Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– ¿Que quién soy yo? -gritó exasperado-. ¿Quién demonios es usted, irrumpiendo de esta manera?

Se acercó a mí y me agarró del brazo en un esfuerzo por echarme de allí. Yo me apoyé en él, haciéndole trastabillar.

– Nos conocimos en el apartamento de Olin Taverner el jueves por la noche -dije-. Ahora dígame quién es usted, y qué hace en esta habitación.

Me soltó tan rápido que se derramó el resto del agua del florero.

– Yo no… quién… -tartamudeó.

– Puede que usted no me viera la cara, pero yo sí vi la suya -dije en un malicioso susurro-. Mi siguiente llamada será a la policía. Sus huellas deben de estar por todo el escritorio que usted forzó. ¿Qué había en él?

– Papá… -intervino Catherine Bayard desde la cama con un hilo de voz-. Es mi padre.

Ambos nos volvimos hacia la chica, sintiéndonos culpables por habernos olvidado de ella. Tendría que haberme imaginado que era el padre de Catherine por la diatriba que había oído al llegar, pero estaba demasiado perpleja al reconocer al ratero del jueves como para pensar con claridad.

Me acerqué a su lado.

– ¿Qué tal te encuentras?

– Fatal. Como si me hubiera caído del caballo y éste me hubiera pasado por encima.

Sonreí.

– Ésa es una imagen de chica rica; cuando yo estoy herida, me siento como si me hubiera atropellado el camión de la basura. Lamento que hayas estado en medio de esos cowboys de segunda la noche del viernes. Yo estaba en Larchmont Hall cuando te dispararon. -A pesar de la morfina, sus ojos pasaron de mirar a su padre a mirarme a mí. Le ofrecí una sonrisa tranquilizadora-. La policía se precipitó; pensé que le habían dado a un mapache o a un ciervo cuando fueron a investigar, y yo me tenía que ir pitando a Chicago. Espero que no estuvieras tirada en el césped demasiado tiempo hasta que llegó la ambulancia.

Su padre estalló.

– ¿Estaba usted en Larchmont? ¿Con el terrorista árabe? Usted es responsable de…

– No, señor Bayard. No soy responsable de que le disparasen a su hija, y yo no vi a ningún terrorista el viernes por la noche. Estaba en New Solway el viernes por la misma razón por la que me encontraba allí el jueves.

– ¿Y cuál era?

– La investigación de un homicidio. -Dejé morir las palabras.

– ¿Homicidio? -Edwards Bayard me miró incrédulo-. ¿Es usted de la policía?

– Soy detective. Tal vez no se haya enterado de la muerte de un periodista en los jardines de Larchmont la semana pasada.

– Ah, eso. Cuando lo supe, naturalmente que me preocupé por la seguridad de mi hija en New Solway, pero Rick Salvi dice que cree que lo hizo ese chico árabe. No puede haber ido muy lejos, salvo que la mujer que estaba en la casa cuando la rodearon, usted, ¿no?, le haya ayudado a escapar.

Los ojos de Catherine se agrandaron en su cara pálida; le cogí la mano y le di un ligero apretón.

– El comisario y los federales, e incluso la policía de Chicago, creen que pueden envolver la muerte de Marcus Whitby en un bonito paquete y escribir el nombre de Benjamín Sadawi en la tarjeta de regalo. Pero están pasando por alto muchas pruebas, pruebas que dejan muy claro que Sadawi no tuvo nada que ver con la muerte de Whitby.

– ¿Pruebas? ¿Qué clase de pruebas?

Solté la mano de Catherine para acercarme a Edwards Bayard. Le hablé con mi tono carcelario pero en voz baja, para que Catherine no lo oyera.

– La policía está empezando a creer que Taverner fue asesinado, en contra de la opinión generalizada de que murió mientras dormía. Que usted apareciera en su casa como lo hizo, forzando la entrada por el patio, escondiéndose detrás de las cortinas… Bueno, eso me lleva a preguntarme dónde estaba usted el lunes por la noche. Y, en realidad, también la noche del sábado, cuando murió Marcus Whitby.

– ¿Cómo se atreve? -Echaba chispas por los ojos, pero también mantenía la voz baja, asegurándose de que su hija no siguiera nuestra conversación.

– ¿Que cómo me atrevo? Usted me derribó cuando huyó precipitadamente de la casa del muerto. Y su bonita institución de derechas es beneficiarla de la propiedad de Taverner. Deme una razón por la que no deba denunciarlo, no al viejo amigo de la familia, Rick Salvi, sino a la policía de Chicago, que no sentirá tanto respeto por usted.

– ¡Salga de aquí de inmediato! -rugió Bayard-. No voy a permitir que me trate de esa forma delante de mi hija.

– ¡Papá, por favor! -exclamó Catherine desde la cama-. No grites, no puedo soportarlo. Y déjame hablar con ella. Quiero hablar con ella.

– No, sin que yo esté presente no lo harás. No lo comprendes, Trina, pero ahora estás metida en un buen lío.

– Trina tiene muchos dolores, y el comisario Salvi tiene muchos problemas. No te pongas histérico, Eds -dijo Renee Bayard, irrumpiendo en la habitación.

Me apartó del lado de su nieta con una mirada fulminante y le tomó el pulso a la enferma. Aunque Renee iba vestida de manera informal, con pantalones de pana y un jersey, seguía llevando el brazalete de piezas de marfil, que entrechocaban mientras palpaba la muñeca de Catherine. No pude dejar de preguntarme cuánto tiempo habría estado agazapada detrás de la puerta, esperando el momento perfecto para hacer su aparición en escena.

– No es histeria preocuparse de que mi hija se vea involucrada con un terrorista fugitivo; sobre todo cuando uno está a diez mil kilómetros de distancia. ¿En qué rayos estabas pensando para dejar que uno paseara por Larchmont como lo ha hecho, en plena noche? Accedí a dejarla bajo tu cuidado cuando acepté el cargo en Washington, pero si esto va a seguir así, en cuanto esté en condiciones de viajar se mudará donde puedan vigilarla adecuadamente.

– No iré. -Catherine intentó hablar con su habitual fogosidad, pero las palabras le salieron lentamente-. Me quedo con el abuelo y la abuela. No escucharé esa mierda de derechas después de…

– ¿Lo ves? -le dijo Edwards Bayard a su madre-. Vive contigo y pierde todo respeto por mi trabajo.

– Eds, está muy débil, no puede pensar claramente. Dejémosla descansar y resolveremos la situación cuando esté recuperada. Y usted -se volvió hacia mí- no sé qué hace aquí, pero ya es hora de que se vaya.

– Quiero que se quede -susurró Catherine-. Hablar a solas. Por favor, abuela. -A Catherine le corrían las lágrimas por las pálidas mejillas.

Renee me lanzó una mirada que parecía preguntarme qué veía su nieta en mí, pero se movió con su acostumbrada determinación.

– Tienes diez minutos. Eds, tú y yo iremos a por una taza de café. Y averigua por qué el guardia dejó entrar a esta mujer en la habitación.

Una vez que ambos se marcharon me aseguré de que la puerta estuviese cerrada, luego arrastré una silla a la altura de la cabeza de Catherine, inclinándome hacia ella para poder hablar en voz baja y evitar que nos oyeran.

– Benjamin se encuentra a salvo, pero no voy a decirte dónde está. Has sido muy valiente al protegerlo, pero la policía llegará aquí en masa. Eres la nieta de Calvin y Renee Bayard; la policía no te tratará mal, pero sí te interrogarán. Y mucho. Cuanto menos sepas, mejor será para ti y para Benjamin.

– Yo lo salvé. Tengo… tengo derecho…

– No se trata de derechos; se trata de mantener a Benjamin a salvo hasta que descubramos si tiene o no alguna relación con terroristas.

La línea de su boca mostraba su terquedad de muía.

– Benji no es un terrorista. Lo conozco. Está asustado. Está solo. Me necesita.

Moví la cabeza.

– No puedes llevarlo a Larchmont otra vez. Y aunque tuvieras otro lugar donde ocultarlo, estás herida. No puedes ocuparte de él. Y además el FBI lo está buscando. Como puede que me estén vigilando, ni siquiera intento ir a verlo. En cuanto te levantes de esta cama, ellos te interrogarán. Él está a salvo donde está.

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