Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Cuando terminamos de hablar miré los bocetos al carbón que había hecho Tessa de los hombres que entraron con tanta eficacia en mi oficina. Me preguntaba si habrían estado poniendo micrófonos. Aun cuando sabía que si el FBI quería intervenir mis teléfonos lo haría a distancia, examiné el auricular, pero no encontré nada.

Y si los habían puesto en cualquier otro lugar… Paseé la mirada con desasosiego. A pesar de que Tessa alquila dos tercios del local, yo seguía teniendo mucho espacio propio. Lo había dividido en áreas de trabajo para darle más calidez -hay un lugar de reunión para clientes, con sofá y una mesa de cristal-, mi propia zona de trabajo tiene una larga mesa para desplegar mapas, y también está el escritorio de Mary Lou. Y luego los ordenadores, las lámparas y los cuadros de las paredes. En la parte de atrás estaba la despensa y un cuartito con una cama por si necesito desplomarme.

Supuse que debía llamar a alguien para que viniera a limpiar la oficina, pero, mientras tanto, ¿debía permitir que mis clientes hablaran allí? ¿Debería llevar a Edwards Bayard a algún otro lugar en caso de que pensara confesar algo?

Para divertirme mientras esperaba, puse títulos a los bocetos de los dos agentes federales dibujados por Tessa: Peligro: ladrones. Fingen ser agentes del Gobierno. Van armados, son peligrosos, llamen al 911 de inmediato si los ven en la zona. Hice veinte fotocopias y las pegué en toda la manzana en postes de luz, bares y tiendas.

Elton, un vagabundo que vende StreetWise cuando paso por la avenida Milwaukee, atisbo la última copia mientras la pegaba.

– ¿Se metieron en tu oficina, V.I.? Si los veo en la calle, te aseguro que te enterarás enseguida. -Seguramente lo haría si estuviese sobrio: lucha con la bebida, pero si no es un hábito fácil de combatir la mayoría de las veces, lo es aún menos cuando estás en la calle-. Se parece un poco a uno que hay ahí -añadió, señalando con un dedo la calle de enfrente.

Giré sobre mis talones. Era Edwards Bayard. En efecto, cualquiera diría que era uno de los agentes. El pelo tupido y la raya a un lado se había convertido en una especie de uniforme entre los hombres del mundo de la política. Pero ningún agente federal podría haberse permitido la ropa que llevaba puesta ni su BMW descapotable.

Bayard nos miraba a mí y a Elton desde su coche, no del todo convencido de acercarse a nosotros con su vehículo. Crucé la calle y lo saludé alegremente.

– No tengo mucho tiempo -dijo secamente mientras yo tecleaba el código de la puerta de entrada.

– Sí, ya lo sé: usted es un hombre ocupado -lo tranquilicé-. Yo, desde luego, no tengo nada mejor que hacer, así que no me importa que llegue cuarenta y cinco minutos tarde.

Enrojeció y murmuró algo acerca de su hija y el hospital. Pensé: el primero que se disculpe, pierde. Edwards rechazó mi ofrecimiento de traerle algo de beber, y con cierta brusquedad arrastró la silla de mi mesa hacia la zona donde atendía a los clientes. Me senté en el brazo del sofá.

– Bien, dígame por qué entró en el apartamento de Olin Taverner el jueves y luego hizo creer a su familia que estaba en Washington hasta que dispararon a Catherine.

– Yo no estaba…

– No, no, usted es un hombre ocupado, así que no compliquemos las cosas con más mentiras. Ambos sabemos que estuvo allí; no llevaba guantes.

– Sí, los llevaba -se sobresaltó, y luego se mordió los labios arrepentido.

Nunca lo habían interrogado; cayó con el truco más fácil del manual.

– Tomaremos eso como un «sí, estuve allí». A Catherine le resultará excitante saber que usted entra ilegalmente en las casas; le hará parecer más joven y osado ante sus ojos. Por no hablar de su madre, que cree que está del lado de los pelmazos.

Se quedó con la boca abierta.

– Yo… Mi hija es demasiado joven para entender por qué estaba haciendo algo tan poco ortodoxo.

Sonreí con dulzura.

– Y su madre demasiado vieja. ¿Qué había en esos papeles que Taverner guardaba bajo llave?

– Ya que sabe tanto, dígamelo usted.

– Bayard, para ser un tipo tan pagado de sí mismo, no parece muy listo. Su familia tendrá metido a Rick Salvi en el bolsillo, pero el capitán Mallory, de Chicago, está empezando a prestar atención a New Solway; puede pedir a algunos policías de DuPage que realicen una verdadera investigación criminal. Así que dejemos los rodeos, porque la próxima vez llamo al capitán.

Se golpeó la pierna con un puño.

– Soy el albacea de Olin; tenía derecho a estar allí.

– Entonces, ¿por qué entrar furtivamente por el patio? ¿Por qué no fue a la oficina de Julius Arnoff, presentó sus credenciales y le pidió que lo dejaran entrar? -Como no dijo nada, agregué-: ¿Es porque Arnoff es el verdadero albacea y su Fundación Spadona uno de los herederos? ¿Es porque no quería que nadie supiera que el jueves usted no estaba en Washington? ¿Voló usted el domingo y mató a Marcus Whitby, sin saber que los papeles importantes estaban en el escritorio de Taverner?

Bayard se puso pálido.

– Ésa es una acusación ultrajante. Yo no he matado ni a Marcus Whitby ni a nadie.

– ¿Tampoco a Olin Taverner?

– De ninguna manera. El… era una figura importante en mi vida.

– Más importante que su padre -sugerí.

Se le curvaron los labios en una sonrisa de desprecio.

– Desde luego que fue más importante que mi padre, que ni siquiera reparó en mi existencia.

Lo miré con curiosidad.

– ¿Olin Taverner se preocupó por usted cuando era niño? ¿Lo llevó a ver partidos de fútbol y le enseñó a montar su primer poni?

Apartó la mirada, con expresión de desagrado.

– No, pero puedo asegurarle que mi padre tampoco lo hizo; estaba demasiado ocupado en ser el maldito héroe del mundo entero. Olin vivía en Washington cuando yo era niño. Allí ejerció activamente su profesión y, de todos modos, después de los interrogatorios, Calvin y Renee se trasladaron a New Solway, e hicieron la vida imposible a Olin en su propia casa. ¿Sabe qué? Calvin y Renee le tenían tanto odio que convencieron a gente que él conocía de toda la vida de que se apartaran de él.

– Él intentó destruir la vida de su padre -dije-. No es sorprendente que sus padres no le desearan lo mejor.

– Bueno, ellos tenían sus propios trapos sucios que lavar. Al menos mi padre; y mi madre, por supuesto, siempre detrás de él para ayudarle a enterrarlo todo.

– Entonces, ¿cuándo le mostró Taverner los trapos sucios?

Me miró fijamente, como intentando adivinar qué historia me tragaría con más facilidad.

Hablé antes de que eligiera una versión.

– Esta tarde en casa de su madre, usted ha insinuado que la situación financiera de su padre era precaria. ¿Eso se lo dijo Taverner?

– No exactamente.

– Entonces, ¿qué le dijo exactamente?

– Encontré una carta en el escritorio de mi padre -espetó-. De la vieja señora Drummond; la madre de la señora Graham.

– ¿Ella conocía la situación financiera de su padre? -pregunté incrédula.

– Según parece, mi padre les robaba a los Drummond, o quizá a los Graham. Puedo recitarle la carta de memoria:

Querido Calvin ,

No ignoro el saqueo que estás perpetrando en mi propiedad. La hipocresía te viene de familia; tu madre tenía la misma tendencia a presumir de rectitud mientras que por detrás su comportamiento era deplorable. Por supuesto que espero una restitución, y te aseguro que tomaré las medidas oportunas si sigues con esa actitud.

»La firmó con su nombre completo, Laura Taverner Drummond, y fue así como me enteré del parentesco que tenía con Olin. Nadie me había contado nada acerca de toda esta gente; yo seguía encontrándome con información inconexa, que me hacía sentir como un estúpido ciego».

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