Armand
Eso no me decía nada que ya no supiera a partir del material que Amy había encontrado en los archivos de la universidad. Saqué mi lupa para poder leer la respuesta de Kylie.
Querido Armand,
Estoy harta de todo este maldito asunto. Le escribí a Olin Taverner, y recibí una respuesta en un tono altanero intolerable, tal como uno esperaría de quien se cree la única mente biempensante del planeta. Walker Bushnell se limita a proteger América de gente como tú y yo, así que en lugar de acusar al diputado Bushnell y al resto de su oligofrénica caterva debería hablar «con los de mi propia sangre» para descubrir cómo se hizo Taverner con la fotografía, etc., etc. Si quieres tratar este asunto con Calvin o denunciarlo públicamente, no intentaré disuadirte, pero el día 18 me voy a África, donde intentaré pasarlo bien y reencontrarme conmigo misma, tal como lo hace mi madre. Que América lidie con esto, a mí ya no me importa. Ya puedo sentir sobre mi cabeza el manto de la libertad.
Su firma fluía a partir de la K, tan indescifrable como la que había visto en la Colección Harsh.
Le di mil vueltas a los documentos, como si así fueran a revelar algo más. Cuando Marcus Whitby encontró estas cartas, se las llevó a Taverner. Hasta Sherlock Holmes aceptaría algo así. O quizá no. Pero algo había llevado a Whitby hasta Taverner, y qué más podía ser aparte de las cartas: Whitby interesándose por la foto que Taverner había enviado a la Universidad de Chicago tantos años atrás.
Deseé que la libreta de Whitby hubiese sobrevivido a la inmersión, o haber sabido que debía mantenerla húmeda hasta mandarla al laboratorio. Marc había tomado notas durante su encuentro con Taverner, según dijo su asistente; el amasijo que Kathryn Chang había sellado con plástico era todo lo que quedaba de esas notas. Kathryn había logrado separar algunos fragmentos de páginas, pero apenas sobrevivían unas pocas palabras aisladas: informe, desgracia, y, cansada, ahora, el, muerto, sesenta.
Volví a mirar la carta de Kathryn Chang. No había leído el último párrafo, en el que explicaba que la Palm de Whitby también estaba dentro de la agenda. Decía que podía enviarla a la división de electrónica para ver si se podía recuperar la información, «pero seguramente será muy caro, por lo que no lo haré hasta que me autorice».
Como su factura por la restauración del papel era de ciento dieciocho dólares, temía descubrir cuál sería su idea de «muy caro». Apunté los ciento dieciocho dólares en la lista de gastos del caso Whitby. La columna de débito crecía alegremente y no tenía ni idea de cuánto iba a poder pagarme Harriet; no había autorizado gastos extra como el del laboratorio, por ejemplo. Miré mi archivo abierto para Darraugh, pero no podía pasarle a él ese gasto. Llamé a Kathryn Chang y le dije que esperara para lo de la agenda electrónica.
El material que había salvado contenía mucha información, pero sentía que necesitaba alguna clave o pista para encontrarle sentido. No había conseguido mucho de los papeles de Ballantine en la Colección Harsh, pero tal vez los de Pelletier fueran más reveladores, si es que estaban disponibles.
Llamé a Amy Blount y le describí los documentos que Kathryn Chang había descubierto.
– Pelletier estuvo más relacionado con Ballantine de lo que creía; tal vez haya más información en sus documentos. ¿Sabes si están disponibles para el público?
La idea de que Marc había encontrado documentos ocultos alteró la voz de Amy. Estaba ansiosa por ver esas cartas; localizaría de inmediato los papeles de Pelletier.
Mientras esperaba que me volviera a llamar, seguí releyendo las cartas. Taverner le había dicho a Ballantine que hablara con los de «su propia sangre». La frase, con todas sus implicaciones de raza y herencia, me molestó, pero también me hizo preguntarme qué querría decir. Podría haber sido Augustus Llewellyn, que también estaba involucrado en esta historia. Por otra parte, alguien desconocido para mí pudo haber acusado a Ballantine. Ella estaba relacionada con el Proyecto de Teatro Negro, conocía a todos los escritores negros más importantes de mediados del siglo XX; Taverner podía estar refiriéndose a Shirley Graham o Richard Wright, o a alguna otra persona. Resultaba ridículo imaginar a cualquiera de ellos denunciando a Kylie al Comité de Actividades Antiamericanas, pero tampoco podía imaginar a Augustus Llewellyn haciéndolo.
Contemplé las hojas hasta que las letras comenzaron a bailar frente a mis ojos. Finalmente las dejé a un lado para hacer un trabajo de otro cliente, un tedioso caso de seguimiento que llevaba postergando desde hacía una semana. Mientras me sumergía en las transacciones de una vieja compañía de seguros, Larry Yosano, el sabueso legal, me llamó. Había olvidado mi llamada del día anterior y tuve que repasar las notas para recordar por qué le había telefoneado.
– Larry. Esta semana tienes un horario razonable.
– Sí. Eso significa que apago los teléfonos a las diez de la noche, así que no pienses que puedes llamarme si te quedas encerrada en Larchmont Hall. La pasante que está de guardia esta semana es una chica bastante agresiva que parece más predispuesta a estar de parte de Rick Salvi que de ti, así que mira por dónde pisas.
Solté una carcajada.
– Larry, tu empresa aparece como representante legal de la editorial Llewellyn. ¿Puedes explicármelo?
Para mi alivio esta vez no me preguntó para qué quería saberlo, sino que me hizo esperar mientras buscaba unos expedientes.
– Calvin Bayard fue el avalista del préstamo de Llewellyn a comienzos de los cincuenta. Él nos puso en contacto con el señor Llewellyn y desde entonces trabajamos para él.
– ¿Hubo algún momento en que las finanzas del propio Bayard se tambalearan? Ayer estuve con Edwards Bayard y sugirió que Ediciones Bayard se encontraba en arenas movedizas durante esa época.
– Edwards está resentido por lo que el señor Arnoff te contó el viernes, que la señora Renee lo ignoró al repartir sus acciones.
– Entonces, ¿quién las heredará?
Pensó durante un minuto.
– Supongo que no hay peligro en que lo sepas: irán a parar a Catherine Bayard, en fideicomiso hasta que cumpla los veinticinco.
Hojeando un poco más me dijo que Darraugh era el albacea, junto con la firma de Lebold & Arnoff. Y que los Drummond, los Taverner y Blair, el padre de MacKenzie Graham, estaban entre los accionistas originales de Bayard. La familia Bayard tenía un treinta y uno por ciento; los Drummond, Taverner y Graham un treinta y cinco en total, mientras que el resto se dividía entre unos veintitantos accionistas menores.
– Entonces Geraldine Graham tiene ahora una parte importante de las acciones. Las heredó de su madre, de su padre y de su marido, ¿verdad?
Yosano volvió a vacilar, pero finalmente dijo:
– De hecho sólo tiene el cinco por ciento de su marido. Laura Drummond estaba enfadada tanto con la señora Geraldine Graham como con Darraugh Graham cuando hizo su testamento; dejó sus acciones a la hija de la señora Graham, la señora Van der Cleef, que vive en Nueva York.
– ¡Laura Drummond era una mujer de lo más desagradable! Entonces fue una necesidad económica lo que obligó a la señora Graham a vender Larchmont.
– No, no, para nada, ella tenía una enorme fortuna, en parte por las propiedades de su marido, pero su padre también le cedió sumas sustanciales cuando ella se casó. No, yo creo… La señora Drummond podía ser muy rencorosa, sobre todo en lo que respecta a su hija… Señorita Warshawski, le agradecería que no revelara esta información.
– Por supuesto -le prometí. Me guardaría la información a menos que tuviera que ver con la muerte de Marcus Whitby.
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