Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– ¿Por qué se empeña en darnos problemas? -preguntó-. El señor Edwards quiere echarme porque usted estuvo aquí esta mañana. Ahora la señorita Catherine se ha escapado, todo por su culpa.

– ¿Están Renee o Edwards? -No hice caso de su ataque de ira-. Quiero hablar con ellos sobre Catherine.

– No puede molestarlos. Ordenaron que no se les pasara ninguna llamada.

– Dígales que voy a denunciar su desaparición a la policía de Chicago -dije con frialdad-. Si quieren hablar conmigo, pueden llamarme al móvil: le daré el número.

Al oír eso, me pidió que esperase. En menos de un minuto tenía a Renee y a Edwards al teléfono, cada cual intentando que el otro le dejara hablar.

– ¿Tiene a Catherine? -preguntó Renee.

– ¿No está con usted? -dije.

– Se ha escapado -intervino Edwards-. Sin dejar ni una nota.

– Te comportaste como un padre Victoriano, Eds, ordenándole que hiciera el equipaje para ir a Washington, sin derecho a réplica. Elsbetta me llamó a mi oficina pero…

Edwards gritó por encima de la otra voz.

– Si hubieras pensado que ella merece tanta atención como Calvin y su maldito imperio editorial…

– Si tú escucharas a cualquiera que no sea tu…

– Paren ya de una vez los dos -interrumpí, de mal humor-. ¿Cuándo se fue y qué coche conducía?

– No puede llamar a la policía -respondieron a coro.

– Puedo hacer lo que se me antoje. Alguien dijo que la había visto en un todoterreno blanco. ¿Acaso creen que no corre peligro conduciendo un vehículo de tres toneladas con un solo brazo?

Eso los unió por un segundo: querían saber quién la había visto. Me puse frenética y los presioné hasta que admitieron que Catherine había cogido el Range Rover blanco de Renee, que sabían que no había aparecido en la casa de New Solway y que se había marchado sobre las tres y media, después de la pelea con su padre.

– ¿Han llamado a Julius Arnoff para saber si ha vuelto a Larchmont? -pregunté. No me parecía probable, porque ya les habían echado una vez de la mansión, pero seguro que ninguno de los dos pensaría razonablemente en esos momentos.

– Fue lo primero que se me ocurrió -dijo Edwards-. Mientras Renee todavía seguía maldiciéndola a usted por llevar a Trina con su novio árabe, yo puse un vigilante en la casa. No están allí.

– Cuando esta mañana entró en nuestro apartamento sin permiso, ¿preparó o no un encuentro con Trina? -preguntó Renee.

– No sea infantil -le espeté-. No sé dónde está Benji, ni tampoco Catherine. Deje de buscar culpables de su desaparición y dígame qué está haciendo para encontrarla.

– Edwards ha recurrido a sus contactos -dijo su madre con sarcasmo-. Es probable que le disparen si la ven. Si usted la buscara, ¿por dónde empezaría?

– Por ningún sitio que les revelase a ustedes -respondí en un tono desagradable, y corté la comunicación.

– Han encargado su búsqueda a personal de seguridad privada -dije volviéndome hacia el padre Lou-. Miedo me da.

– La chica adora a su abuelo, ¿no es eso lo que me dijiste el otro día? Tal vez tienen un lugar especial. Todo el mundo va a donde se siente seguro; un lugar relacionado con su abuelo la haría sentirse segura.

– El hombre tiene Alzheimer en estado muy avanzado. No estaría en condiciones de decirme… Pero no importa, sé quién puede hacerlo. Le telefonearé desde el coche, padre.

Salí corriendo de la escuela.

50

TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS

Una lluvia helada comenzó a caer en el norte de Madison, Wisconsin. La carretera interestatal comenzó a helarse en sus tramos más elevados; tenía que ir a poca velocidad para no perder el control. Salvo por algún que otro camión gigantesco que pasaba a ciento treinta sobre la nieve medio derretida, teníamos el camino casi para nosotras solas.

Geraldine Graham roncaba ligeramente en el asiento del acompañante. Había insistido en venir: todavía conservaba las llaves de la casita; las encontró enseguida en un cajón de su dormitorio y las guardó en el bolso negro de Hermès que ahora estaba colocado a sus pies. Intenté convencerla de que se quedara en casa, pero dijo que conocía el trayecto, mientras que yo no, y, lo que era más importante aún, al menos para ella: necesitaba asegurarse de que Benji y Catherine estuvieran bien. «Si le hubiera contado todo esto la semana pasada, ahora no estarían en peligro».

Cuando llegué a Anodyne Park, abrió la puerta Lisa, muy diligente y eficaz ella: no puede pasar, la señora está descansando. La empujé a un lado y avancé por el pasillo, abriendo puertas. Encontré a Geraldine dormitando en su cama con una lámpara de lectura encendida y un libro abierto entre las manos.

Lisa se coló bajo mi brazo.

– Señora, es esta detective que entró sin permiso. ¿Llamo al señor Darraugh o al señor Julius?

Geraldine se despertó con sobresalto.

– ¡Lisa! Tranquilízate, anda. ¿La detective? ¿Ha venido la detective del señor Darraugh? Ah, está usted ahí, jovencita. Espere mientras me arreglo un poco.

Me arrodillé junto a ella.

– Ha surgido una emergencia. Necesito su ayuda; no es necesario que se vista.

– Permítame las debilidades de mi educación. Pienso mejor vestida que desnuda. Estaré con usted en un segundo.

Caminé impaciente de un lado a otro del pasillo pero en realidad fue extraordinariamente rápida, a pesar de su edad y de la interferencia de Lisa, y en pocos minutos estaba hablando conmigo en el salón. Le dije que iba a hablar con ella de cosas estrictamente confidenciales y que Lisa no podía participar de ellas. Tras mirarme a la cara, Geraldine despidió lacónicamente a su sirvienta. Lisa me lanzó una de esas miradas que te hacen agradecer que no vayan secundadas por un revólver, pero se retiró.

Cuando oí cerrarse la puerta -y me aseguré de que Lisa se alejaba- le hablé a Geraldine de Catherine y Benji.

– Sé que usted y Calvin fueron amantes hace años. Fue a usted a quien se refirió cuando llamó a Deenie la semana pasada, ¿verdad?

Sus dedos se aferraron a los brazos del sillón, pero asintió.

– ¿Cómo lo ha sabido? ¿Fue por la llave de Larchmont que él ha conservado?

– Eso, y algunas otras cosas. Armand Pelletier dejó entre sus documentos un manuscrito inconcluso donde lo dejaba bastante claro.

– Ah, Armand. Me preguntaba si volvería para perseguirme. Era muy apasionado respecto a los derechos de los trabajadores, y durante un tiempo yo reflejé esa exaltación… porque yo era vehemente también y necesitaba dar salida a mi pasión. Se volvió un amargado cuando lo dejé por Calvin; me acusó de ser una maniática, incluso casi de ninfómana. Le dije que a mí me bastaban unas sábanas limpias. Pero tenía más que ver con… Calvin era un amante generoso, y Armand… obtenía más de lo que daba. En última instancia, sus pasiones eran para él solo. Con Calvin, también, no era más que una manera de conseguir lo que deseaba, pero yo no supe verlo hasta mucho más tarde.

– ¿Nunca se planteó la posibilidad de dejar a su marido? -Involuntariamente me desvié de la cuestión principal.

– Pensé que… Yo tenía la idea de que si me divorciaba de MacKenzie, Calvin y yo nos casaríamos. Pero por mucho que mi madre odiara a MacKenzie, no podría tolerar el escándalo de un divorcio, y antes de que yo me armase de valor para enfrentarme a ella, Calvin se casó con Renee. -Hizo girar el gran diamante que llevaba en la mano derecha-. Yo había ido a Washington cuando le hicieron presentarse ante el comité. Estuve presente en la vista. Fui una de los espectadores. Había acudido con la idea de darle una sorpresa. Lo amaba; pensaba que él me amaba a mí y que, si me declaraba, eso le levantaría el ánimo en aquellos días tan duros.

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