Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Querido, estamos en desacuerdo en demasiadas cosas, pero no en nuestro amor por Catherine. Iré más tarde, pero te dejaré estar a solas con ella, y quisiera tratar un último asunto con la señorita… Lo siento, suelo ser mejor con los nombres.

Seguí a Edwards fuera del salón. Cuando Renee dijo ásperamente que tenía algo más que decirme, le contesté con un «vuelvo enseguida» por encima del hombro.

Edwards intentó escabullirse, pero le obligué a mirarme a la cara. Frunció el ceño y empezó a protestar, luego se dio cuenta de que lo mejor sería hacer frente a la situación. Accedió a reunirse conmigo a las cuatro en mi oficina.

38

CONVERSACIÓN ENTRE CABEZAS DURAS

Cuando regresé a la habitación, Renee se había trasladado al sillón de cuero situado detrás de su mesa de trabajo. Me serví agua de una jarra y miré los grabados colgados de la pared. La mayoría eran de cubiertas de libros publicados por Ediciones Bayard. Historia de dos países ocupaba un lugar especial sobre el escritorio de Renee, con la dedicatoria «para el niño genio» de parte de «el viejo cansado, Armand Pelletier». Supuse que sería una broma, pues Pelletier sólo tenía unos cuantos años más que Calvin Bayard cuando éste llevó a la imprenta la primera novela no religiosa.

– Preferiría hablarle a la cara más que a la espalda -dijo Renee.

Acerqué una silla para sentarme frente a ella.

– Cuando nos conocimos el miércoles, le dije que trabajé para la Fundación Bayard durante mis estudios de Derecho porque admiraba la obra de su marido. ¿Cuándo empezó su hijo a pensar de manera tan distinta?

– Son cosas que pasan -dijo ella-. Empezó como rebeldía adolescente y acabó como intransigencia adulta.

Hice una mueca.

– A usted se le da tan bien como a mí eludir las preguntas que no quiere responder.

– No soy nada sutil; no me andaría por las ramas si pensara que sus preguntas son indiscretas, pero necesito su cooperación. Usted no habría revelado un secreto estando Edwards en la habitación, pues es obvio que él apoya los esfuerzos del fiscal del distrito para arrinconar a todos los árabes del país. Pero ahora que estamos solas, puede decirme dónde está ese chico árabe. Tengo la certeza de que lo sabe.

Me quedé perpleja.

– Se equivoca, señora Bayard: no sé dónde está Benjamín Sadawi. Si está relacionado con un grupo terrorista, espero que la ley lo atrape pronto, pero si sólo es un chico asustado, espero que encuentre otro amigo tan bueno como su nieta.

Me miró con los ojos entornados.

– No sé cómo convencerla para que me lo diga. Porque no creo que usted no lo sepa.

– ¿Por qué es tan importante para usted? Se me ocurre que le alegraría que se alejara de Catherine.

Hizo una pausa para elegir las palabras cuidadosamente.

– Y así es. Y la mejor manera para que ella continúe enamorada de él, o de la situación romántica, como usted dijo, es que ella crea que él sigue escondido. Si ella pudiera verlo tal como es, un inmigrante friegaplatos atrapado en una situación que se escapa a su control, dejaría de considerarse a sí misma como una heroína de novela romántica.

– Es impulsiva y apasionada -dije-, pero creo que fundamentalmente es una persona equilibrada. Aun así, como le he dicho, yo también estoy deseando interrogar al chico, de modo que si lo encuentro se lo haré saber. Como se imaginará, mis teléfonos están intervenidos por la policía.

No parecía muy satisfecha con mi respuesta, pero no se le ocurrió cómo sacarme la información. Si todo esto hubiera ocurrido veinte años antes, probablemente habría hecho que Calvin me contratase como asistente personal sólo para conseguir lo que quería, pero esta vez no tenía ningún cebo apropiado. Era una mujer lista; no seguía presionando cuando veía que no había donde presionar.

– Si Darraugh Graham no hubiera odiado tanto Larchmont, ahora la propiedad no estaría abandonada -dije al desgaire-. En ese caso Catherine hubiera llevado a Sadawi con usted. Entiendo que Darraugh odia Larchmont porque descubrió allí el cuerpo de su padre. ¿Sabe qué condujo al señor Graham a quitarse la vida?

Renee me miró fijamente.

– Sucedió por la época en que me casé con Calvin, y la verdad es que en esos momentos tenía la cabeza en otra parte. Lo que puedo recordar es que la muerte del señor Graham fue considerada un escándalo en la comunidad, si bien la vieja señora Drummond se aseguró de que la noticia no llegara a los periódicos. Fue la clase de acontecimiento que me decidió a no querer vivir en New Solway: las mujeres se pasan la vida chismorreando, mientras los hombres hacen negocios entre ellos y tienen aventuras con las vecinas. Las mujeres casan a sus hijos con las hijas de los vecinos para que continúe el chismorreo entre las madres y las nueras. Por eso insistí en que compráramos una casa en la ciudad. Me involucré en la editorial. Pasábamos los fines de semana en Coverdale Lane, montando a caballo y disfrutando del campo, pero jamás me interesó la vida privada de mis vecinos.

Me tocaba a mí devolverle una mirada desconfiada: estaba segura de que sabía más de los Graham y de otros residentes de Coverdale Lane de lo que pretendía, pero, al igual que ella, yo tampoco tenía ningún motivo para sacarle más información. Volví a cambiar de tema.

– Los documentos de Kylie Ballantine se encuentran en la Colección Vivian Harsh de la Biblioteca Pública de Chicago. Fui allí para consultarlos y encontré diversas referencias en ellos a un comité sin nombre, y al benefactor de ese comité. ¿Era su marido?

Me miró con altanería.

– El apoyo de Calvin al arte y a los artistas es legendario. Pero debo decir que me sorprende que tenga tiempo para visitar bibliotecas. ¿Piensa seguir los pasos del periodista muerto y escribir un libro sobre Ballantine?

– No, señora. Sólo trato de averiguar por qué Whitby fue a New Solway.

– Sí, bien, no veo que eso me concierna. Mi único interés en sus actividades se limita al bienestar de mi nieta. -Se levantó para apretar un botón de su escritorio. Al poco rato Elsbetta apareció para acompañarme a la salida-. Cuando se decida a hablarme de Sadawi, llame a mi oficina y pida una cita. Me aseguraré de que mi secretaria le haga un hueco lo antes posible.

Tenía razón: era una mujer que no se andaba con rodeos.

Camine las diez manzanas desde Banks Street hasta mi oficina. Ese día ya había escuchado muchas cosas y esperaba recordar los detalles que me ayudaran a deducir la verdad. Me hubiera gustado tener a alguien con quien hablar de todo el asunto. Mi antigua asistente, Mary Louise, con su peculiar manera de entender la investigación, habría sido una buena interlocutora.

O Morrell, cuyas reflexivas respuestas a mis apasionadas ideas… Morrell, no podía pronunciar su nombre sin sentir que algo dentro de mí se desintegraba. Tuve un momento de desesperación tan abrumador que me dejé caer sobre un banco, con la cabeza entre las rodillas. Alargué una mano como si pudiera tocarlo.

Algo frío aterrizó entre mis dedos: alguien que pasaba me había echado un cuarto de dólar. Miré a mi alrededor, pero me encontraba en un transitado cruce de North Avenue. Cualquiera de las personas que salía de Wallgreens o se dirigía a Starbucks podría haberse apiadado de una mujer tan decrépita que a duras penas podía sostenerse la cabeza.

Suspiré y me levanté. Regresa a tu tarea, Penélope.

Seguí por North Avenue pensando insistentemente en los Bayard. Ni Renee ni Edwards me habrían dicho tanto por separado como habían hecho juntos. La furia de Edwards contra su madre por el tema de Catherine y la furia de su madre por las tendencias derechistas de él me permitieron saber que había algo oscuro en las finanzas de Ediciones Bayard; ya fuera en el presente o en el pasado. Edwards también había insinuado que su padre había echado una cana al aire cuando llamó a Kylie Ballantine uno de sus «proyectos especiales».

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