lugar para dejar a Benji: en aquel barrio nada pasaba desapercibido. Excepto cuando alguien fue a robar los documentos de Marc.

La casa había adquirido el aspecto abandonado y el olor a humedad de cualquier vivienda deshabitada. Después de una semana el polvo era visible aun para unos ojos poco domésticos como los míos. Eché un rápido vistazo a mi alrededor. No me pareció que nadie hubiera estado por allí, ni ladrones ni policías, a pesar de la afirmación de Bobby Mallory de que se reabriría el caso de la muerte de Marc.

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