¿Y Geraldine Graham? Había llegado al puente que cruzaba el río Chicago, donde me detuve, observando una grúa que levantaba una pieza de metal de una planta al borde del río. ¿Habría sido ella también uno de los proyectos especiales de Calvin Bayard? ¿Una amante, suplantada por la nueva y joven esposa de Vassar? Si éste era el caso, resultaba extraño que MacKenzie Graham se hubiese suicidado después de que Calvin regresara a New Solway con Renee, en lugar de hacerlo cuando Geraldine y Calvin todavía eran amantes.
Todas esas vidas de New Solway eran como los retorcidos pedazos de metal que colgaban del imán de la grúa. Uno podía recolocarlos en distintas combinaciones. Yo veía una versión en la que Geraldine Graham arrojaba una máscara al estanque para no recordar al amante que la había hecho comprarla. O porque había descubierto que compartía a su amante con la proveedora de las máscaras. Podía ver también, con menos claridad, a su autoritaria madre arrojando la máscara: ¿que no se permite el arte primitivo? ¿Tampoco las pasiones primitivas? O a Darraugh arrojándola porque odiaba todo lo que tuviera que ver con Calvin Bayard, si es que Calvin y Geraldine habían sido amantes.
Calvin también había obligado a Olin Taverner a comprar una máscara. Y Edwards Bayard había crecido deseando vengar a Olin de su vecino y proporcionarle cualquier castigo que el viejo abogado soñara con infligir. Pero ¿por qué Taverner querría venganza cuando seguramente era Calvin Bayard la parte perjudicada? ¿Y qué tenía eso que ver con Marcus Whitby, aparte de su interés en Kylie Ballantine?
La grúa dejó caer su carga. El sonido no me llegó debido al ruido del tráfico que pasaba por el puente, pero el final del espectáculo me dio un impulso para volver a ponerme en movimiento. En la esquina de Damen un borracho pedía limosna. Le di el cuarto de dólar que había recibido yo en Wells Street. No se mostró muy agradecido: hoy en día un cuarto es una limosna mezquina.
La camioneta de Tessa se encontraba en el aparcamiento. Cuando pasé por la puerta de su estudio me detuve un momento a mirar. Trabajaba los fines de semana para acabar un encargo de un parque de Cincinnati, unos pedazos muy pulidos de cromo que daban ganas de tocar y deslizarse sobre ellos. A pesar del día frío, tenía la estufa apagada y trabajaba en camiseta y bermudas bajo su delantal protector, con el pelo recogido con una gorra.
Sabía que no había que interrumpirla cuando trabajaba a toda máquina, pero cuando me vio en el umbral apagó la llama del soplete y se me acercó, plegando sobre su cabeza el visor del casco.
– ¿Sigues llena de gérmenes? ¿A qué distancia debo mantenerme?
– Ponte el soplete en la nariz; mata cualquier virus.
Se rió y se acercó hasta la puerta.
– ¿A cuánta gente le has dado las llaves de tu oficina últimamente, Warshawski?
– Sólo a una, una joven doctora en Economía que hace algunos trabajitos para mí.
– Ayer vinieron unos hombres y otra vez esta mañana, y por lo visto no tuvieron ningún problema con la puerta. ¿Qué está ocurriendo?
Demasiado como para tratar de actuar sin el miedo que lleva a los detectives a esos niveles de crispación.
– Creen que escondo a un terrorista árabe.
– Si es así, mantenlo oculto hasta que esos tipos se cansen; son un equipo muy voluntarioso. Si no tuviera que terminar Juego de niños esta semana también me tomaría unos días; me ponen nerviosa. ¿Qué son, agentes federales? Ya sabes que la familia de mi madre era de Cameron, Mississippi. Mis abuelos tuvieron que huir en mitad de la noche cuando el comisario local llevó a un grupo a quemarles la casa porque era el lugar donde quería edificar un blanco con dinero. No me gusta ver cómo los representantes de la ley irrumpen sin permiso en las vidas de los ciudadanos.
– A mí tampoco, pero no sé qué hacer al respecto. No dejan de sacudirme esa maldita Ley Patriótica en las narices.
– ¡Qué cabrones! -Me condujo a un cubículo de vidrio al fondo del estudio. Se sentó frente a una mesa de dibujo y comenzó a hacer un boceto rápido con carbón. En un minuto había dibujado cuatro caras, dos en cada una de las dos hojas de papel. Eran los mismos hombres vestidos con ropa de trabajo en la primera imagen, y con traje en la segunda. Uno de ellos era el hombre que insistía en registrar mi apartamento la noche anterior.
– Uno de los tipos es un federal, así que supongo que su adlátere también lo es. -Me llevé los dibujos.
– Intenta no enojar a esos muchachos, no sea que nos prendan fuego a la oficina: he invertido dos mil dólares en el equipo y no quisiera tener que reemplazarlo. La compañía de seguros no le pagó a mi abuelo ni un centavo por su casa. -Volvió hacia donde había dejado el soplete.
Avancé despacio por el pasillo y abrí la puerta con la llave. ¿Para qué me molestaba si el FBI o quienquiera que fuese había utilizado sofisticadas ganzúas y se había paseado tranquilamente por allí?
Al menos no habían destrozado la oficina, no como aquella vez horrible hacía un año cuando tuve que enfrentarme al lado oscuro de un malvado policía.
Encendí el ordenador y comprobó si tenía mensajes. Le escribí a Morrell un largo e-mail, diciéndole todo lo que había hecho desde la mañana del viernes, e incluso lo del cuarto de dólar que me habían echado en la mano. Quería hablar sobre Benjamin con alguien, o contar cómo habíamos escapado de Larchmont, dejando a Catherine Bayard sangrando en el jardín, y lo puse todo por escrito. Pero cuando lo repasé, borré la última parte. Si estaban interviniendo mi línea telefónica, podían leer mis correos electrónicos con la misma facilidad con que escuchaban mis conversaciones.
Oh, querido, ojalá supiera dónde estás. Seguro que no te habrás ido con ningún grupo de extremistas sin avisar a alguien de tu equipo. Ni andarás con Susan Horseley o alguna otra estupenda periodista del mundo del espectáculo.
Al final, lo borré todo y revisé mis mensajes telefónicos.
TRAPOS SUCIOS
Edwards Bayard llegó tarde a nuestra reunión. Me figuré que lo hacía para demostrarme que era él quien controlaba la situación, a pesar de haber accedido a verme en mi territorio. Mientras esperaba, hice una llamada al señor Contreras para hacerle saber que no me habían detenido, al menos no de momento.
Aún no había contestado algunos mensajes del día anterior. Casi todos los que respondí fueron a parar a contestadores automáticos, pues era domingo por la tarde, pero sí encontré a Geraldine Graham. Se sentía abandonada, dijo que no me oía cuando farfullaba al teléfono, y luego me riñó por gritarle. Lo que en realidad quería era que me acercara a New Solway. Cuando le dije que intentaría hacerlo al día siguiente por la tarde, si mi agenda me lo permitía, se dio por ofendida y me ordenó que recordara quién me pagaba.
– Ni usted ni Darraugh, señora. Si está dispuesta a pagarme, mi tarifa son doscientos dólares la hora. -Ése era mi precio para los clientes que podían pagarlo.
Hizo una pausa.
– Entonces la espero mañana a las cinco.
– Si puedo. Si no puedo, la avisaré.
Me pareció que debía llamar a Darraugh para comunicarle que, a pesar de sus órdenes, visitaría a su madre. Estaba en casa y menos histérico que en la última conversación, si bien, naturalmente, no se disculpó por sus amenazas de despido.
– Entonces era cierto que mi madre veía luces en el ático. Tal vez sea una heroína en la guerra contra el terrorismo. Habrá sido la protagonista esta mañana después de misa.
Quería un informe de lo que había ocurrido en Larchmont. Al igual que Bobby Mallory y que Renee Bayard, no creyó que no supiera dónde se encontraba Benjamin Sadawi, pero, aunque estuviera segura de que mis teléfonos no estaban intervenidos, últimamente Darraugh no se había hecho merecedor de mi confianza.
Читать дальше