Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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Un aparcamiento hacía las funciones de patio del Club para Mayores de 6o Años, una organización que se ocupaba de las necesidades sociales de la comunidad, cada vez mayor, de jubilados de Henley. Allí trabajaba Eugenie de directora, y allí la había conocido Ted después de haberse mudado a la ciudad cuando ya no podía soportar vivir en Maidstone a causa de los recuerdos de la prolongada agonía de su esposa.

– ¡Comandante Wiley, qué maravilla! También vive en Friday Street -le había dicho Eugenie mientras repasaba su solicitud de ingreso-. Usted y yo somos vecinos. Yo estoy en el número sesenta y cinco. ¿Conoce la casa rosa? ¿Doll Cottage? Pues yo hace años que vivo allí, y usted debe de…

– En la librería -le había respondido-. Al otro lado de la calle. Sí, el piso está justo encima. No tenía ni idea… Quiero decir que no la había visto por allí.

– Siempre me marcho temprano y regreso tarde. No obstante, conozco la librería. He estado ahí muchas veces. Como mínimo, cuando su madre se encargaba de ella. Antes de la apoplejía, quiero decir. Ahora ya se encuentra bien. ¡Estupendo! Cada vez está mejor, ¿no es verdad?

En un principio pensó que Eugenie se lo estaba preguntando, pero luego se dio cuenta de que en realidad sólo estaba afirmando la información que ya sabía. También se percató de que ya la había visto antes: en la residencia de ancianos Quiet Pines, a la que Ted iba tres veces a la semana para visitar a su madre. Eugenie trabajaba de voluntaria por las mañanas y los pacientes se referían a ella como a «nuestro ángel». O, por lo menos, eso era lo que le había dicho su madre un día que miraban juntos cómo Eugenie entraba en una de las diminutas habitaciones con un pañal para adultos doblado por encima de la muñeca.

– No tiene ningún familiar aquí, y la residencia no le paga ni un penique, Ted.

– Entonces, ¿por qué? -había querido saber Ted-. ¿Por qué?

«Secretos -pensaba ahora-. Secretos y aguas tranquilas.»

Se quedó mirando al perro, que se había agachado junto a él, fuera del alcance de la lluvia y dispuesto a dormir siempre que se le presentara la oportunidad. «Venga, BP. Ya no queda mucho», le había dicho mientras observaba la calle a través de los árboles pelados y se daba cuenta de que tampoco les quedaba mucho tiempo.

Desde donde él y el perro se resguardaban de la lluvia, vio cómo los miembros del Comité de Gala de Nochevieja salían del club. Mientras los miembros del Comité abrían sus paraguas y pisaban los charcos como si fueran aficionados a la cuerda floja, se iban dando las buenas noches con una alegría tal que hacía pensar que habían conseguido ponerse de acuerdo en el menú. Seguro que Eugenie estaba satisfecha. Si estaba satisfecha no cabía ninguna duda de que se sentiría efusiva y de que estaría dispuesta a hablar con él.

Ted cruzó la calle, impaciente por encontrarse con ella, con el perro perdiguero tras él. Llegó a la pequeña pared que separaba la acera del aparcamiento en el preciso instante en que el último de los miembros se alejaba en su coche. Las luces del club se apagaron y la puerta de entrada quedó bañada en sombras. Un momento después, Eugenie en persona se adentró en la vaporosa penumbra que había entre el edificio y el aparcamiento, intentando abrir un paraguas negro. Ted abrió la boca para pronunciar su nombre, para vocear una cordial salutación y para ofrecerse personalmente a escoltarla hasta casa. «No son horas para que una mujer encantadora vaya sola por la calle, querida. ¿Le gustaría cogerse del brazo de un ferviente admirador? Me temo que con perro incluido. BP y yo hemos salido para hacer el último reconocimiento de la ciudad.»

Podría haber dicho todo esto, y de hecho estaba cogiendo aire para hacerlo cuando de repente lo oyó. Una voz de hombre llamó a Eugenie, y ésta se volvió hacia la izquierda. Ted miró en la lejanía y vio a una figura que salía de un turismo de color oscuro. A pesar de estar iluminado por una de las farolas que estaban esparcidas por el aparcamiento, se hallaba prácticamente en la oscuridad. No obstante, la forma de la cabeza y esa nariz de gaviota fueron suficiente para indicarle que el visitante de la una de la mañana había regresado a la ciudad.

El extraño se acercó a Eugenie. Ella no se movió. En el cambio de luz, Ted pudo ver que se trataba de un hombre mayor -quizá debía de tener la misma edad que él-, con el pelo totalmente cano, peinado hacia atrás y cayéndole hasta el cuello doblado de un Burberry.

Empezaron a hablar. Él le cogió el paraguas, lo sostuvo por encima de ellos y le habló con urgencia. Debía de ser unos veinte centímetros más alto que Eugenie; por lo tanto, tenía que agacharse para hablarle. Ella alzó el rostro para oírle mejor. Ted hizo un esfuerzo por oír lo que decía, pero sólo consiguió oír: «Tienes que hacerlo, ¿mis rodillas, Eugenie?», y por fin, en voz alta: «Por qué no quieres darte cuenta de que…», frase que Eugenie interrumpió susurrando algo con dulzura y colocándole la mano en el brazo. «¿Y tú me dices eso?», fueron las últimas palabras del hombre que Ted consiguió oír antes de que el extraño apartara la mano de Eugenie con brusquedad, le lanzara el paraguas encima y se dirigiera ofendido hacia el coche. En ese momento, Ted exhaló una bocanada de alivio en el frío aire de la noche.

Fue una liberación momentánea. Eugenie siguió al extraño y lo detuvo en el instante en que éste abría con fuerza la puerta del vehículo. Ella continuó hablando, a pesar de que la puerta los separaba. Sin embargo, su oyente apartó el rostro y gritó: «¡No, no!». Entonces Eugenie alargó la mano e intentó acariciarle la mejilla. Parecía que quisiera acercarlo hacia ella, sin tener en cuenta la puerta que los separaba cual escudo.

En realidad, esa puerta era tan eficaz como un escudo, ya que el extraño escapó a todas las caricias que Eugenie quería prodigarle. Se sentó con rapidez, cerró la puerta de golpe y al poner el motor en marcha hizo tanto ruido que el sonido retumbó en los edificios de las tres esquinas del aparcamiento.

Eugenie se apartó. El coche dio marcha atrás. Las marchas rechinaban cual animal que está siendo descuartizado. Los neumáticos giraban con dificultad sobre el suelo mojado. El caucho entró en contacto con el asfalto y emitió un sonido parecido al desespero.

Otro rugido y el coche se dirigía a toda velocidad hacia la salida. Apenas a seis metros de distancia de donde Ted los observaba al abrigo de un árbol resinoso, el Audi -ya que ahora se encontraba lo bastante cerca para que Ted pudiera distinguir los círculos cuádruples del capó-se desvió con brusquedad hacia la calle, parándose tan sólo un breve momento para ver si había coches en la carretera. Antes de que el Audi girara a la izquierda con rumbo a Duke Street y de que luego virara hacia la derecha con dirección a Reading Road, Ted sólo tuvo tiempo de vislumbrar un rostro retorcido por la emoción. Ted lo siguió con la mirada, intentando descubrir el número de matrícula e intentando determinar si había escogido un mal momento para encontrarse con Eugenie.

Sin embargo, no le quedaba mucho tiempo para decidir si regresaba a casa o hacía ver que acababa de llegar. Eugenie se encontraría con él dentro de treinta segundos o menos.

Observó el perro, que había aprovechado la oportunidad para tumbarse bajo el árbol resinoso, donde yacía hecho un ovillo, con la manifiesta y martirizada resolución de dormir bajo la lluvia. Ted se cuestionó hasta qué punto podría intentar convencer a BP para que empezara a moverse y poder salir de allí antes de que Eugenie llegara al extremo del aparcamiento. La verdad es que no lo veía muy probable. Por lo tanto, le haría creer a Eugenie que él y el perro acababan de llegar.

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