Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Ella dibujó una sonrisa.

– No veía el momento de contarte esto: ¿recuerdas aquella reunión en Eagle River, en la que Olin Taverner interrogó a Bayard…? Pues bien, Kylie Ballantine también estaba allí…

Me despegué del respaldo de un salto.

– ¿Cómo? ¿Lo has encontrado en el Registro del Congreso?

Negó con la cabeza.

– En los archivos de la Universidad de Chicago.

Se agachó para sacar un montón de hojas de su maletín y las colocó encima de la mesa. Harriet y yo nos inclinamos hacia ellas, intentando leer con la escasa luz de las velas, pero no conseguíamos sacar nada en claro.

Le pedí la cuenta a la camarera, pero Harriet me la quitó de las manos.

– Está exhausta por mi culpa y la de mi familia; lo menos que puedo hacer es invitarla a un whisky.

Firmó la cuenta para que se la cargaran a su habitación y las tres salimos a la recepción, donde miramos los documentos que Amy había fotocopiado. Uno era una fotografía, borrosa en la reproducción, que mostraba a un grupo de bailarines tribales africanos. No se podía distinguir de qué sexo eran, por no hablar de la identidad, debido a las máscaras que llevaban. Pero pegada a la foto había una carta con el membrete de Olin Taverner, fechada en mayo de 1957, al rector de la universidad.

Esta fotografía fue tomada el 14 de junio de 1948. Muestra a Kylie Ballantine y su Ballet Noir de Chicago actuando a beneficio del fondo de defensa legal del Comité para el Pensamiento y la Justicia Social. Este comité es un importante semillero de conocidos comunistas de las artes y las letras. Algunos miembros del consejo de la universidad son clientes míos. Les ha sorprendido enormemente enterarse de que actualmente Ballantine imparte clases en esta institución. No sé qué aprenderán los estudiantes en sus clases, pero si los padres vieran esta fotografía, y supieran que sus chicos reciben enseñanzas de alguien que no sólo apoya el comunismo, sino que los involucra en danzas sexualmente explícitas, dudo mucho que quisieran que estudiasen en esta universidad, ni en ninguna con las inclinaciones izquierdistas de la Universidad de Chicago.

Escrito a mano en el margen inferior se leía: «Que alguien se ocupe de esto».

– De modo que Taverner hizo que echaran a Kylie -dijo Amy-. Probablemente por eso fue a verlo Marc.

– ¿Hay alguna prueba de que Marc viera esta carta? -pregunté.

Volvió a sonreír.

– Sí, porque hay que firmar para entrar en la sala de libros y archivos raros; no es como el resto de la biblioteca, donde sacas cualquier cosa con el carné. Marc estuvo allí tres días antes de reunirse con Olin Taverner.

– Pero eso no demuestra nada -objetó Harriet-. No se puede saber quién hizo la foto ni quiénes son los fotografiados. ¿Cómo pudieron despedirla sólo por esa razón?

– América en 1956, querida -dijo Amy-, ¿Comunista? ¿Negra? Bastaba con que se susurrara una sola vez.

3 6

RITUALES NOCTURNOS

– Catherine, tienes suerte de estar con vida. Puede que los hombres del comisario fueran unos insensatos, estamos de acuerdo en que se han pasado de la raya, y vamos a tomar las medidas pertinentes, pero no trates de esconderte detrás de eso. Sé que estás herida, pero también que mientes.

Quienquiera que hablara tenía una penetrante voz de barítono; y se oía a través de la puerta de su habitación en el hospital, que no estaba del todo cerrada. Una voluntaria miró de soslayo hacia la puerta con un florero en la mano.

– Yo se las daré -me ofrecí.

Sonrió agradecida y me entregó las flores. Antes de que el guardia privado que estaba plantado a un lado de la puerta pudiera objetar nada, o pedirme una identificación, ya estaba en la habitación.

Había pasado la noche en el Drake. No es que estuviera tan cansada como para no poder dar un paso más, pero la idea de irme a dormir a casa bajo la mirada vigilante de la policía me ponía la piel de gallina. El hotel tenía artículos de baño para viajeros despistados como yo; cogí un cepillo de dientes, dentífrico y un peine del mostrador principal. Con las pocas neuronas que me quedaban, llamé al señor Contreras para avisarle de que no se le ocurriera llamar a Freeman, y acto seguido caí en un sueño de lo más profundo.

Al despertar a la mañana siguiente en un agradable pero desconocido dormitorio sentí un entumecimiento que me resultaba familiar aunque no precisamente agradable. A regañadientes, salté de la cama para hacer estiramientos, pero volví a acostarme. Llamé al conserje desde la cama para pedir una sesión de masaje. Ya me preocuparía por la cuenta cuando llegara el extracto de mi American Express el mes siguiente.

Desayuno en la cama. Una hora en el spa del hotel, seguida por un masaje y un tratamiento facial. Cuando volví a ponerme los vaqueros y la sudadera, cualquiera habría dicho que vivía en Gold Coast. Pero lo mejor de todo era que podía mover los brazos sin sentir que alguien me clavaba un puñal en la espalda.

Antes de salir del hotel pasé por la floristería y compré un bonito ramo de flores, al que añadí un perrito de orejas caídas. Adorable. Otros sesenta y cinco dólares a sumar a una cuenta tan larga que me la guardé en el bolsillo sin mirar el total.

El Drake se encontraba a pocas manzanas del hospital Northwestern, donde habían ingresado a Catherine Bayard. Caminé en dirección sur hasta el hospital, por la orilla del lago, con el viento agitando el papel que cubría las flores. Los gorriones se lanzaban contra el rompeolas agua con una osadía increíble, avanzando y retrocediendo. En el horizonte se arracimaban las nubes. El aire cortaba. Me sentía feliz de estar viva y caminando.

En el hospital me encontré con que la familia Bayard custodiaba la privacidad de Catherine; en información se negaron a decirme en qué habitación se encontraba. No discutí, me limité a asentir y entregué las flores. El empleado las puso en un estante junto con otros regalos por el estilo.

Me metí en un cuartito con cortina que había junto a la entrada principal hasta que una voluntaria apareció y cargó todas las flores en un carrito. Después de eso no había más que seguir al perro de orejas caídas en sus subidas y bajadas de ascensores y por los pasillos mientras la voluntaria hacía sus entregas. La de Catherine resultó ser la última de un largo pasillo de habitaciones privadas. Casi todas por las que pasamos tenían las puertas completamente cerradas, pero pude vislumbrar en algunas las cortinas de gasa y los colchones, que hacían que las habitaciones se parecieran más a las del hotel que acababa de dejar que a las de un hospital.

La habitación en la que entré era adorable, con sillones tapizados con el mismo brocado de hojas doradas que las cortinas. Las visitas podían comer o leer sobre la reluciente mesita de centro. La paciente, con el hombro vendado y un gota a gota en el brazo, era en realidad la nota discordante. Otro tanto pasaba con el hombre que le gritaba; en semejante entorno, se esperaba que las visitas se comportaran con educación.

– Ese chico árabe trabajaba en tu colegio. No esperarás que me crea que fue una coincidencia que se escondiera en… -Interrumpió su frase en cuanto Catherine, que miraba adormilada hacia la puerta, me reconoció y emitió una exclamación involuntaria.

El que vociferaba también se dio la vuelta para mirar. Era un hombre delgado y bronceado más o menos de mi edad, con un jersey de cuello alto y vaqueros, y con una mata de pelo oscuro y tupido. Me ordenó que pusiera las flores por ahí y que me marchara, pero me quedé clavada en el suelo, con el agua que caía encima del perrito mojándome la mano.

– Pero ¿quién es usted? -le pregunté.

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