Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Si se refiere a su homosexualidad, a mí nunca me lo ocultó, y no afectó en nada al respeto que sentía por él -dijo seriamente.

– Ahora no importa tanto como en los cincuenta -dije-. Pero ¿qué otro secreto importante tuvo que ocultar Taverner de sí mismo para guardar uno de su padre durante cuatro décadas?

– Usted se equivoca por completo respecto a Taverner porque cree en todo lo que publican los medios liberales.

– Esa frase sobre los medios liberales es la misma clase de basura que «las mentiras de la prensa capitalista» en la que insistían tanto los antiguos simpatizantes del comunismo -repliqué, indignada-. Las dos son unos lemas estupendos para que no pienses en lo que no quieres saber. Pero pongámoslo en sus propios términos: Taverner juró por su vida, su fortuna y su sagrado honor no decirle a la gente que su padre había estado robando a Augustus Llewellyn. Ahora dígame una cosa: ¿cómo sabía usted que Taverner tenía ese archivo secreto en su escritorio?

Hizo una mueca.

– Era un escritorio que había pertenecido a un miembro de uno de los primeros tribunales supremos de justicia, William Johnson, y era la posesión más preciada de Olin. Lo tenía en su casa en Washington, no en su oficina, y se lo trajo consigo a Chicago cuando se mudó. En dos ocasiones en que fui a verlo, charlando sobre mis padres, dio unos golpecitos en el mueble y exclamó: «Todo está aquí dentro, muchacho, y cuando yo no esté podrás conocer la triste historia por completo».

– Entonces cuando se enteró de que había muerto, quiso saber la triste historia antes que los abogados -sugerí-, por si acaso Julius Arnoff pensaba que los papeles debía quedárselos su madre o ser eliminados, en lugar de añadirlos a lo que dejó a los herederos.

– Sería muy propio de Julius -dijo, con amargura-. Maldito abogado entrometido, siempre correteando como un perro faldero detrás de los Bayard, meneando la cola cada vez que el amo le tira una galleta.

– Y cuando llegó allí, y se tomó todo el trabajo de abrir la puerta del patio, ¿qué pensó al ver que los papeles no estaban?

– Pensé que el mexicano que lo cuidaba los habría robado para ver cuánto podía obtener por ellos.

Pensé en Domingo Rivas, callado y digno, cuidando al «señor», y sentí otro arrebato de ira.

– Entonces, ¿ha hablado con el señor Rivas?

– Le dije que le pagaría mil dólares por cualquier cosa que hubiera cogido del escritorio de Olin, pero aseguró no saber nada de esos papeles.

– Tiene su propio código de honor, y dudo que eso incluya robar a sus pacientes. Piense que si él hubiese querido coger los papeles de Taverner, sabía dónde buscar la llave; y no habría tenido que destrozar cerraduras, como hizo usted.

Bayard se sonrojó.

– ¿Qué otra persona podría tenerlos si no, salvo el periodista negro? Pero estoy seguro de que él no los tuvo.

– Oh, ¿podría ser un periodista negro o un enfermero mexicano, pero no un blanco rico? -Para entonces ya estaba totalmente enervada-. Ésa es la cuestión, ¿verdad? Si usted no los tiene, y Marcus Whitby no los tenía, ¿dónde están los documentos secretos de Olin Taverner?

40

VIDAS CRUZADAS

– Tuvo que llevárselos el periodista -insistió Edwards -. No porque fuera negro, sino porque era periodista. El hecho de que no sea partidario de la discriminación positiva no significa que sea racista; de hecho, es lo contrario.

– Sí, he leído todos esos manifiestos -lo interrumpí-. Entiendo lo insultante que puede ser para los afroamericanos que los blancos renuncien a cualquiera de sus privilegios. Marcus Whitby no se llevó los papeles de Taverner. Cuando Whitby se fue, Taverner volvió a colocar los documentos bajo llave: el señor Rivas vio cómo lo hacía.

– Pudo haber regresado a por ellos más tarde. Olin me llamó el viernes. Quería que supiera que iba a hacer pública la historia, mientras todavía estaba con vida. Le pedí… le rogué por teléfono que me dijera qué había en esos papeles, pero no quiso hacerlo; no por teléfono. Estaba obsesionado con la posibilidad de que los medios liberales le intervinieran la línea y grabaran sus conversaciones. Así que le dije que iría a verle. Ese fin de semana iba a Camp David con el presidente, pero cogería un avión el martes a primera hora. El martes Olin había muerto.

– A Camp David con el presidente… Un ambiente elitista, aderezado con el allanamiento de morada. Ahora que me doy cuenta, todo eso tiene un precedente, ¿no? ¿Acaso los ladrones del Watergate no se dieron una vuelta por Camp David ese fin de semana? Quizá usted volvió el lunes por la mañana, y esa misma noche cogió un avión a Chicago.

Me miró con indignación.

– ¿Por qué dice eso?

– Taverner tuvo una visita inesperada el lunes por la noche. Supongo que no sería usted, tratando de disuadirlo de hacer públicos sus secretos, o dejándolo fuera de combate prematuramente para poder llevarse sus…

Se puso de pie.

– ¡No aguanto más sus insinuaciones! El lunes no vine a Chicago, y que estuve aquí el jueves es su palabra contra la mía.

– Y la del FBI -dije en voz baja-. Creo que sus compañeros del Departamento de Justicia están escuchando mis conversaciones. O por lo menos enviaron a unos agentes que supieron desconectar mi sistema de alarma y abrir mis cerraduras. No sé si instalaron micrófonos ocultos, pero es muy posible… Debería preguntarles si han grabado nuestra conversación.

Se puso blanco, luego rojo.

– ¿Ha grabado esta conversación sin avisarme?

– No, Bayard. Escuche atentamente lo que le digo. Le estoy informando de que el fiscal del distrito, cuyos métodos tanto aplaude usted, puede que esté grabando mis conversaciones. La razón es que creen que conozco el paradero de Benjamin Sadawi. O porque Marcus Whitby sabía lo que había en los archivos de Olin Taverner y esperan que yo lo averigüe. O porque están interesadísimos en saber lo que piensa y dice un ciudadano de a pie. Usted elige.

Bayard paseó la mirada por la habitación, nervioso, sopesando dónde podrían haber colocado un micrófono. Al igual que yo, parecía encontrar infinitas posibilidades.

– ¡Y usted es una de las personas que mi madre ha dejado entrar en la vida de mi hija! Por Dios… Catherine se viene conmigo a Washington.

– Eso podría ser una conversación interesante -dije con sequedad-. Y ya que estamos, ¿por qué dejó a Catherine con su abuela?

– Era más fácil -musitó-. Cuando mi mujer murió, le pedí a mi madre que se hiciera cargo de Catherine. Pensé… supuse que Catherine crecería viendo la hipocresía política de sus abuelos, tal como me había ocurrido a mí, pero también se beneficiaría de vivir en New Solway en un entorno estable. Pero debería haber imaginado que más fácil nunca quiere decir mejor. A partir de ahora haré las cosas escogiendo el camino más difícil. -Se levantó con tal brusquedad que la silla cayó hacia atrás y se estrelló contra la mesa de centro-. Y el primer cambio que haré será prohibirle a mi hija que hable con usted. No permitiré que la siga mezclando con terroristas.

– Yo no la he mezclado con terroristas. La conocí de la misma forma en que lo conocí a usted: cuando entraba ilegalmente en una casa. Si tuviera una hija, no la dejaría ir con usted; no me gustaría que pensara que se puede ir contra la ley sólo porque uno es rico y poderoso. -Me lanzó una mirada fulminante, con esa cara cuadrada tan parecida a la de Renee -. Probablemente querrá volver al hospital -dije, poniéndome de pie-. No le contaré a Catherine la conversación que hemos mantenido. No voy a jurarlo por mi honor, porque ambos sabemos que un liberal no tiene, pero me importa la imagen que una chica tiene de sus padres. Por alguna razón, su hija parece quererlo.

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