Bajé lentamente las escaleras exteriores hasta la acera y subí al Saturn de Marc. Para mi sorpresa, no eran más que las cuatro de la tarde: me sentía como si hubieran transcurrido treinta o cuarenta horas.
Las niñas seguían saltando a la comba en la calle. Entre ellas estaba la que me había señalado el coche de Marc la semana anterior. Le dio con el codo a la que esperaba el turno junto a la cuerda. Todas dejaron de saltar para mirarme. Les hice un saludo con la mano mientras me sentaba en el asiento del conductor.
– ¿Usted está con la policía, señorita? ¿La policía quiere el coche o lo está robando? -me preguntó mi informante, con los brazos en jarras.
– Lo estoy robando -le dije, bajando la ventanilla para que pudieran oírme.
Eso las hizo reír y se acercaron.
– ¿Y para qué quiere la policía el coche del señor Whitby, señorita?
– Para encontrar pistas. Lo mataron, eso ya lo sabéis. Esperamos que en el coche haya pistas acerca de quién lo mató. Ninguna de vosotras vio a la persona que trajo aquí este coche el domingo pasado por la noche, ¿verdad?
Eso era demasiado fuerte. Se apartaron, todas juntas, silenciosas. Un asesino para que anduviera merodeando por la manzana… No, no les hacía falta que un miedo semejante les rondara la cabeza.
Dije alegremente:
– No os preocupéis si esta noche veis luces en la casa. Vamos a traer a alguien para que la cuide, que vivirá aquí hasta que la familia decida venderla, ¿de acuerdo? Y no os preocupéis por el asesino; no volverá por este barrio.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó una de ellas-. No han detenido a nadie, no hay ningún sospechoso.
– Hay tres sospechosos. Viven muy lejos. Estáis a salvo en vuestro barrio.
Al avanzar en el coche por la calle, pude verlas por el espejo retrovisor, con las cuerdas colgando entre las manos. Mientras esperaba en un semáforo para girar hacia la calle 35, finalmente volvieron a su juego, pero la energía había desaparecido. Buen trabajo, V.I., disipando el entusiasmo de unas niñitas.
Eché un vistazo al tráfico paralizado en la autopista Dan Ryan y me mantuve por las calles laterales, conduciendo lentamente pero tranquila hasta San Remigio. El Saturn verde de Marc era el vehículo indicado para circular por aquellas calles, nada chillón, no de los que llaman la atención de la gente y no se les olvida. Aparqué a dos manzanas al oeste de la iglesia y rodeé todo el perímetro a pie antes de entrar por el acceso sur de la escuela.
Crucé a buen paso las verjas hasta el patio de recreo, sin mirar alrededor, aunque notaba un hormigueo en la nuca mientras me preguntaba si no estaría en el punto de mira de algún agente de la ley. Dentro había un guardia todavía de turno. Aunque eran las cuatro y media, las actividades extraescolares estaban en pleno funcionamiento. Nadie podría entrar a la escuela sin una identificación o una razón justificada.
El guardia hizo una llamada: el padre Lou estaba en el gimnasio; podía hablar con él allí. El cura estaba delante de uno de los sacos de entrenamiento, vestido con chándal, enseñando a un grupo de chicos de diez años a mover los brazos. Las curiosas miradas de los niños le hicieron volver la vista hacia mí. Tras gritarles unas breves instrucciones, se me acercó.
– Tengo un coche limpio -dije-. Y creo tener una casa segura para que Benji pueda quedarse un par de días. Pero… quiero dejar la investigación del asesinato en manos de la policía. Es demasiado para mí. Necesito de verdad que Benji coopere. Creo que puedo lograr que el capitán Mallory le proteja si dice lo que vio el domingo pasado por la noche. ¿Me ayudará a persuadirlo?
Asintió.
– Tendría que estar aquí en este momento, pero puede que sea uno de sus ratos de oración. Voy a buscarlo. Espérame aquí.
Salió trotando de la habitación, con los pies ligeros de un bailarín. Tras un par de minutos, puse el maletín en un rincón y cogí una pelota de baloncesto. Mi primer tiro rebotó en el tablero torpemente, pero luego encesté cinco veces seguidas antes de que el padre Lou volviera, haciéndome un gesto con la cabeza para que le siguiera hasta el pasillo.
– Se ha ido. Vino a por él una chica hace treinta o cuarenta minutos. Tiene que ser la chica, llevaba un brazo vendado. Le preguntó al guardia por Benji con mucho descaro; dijo que era su prima de Marruecos. El guardia la envió a la directora; la directora llamó a Benji, y dice que el chico se puso contentísimo de verla y se marchó con ella. Todos idiotas, la directora, el guardia, todos. Nadie me avisó.
Sus mejillas de Popeye se le inflaron todavía más de la rabia, pero yo solamente sentía frío. Si Catherine se había llevado a Benji con su abuela -como yo le había aconsejado por la mañana-, y si Renee había tirado a Marc Whitby al estanque de Larchmont, podía dar al chico por muerto.
Completamente desanimada, seguí al padre Lou hasta el despacho de la directora. Les hice las preguntas de rigor a ella y al guardia: ¿habían visto cómo se fueron los chicos? ¿En taxi? ¿En autobús? No lo sabían; el colegio era un edificio viejo, construido cuando las ventanas se ponían muy lejos del suelo para que la gente no mirase desde la calle.
El padre Lou ordenó a la directora que llamara a su despacho a todos los maestros y demás personal que estuviera aún en las instalaciones. Uno de los conserjes había visto, mientras bajaba cajas de un camión de suministros, a una chica con un brazo vendado salir con un estudiante mayor que ella. Estaba casi seguro de que se metieron en un todoterreno blanco, pero no les prestó demasiada atención en ese momento.
El padre Lou estaba furioso. Después de tener allí al FBI el día anterior buscando a Benji, no podía creer que la directora hubiera dejado que el joven se marchara sin hablar del asunto con él.
– Intentamos que éste sea un lugar seguro. Si cualquiera puede venir y llevarse a un chico sin que ustedes se inmuten, ¿cómo vamos a impedir que secuestradores, pandilleros y demás perturben nuestra tranquilidad?
La directora se puso roja y se enfadó, ¿por qué tenía ella que saber que una chica a la que Benji se alegraba tanto de ver representaba un peligro? Si el padre Lou quería dirigir el colegio, que se hiciera cargo del puesto; ella estaría encantada de dimitir en ese mismo momento.
La cara colorada de la directora se fragmentó en una serie de líneas onduladas, su boca se abría y cerraba como si fuera una marioneta. Los armarios que tenía detrás comenzaron a moverse con las mismas ondas vacilantes. Me pareció tan gracioso que me eché a reír. El suelo comenzó a moverse igualmente, lo que encontré también muy divertido, y todavía estaba riéndome cuando me desplomé.
Tenía la cabeza húmeda. El padre Lou me estaba secando el agua del cuello y de la cara con una áspera toalla de gimnasio.
– No te me desmayes, muchacha. Necesitamos un cerebro que funcione además del mío. Incorpórate y recupera las fuerzas.
Me incorporé. El cura me puso de pie con un suave resoplido. Una mujer de sesenta y cinco kilos no es nada para un antiguo boxeador. Me llevó una taza a los labios y tragué un poco de té caliente, me atraganté y luego bebí el resto. Coloqué la cabeza entre las piernas y puse en un cierto orden los fragmentos grises de mi nebulosa mente.
– ¿Adónde iría la chica? -Me hablaba con brusquedad para que me concentrara.
– Depende en parte de por qué ha huido. -Me temblaba la voz; conseguí controlarla y continué-: Esta mañana se puso histérica cuando le pedí que hablara con Benji. También le sugerí que se confiara a su abuela. Sólo espero que no haya hecho caso de ese consejo.
Saqué el móvil y llamé al apartamento de los Bayard. Contestó Elsbetta.
Читать дальше