Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Eso dice usted. He cuidado de él durante tres semanas y nunca he dicho una palabra a nadie. -Se sentó en la cama con una mirada furibunda en su pálido rostro-. Usted no puede llevárselo y negarse a decirme dónde se encuentra.

Sacudí la cabeza, cansada de las órdenes de los ricos, también de las de los jóvenes apasionados.

– Te lo diré si me prometes no tratar de verlo hasta que te diga que es seguro. Y si accedes a contestar a mis preguntas.

Se lo pensó durante unos momentos, sin querer darme nada a cambio, pero terminó accediendo. Cuando le dije que estaba en San Remigio, puso objeciones por el hecho de haber llevado a un musulmán a un centro católico, pero tras decirle como era el padre Lou, aceptó de mala gana que podría funcionar. Consciente del plazo fijado por Renee, interrumpí las preguntas de Catherine para hacerle las mías.

– ¿Cómo llegaste a cuidar de Benji?

El fantasma de una sonrisa le cruzó la cara.

– Un día en la cafetería. Me había dejado los libros. No había nadie, sólo él. Lo vi intentando leer… de uno de los libros de tercer curso… y lo ayudé. Después de eso un par de veces se acercó a mí durante el almuerzo… pululaba, ya sabe… preguntaba qué significaba tal palabra… Nunca se entrometía… Me gustaba… no conocía su historia… su tío murió aquí… su madre está en El Cairo… tres hermanitas… un hermano… Les manda dinero… Eso lo supe… después. -Se detuvo, jadeando. La ayudé a beber un poco de zumo y miré la hora-. Sí, la abuela. Imposible luchar contra ella… El día que vinieron a buscarlo… Benji se escondió en la caseta donde se guarda el equipamiento deportivo… Me vio… cuando devolvía… los palos de hockey… imploró ayuda. Lo escondí… me llevé a casa la llave de la verja… Hice como usted adivinó… por la escalera de incendios… Cogí el coche de la abuela… fui a buscar a Benji a Vina Fields… lo llevé hasta New Solway… No podía quedarse escondido en la caseta. Sabía que en Larchmont no vivía nadie… el único lugar que se me ocurrió… Encontramos todo ese… viejo mobiliario en el ático. Desconectamos… los sensores de alarmas. Le llevaba comida… siempre que podía acercarme.

– Pero ¿cómo entraste en Larchmont?

– El abuelo fue una vez… el año pasado… lo vi salir, a las dos de la madrugada… Theresa no se despertó… Lo seguí por el bosque y lo vi… entrar en la casa. El abuelo tenía una llave de la puerta, la alarma… esa parte era verdad… no sé de dónde… la sacó… Traje al abuelo de vuelta a casa… Conmigo sí que viene… aunque no iría… con la abuela… Papá estaba en casa, así que no dije nada… pero me quedé con… la llave.

– Pensé que Theresa tenía una alarma junto a la cama por si tu abuelo se levantaba de noche.

– Es cierto… Pero a veces ella… tiene ataques y cosas… la alarma no la despierta… La abuela no debe saberlo. No sucede a menudo… El abuelo la quiere… ella es buena con él… no le digas nada a la abuela, por favor.

Estaba cada vez más pálida y sin aliento. Le aseguré que no delataría a Theresa, y le dije que se relajara y descansara, que hablaríamos más adelante. Edwards y Renee entraron cuando Catherine se hundía en la almohada.

Edwards miró a su hija, que yacía con los ojos entrecerrados, la cara blanca, y me atravesó con la mirada.

– ¿Qué le ha estado haciendo? -Se inclinó sobre su hija y añadió con sorprendente ternura-: Trina, Trina, no pasa nada, mi niña. Papá está contigo.

Una enfermera había entrado en la habitación tras los Bayard. Pasó por delante de Edwards y Renee y puso los dedos en la muñeca de Catherine.

– Está bien, sólo cansada. Le daré algo que la ayudará a descansar y, de momento, no más conversaciones con ella.

Edwards se volvió hacia mí.

– ¿Qué le ha hecho?

– He hablado con ella, señor Bayard. Al igual que tengo intención de hablar con usted. -Acto seguido miré a su madre-. Y usted y yo tenemos mucho que contarnos.

Renee no daba crédito.

– ¿Mi hijo y usted se conocen?

– No muy bien. -Sonreí débilmente-. Pero espero que eso cambie. Hemos jugado juntos al rugby. ¿O fue una corrida de toros? Hay algunos deportes que siempre confundo.

Renee torció el gesto: no le gustaba mi tono, o no le gustaba la relación secreta con su hijo que implicaban mis palabras.

– Ya es hora de que salga de la habitación de Catherine, pero puede esperar fuera. Quisiera hablar con usted sobre lo que ocurrió el viernes.

Más órdenes de los ricos y poderosos. No le gruñí porque necesitaba que me dijera algunas cosas, como por ejemplo si había estado en el lugar de los hechos el viernes por la noche, y qué clase de preguntas le había hecho el comisario. Pero sobre todo necesitaba estar a solas con Edwards Bayard.

Fuera, en el pasillo, me apoyé en la pared, escuchando junto a la puerta, pero los murmullos eran ininteligibles. El guardia me miraba fijamente. Esperaba que recordara mi cara como la de alguien con libre acceso a la habitación de Catherine.

Paseé hasta la ventana del otro extremo del pasillo. Tal como me imaginaba, el ala privada tenía una magnífica vista del lago, y justo debajo estaban tirando un bloque de apartamentos, para seguir ampliando el hospital. Estaban derrumbando el edificio poco a poco, en lugar de convertirlo en escombros de una vez; supuse que semejante estruendo causaría estragos en el pabellón de enfermos cardíacos. Allí donde se había derribado una pared exterior, pude ver una cañería que se balanceaba y una cama que alguien había dejado olvidada.

Después de unos diez minutos, Renee Bayard salió del cuarto con su hijo. Con una penetrante mirada, le dijo al guardia que las únicas personas que podían pasar eran la enfermera privada, los dos médicos cuyos nombres el guardia ya sabía, ella y Edwards. Nada de voluntarias con flores, ni investigadoras privadas, ni, desde luego, ningún policía. Si algún agente intentaba pasar, el guardia debía avisar a Renee de inmediato, ¿estaba claro?

Cuando el hombro asintió, olla me indicó que la siguiese y nos dirigimos a la recepción. Edwards y yo éramos aproximadamente de la misma altura, le sacábamos la cabeza a Renee, pero casi tuvimos que trotar para seguirle el paso.

Bajando en el ascensor, Renee mantuvo una conversación informal: el médico tenía buenas razones para creer que esa misma noche podrían suspender la administración de morfina; ella esperaba que Edwards estuviese de acuerdo. Catherine permanecería en el hospital un par de días más; le llevarían su ordenador portátil para que pudiera chatear con sus amigas; tenían que decidir cuándo podían comenzar las visitas de sus amistades.

Al final, Renee nos condujo hasta la entrada, donde esperaba un coche. Le dijo al conductor que nos llevara a su casa.

– A la casa de Banks Street, Yoshi. La señorita Catherine está muy débil, pero consciente y alerta; estamos muy contentos con su mejoría.

Muy a mi pesar, sentí simpatía por Edwards, que no había tenido oportunidad de añadir nada tras decir: «Sí, no quería que siguieran administrándole morfina ni un minuto más». Tenía que haber sido difícil crecer con una personalidad tan fuerte a su lado. Tal vez por eso había buscado refugio en las causas de la derecha, un tabú para sus padres.

37

EL MEJOR AMIGO

Una vez en el apartamento de Banks Street, Renee se detuvo para indicarle a Elsbetta que quería el café en el estudio, luego se deslizó por el pasillo sin volverse siquiera para ver si su hijo y yo la seguíamos. Edwards se apresuraba a ir detrás de su madre, sin dirigirme la palabra y cabizbajo porque Renee lo trataba como a un niño de ocho años. Yo miraba con curiosidad todos los cuartos por los que pasábamos, sobre todo un amplio salón con piano de media cola y paredes llenas de cuadros. El pasillo estaba repleto de antigüedades. Edwards dio unos golpecitos con el pie cuando me detuve a examinar un cuenco que parecía griego. Pregunté por su antigüedad, pero él se limitó a decirme que lo siguiera y me hizo pasar a una sala que daba al jardín trasero.

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