Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Es verdad, señora. -Lisa irrumpió en la sala desde su lugar favorito de espionaje-. Recuerdo muy bien por lo que tuvo que pasar la señora Drummond cuando falleció el señor MacKenzie, el trabajo para mantener…

– Basta ya, Lisa. La señorita Victoria está intentando averiguar quién mató al escritor negro del estanque. No pretende inmiscuirse en mis asuntos y no tenemos nada que ocultarle.

La última frase fue pronunciada como una advertencia, como una manera de decir «nuestra mano es mucho más rápida que el ojo de ella, así que podemos hablar de cualquier cosa salvo del elefante que hay en el comedor y que no puede ver». Lisa murmuró algo así como una disculpa. Retrocedió hasta el extremo de la alfombra, pero no salió de la habitación.

– Nadie esperaba que yo pudiese llorar a MacKenzie cuando murió, pero su muerte marcó el fin de muchas cosas para mí -añadió Geraldine-. Para mi madre no fue más que otro inconveniente que le causaba: curioso, si tenemos en cuenta que mi matrimonio con él fue idea suya. De ella y del padre de MacKenzie. El señor Blair Graham era uno de los asociados de mi padre, y todos pensaron que esa boda nos aportaría estabilidad tanto a MacKenzie como a mí, disuadiéndolo a él de las tentaciones de Nueva York y a mí de las de Chicago cuando comenzamos a criar a nuestros hijos. Después de todo, se supone que los hijos son la mayor bendición para una mujer. Es también extraño que mi madre se pasara la vida repitiéndolo, cuando yo para ella no fui nunca una alegría. Salvo, tal vez, cuando le permitía que doblegara mi voluntad.

– ¿Su madre tampoco creía que Darraugh pudiera lamentar la muerte de su padre? -Como siempre que hablaba con Geraldine, tenía que concentrarme en no perder el hilo de la conversación, o para recordar cuál era-. ¿Es por eso por lo que Darraugh huyó del colegio cuando su marido murió?

Las manos de Geraldine comenzaron a jugar con la rígida tela de su falda.

– Mi madre todavía vivía cuando nació el hijo de Darraugh, mi nieto. Pensaba que bautizarlo con el nombre de MacKenzie era un insulto personal, más que un tributo a un familiar querido. Ella opinaba que Darraugh debía ponerle Matthew, como mi padre. O incluso como el padre de ella, Virgil Fabian Taverner, a quien bautizaron siguiendo la moda de los nombres latinos. Ninguno de los encantos del muchacho, y mi nieto siempre los ha tenido, pudo persuadir a mi madre de no castigar a Darraugh a través de su hijo.

– Conozco al joven MacKenzie; es un chico muy agradable. ¿Cuál fue la organización benéfica que su madre desaprobó?

Al principio no entendía a qué me refería. Cuando le recordé lo del cheque volvió a ponerse tensa, pero dijo:

– Es extraño que no pueda recordarlo. En su momento fue de una importancia acuciante, por mi actitud y la intrusión de mi madre. Y a pesar de todo, mi recuerdo se ha desvanecido por completo.

– ¿No sería el Comité para el Pensamiento y la Justicia Social? Renee Bayard dijo que era una de las organizaciones que su primo Olin quería denunciar como frente comunista.

Volvió a sacudir la cabeza.

– Jovencita, usted debe de tener ahora los años que yo tenía entonces. Todo parece claro y fresco a sus ojos, pero si vive hasta mi edad, comprenderá que el pasado se convierte en un territorio tan amplio que muchos recuerdos, aun los más preciosos, quedan ocultos bajo hojas secas. Ahora debe excusarme. La conversación me fatiga como no lo hacía antes.

Me levanté para marcharme; Lisa sonrió triunfante.

– Muchas gracias por su tiempo. ¿Cómo llegó el señor Bayard a prestarle dinero a Llewellyn para que montara su propia editorial? -pregunté.

– Jamás me involucré en los negocios de los empresarios de New Solway. Cuando era joven se suponía que las mujeres estábamos de adorno, y no para pensar en asuntos financieros.

Me zafé de la garra de Lisa cuando quiso conducirme hacia la puerta.

– ¿El señor Llewellyn colaboró en las mismas obras de caridad que usted?

Movió la cabeza.

– No sabría decirle, jovencita. Es posible. Pero fue hace mucho tiempo, en otro país.

La señora Graham a menudo salpicaba su discurso con citas que yo no siempre reconocía. Ésta sí. Christopher Marlowe. Mientras me calzaba las zapatillas en el vestíbulo del edificio, recordé incluso la parte que faltaba: «Además, la muchacha ha muerto».

No creía que Geraldine hubiera olvidado nada: ni el nombre de la entidad benéfica, ni por qué su madre la cuestionó tan severamente, ni por qué Calvin Bayard llegó a ayudar económicamente a Llewellyn. Pero cualquiera que fuese la razón, Geraldine pensaba que la persona que ella había sido en aquellos días había muerto. Su madre había triunfado: su retrato colgaba sobre la cabeza de Geraldine día tras día para recordárselo.

¿Cómo había vivido aquellos tiempos cuando la señora Drummond dirigía Larchmont? Tal vez se volcó en la maternidad, el teatro amateur o la política local. La boda había sido planificada para que tanto ella como MacKenzie Graham sentaran la cabeza. Todavía recuerdo los artículos que describían el regreso de Geraldine de Europa a comienzos de los años cincuenta, con su «interesante delgadez». ¿Se había acostado con otros? ¿Se había quedado embarazada y se había marchado a Suiza a abortar? ¿Y MacKenzie? ¿En qué consistirían sus «pecados» de Nueva York?

Aun con trece habitaciones para recorrer, ¿cómo consiguió Geraldine soportar todos esos años a su madre y a un marido con el que no tenía nada en común? ¿Qué había lamentado cuando dijo que había llorado la muerte de MacKenzie?

42

¿EL SILENCIO ES…?

Lotty no pudo proporcionarme el consuelo que tanto esperaba. Mientras disfrutábamos de una sopa de lentejas, le conté los detalles de mis últimos días, intentando establecer las complicadas relaciones de New Solway. Al terminar, preguntó:

– ¿Dónde encaja el chico egipcio?

– No encaja. Salvo que creo que puede contarme cómo fue a parar Whitby al estanque.

Le hice una descripción del ático de Larchmont y de mi imagen de él subido a la silla, esperando a Catherine. Lotty se puso las gafas de leer en el pelo.

– Entonces sí sabes dónde está, Victoria. -Me sonrojé, pero asentí-. ¿Y por eso ocultas su paradero? ¿Porque crees que él te dará esa información? Si es un terrorista, deberías entregarlo a las autoridades.

– Si supiera que es un terrorista, lo entregaría sin pensármelo dos veces.

– Y naturalmente sabes distinguir si lo es o no.

Me levanté del sofá y caminé hacia la ventana, donde pude ver el lago titilando con las luces de los coches que pasaban.

– Es el problema de estos tiempos, Lotty. No sabemos en quién podemos confiar. Pero un fiscal del distrito que cree que los gatos negros son señales del diablo no me inspira más confianza que la que me merece mi propio juicio.

– En ese caso tu juicio no está apoyado por la experiencia ni el conocimiento. Nunca has trabajado con terroristas árabes, de modo que no sabes qué o cómo buscar lo que puede ser o no ser. Por cierto, no hablas árabe, así que ni siquiera puedes hablar con él.

Me volví hacia ella.

– Lotty, ¿crees que todos los árabes de este país deberían ser encarcelados?

– Por supuesto que no. Sabes que detesto los estereotipos. Pero el periódico de esta mañana ha publicado una noticia sobre la mezquita a la que acuden estos muchachos. El discurso antisemita está a la orden del día. -Suspiró y se miró las manos-. Y parece estar a la orden del día en Londres y también en París. Nada ha cambiado desde mi infancia. En toda Europa y Oriente Próximo, en lugar de culpar a los terroristas por nuestros conflictos, culpan a los judíos. Hasta algunos poetas de Nueva Jersey siguen con esa vieja letanía. Así que me gustaría asegurarme de que este chico árabe en particular no quiere verme muerta antes de que yo te felicite por ocultarlo.

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