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Elizabeth George: Memoria Traidora

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Elizabeth George Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla. El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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Así pues, a las nueve en punto de una noche lluviosa de noviembre, Ted Wiley le puso el collar a su viejo perro perdiguero y decidió que le iría bien un paseo. Le dijo al perro -cuya artritis y aversión a la lluvia hacía que no fuera el más colaborador de los paseantes-que llegarían hasta el final de Friday Street, que avanzarían unos metros más allá por Albert Road, y que si por casualidad se encontraban a Eugenie saliendo del Club para Mayores de 6o Años -donde el Comité de Gala de la Fiesta de Nochevieja aún estaba reunido para decidir el menú de los festejos venideros- sería simplemente eso: una coincidencia y una oportunidad casual para hablar un rato. Era obvio que todos los perros necesitaban dar un paseo antes de ir a dormir. Nadie podía discutírselo ni acusarle de nada.

El perro -bautizado ridículamente, aunque con cariño, con el nombre de Bebé Precioso por la difunta esposa de Ted, y llamado BP por éste-se detuvo ante la puerta y parpadeó mientras contemplaba la calle; la lluvia de otoño caía a ráfagas continuas que presagiaban una tormenta larga y fría. Empezó a ponerse en posición de cuclillas, y habría conseguido sentarse en esa posición si Ted no le hubiera arrastrado hasta la acera con la desesperación de un hombre que no piensa permitir que le frustren los planes.

«Vamos, BP», le ordenó, a medida que tiraba de la correa para que el collar le tensara el cuello. El perro reconoció tanto el tono como el gesto. Con un suspiro bronquítico que llenó el húmedo aire de la noche con una ráfaga de aliento perruno, el perro avanzó, desconsolado y con dificultad, hacia la lluvia.

El tiempo era horroroso, pero él no podía hacer nada por cambiarlo. Además, el viejo perro necesitaba un paseo. Se había vuelto muy perezoso en los cinco años que habían pasado desde la muerte de su dueña, y Ted no había hecho mucho para que se mantuviera en forma. Bien, eso estaba a punto de cambiar. Le había prometido a Connie que cuidaría del perro, y así lo haría, con un nuevo régimen que empezaría esa misma noche. «Se ha acabado eso de ir husmeando en el jardín trasero antes de ir a dormir, amigo mío -le dijo en silencio a BP-. A partir de ahora, paseos y nada más.»

Comprobó dos veces que la puerta de la librería estuviera bien cerrada, y se ajustó el cuello de su vieja chaqueta impermeabilizada para protegerse de la humedad y del frío. Tan pronto como salió por la puerta y la primera salpicadura de agua le mojó el cuello, cayó en la cuenta de que debería de haber cogido un paraguas. Una gorra de visera no le protegía lo suficiente, por muy bien que le quedara. «Pero ¿por qué demonios se preocupaba de lo que le quedaba bien?», pensó. ¡Por todos los santos! Si un día de esos alguien consiguiera penetrar en su mente, lo único que encontraría sería telas de araña y madera podrida a la deriva.

Ted carraspeó, escupió en el suelo y empezó a darse ánimos a sí mismo a medida que él y el perro avanzaban con dificultad por delante del edificio de Infantería de Marina, en cuyo tejado una alcantarilla rota despedía agua de lluvia formando un penacho plateado. Era un buen partido, se dijo a sí mismo. Comandante Ted Wiley, retirado del ejército y viudo después de cuarenta y dos años de feliz matrimonio; era un buen partido para cualquier mujer. En Henley-on-Thames, ¿no eran tan escasos los buenos hombres como los diamantes en bruto? Así era. ¿Y no eran aún más escasos los hombres que no tuvieran repugnantes pelos en la nariz, cejas excesivamente pobladas y abundante pelo en las orejas? Sí, y otra vez sí. ¿No era verdad que los hombres limpios, en plenas facultades mentales, con una salud excelente, diestros en la cocina, y dispuestos a amar a sus mujeres eran tan poco frecuentes en la ciudad que cada vez que se dignaban a hacer acto de presencia en una reunión social eran víctimas de algo parecido a una locura colectiva?

¡Y tanto que lo eran! Además, él era uno de ellos. Todo el mundo lo sabía.

Eugenie incluida, se recordó a sí mismo.

¿No le había dicho en más de una ocasión: «Eres un buen hombre, Ted Wiley»? Sí, lo había hecho.

¿No había pasado los tres últimos años aceptando con gusto su compañía y disfrutando de ella? Sí, lo había hecho.

¿No había sonreído, no se había sonrojado y había apartado la mirada el día que fueron a visitar a su madre a la residencia de ancianos Quiet Pines cuando oyó que ésta declaraba con su característico tono de voz irritante y arrogante: «Me gustaría veros casados antes de morir. ¿Me habéis entendido?»? Sí, sí y sí. Lo había hecho.

Entonces, ¿qué significaba una caricia en el rostro de un extraño comparado con todo esto? ¿Por qué no se lo podía borrar de la mente, como si se le hubiera convertido en algo permanente y no en lo que en realidad era: un recuerdo desagradable que ni siquiera habría tenido si no hubiera empezado a observar, a preguntar, a espiar, a querer saber, a insistir en atrancar las escotillas de su vida, como si no fuera su propia vida, sino un buque de vela que pudiera perder el cargamento si no estaba alerta?

Eugenie era la respuesta a todo eso: Eugenie, cuyo cuerpo sumamente delgado pedía protección; cuyo bonito pelo -muy canoso pero con bellos mechones grises-pedía ser liberado de los pasadores que lo sujetaban; cuyos vidriosos ojos pasaban del azul al verde y al gris y de nuevo al azul, pero siempre cautelosos; cuya modesta, pero provocativa feminidad, despertaba en Ted un interés en la ingle que le incitaba a llevar a cabo una acción que había sido incapaz de hacer desde la muerte de Connie; Eugenie era la respuesta.

Él era el hombre adecuado para Eugenie: el hombre que la protegería y que la devolvería a la vida, porque todas aquellas cosas que habían quedado por decir durante esos tres años demostraban hasta qué punto Eugenie se había estado negando a sí misma la posibilidad de relacionarse con hombres. Aun así, esa negativa se había manifestado abiertamente la primera vez que él la había invitado a tomar una copa de jerez en el Catherine Wheel.

«¿Por qué hace años que no sale con ningún hombre?», se había preguntado Ted Wiley al ver la reacción de aturdimiento que había tenido al oír su invitación.

Ahora quizá lo supiera. Tenía secretos para él, eso era. «Tengo que contarte algo importante, Ted. Pecados por confesar», le había dicho. Pecados.

Bien, no se le ocurría un momento mejor que el presente para oír lo que Eugenie tenía que contarle.

Ted esperó a que el semáforo del final de Friday Street cambiara de color, con BP temblando junto a él. Duke Street era la carretera principal en dirección a Reading o Marlow y, como tal, estaba repleta de todo tipo de vehículos que cruzaban la ciudad con estruendo. Una noche lluviosa como ésa no hacía que el tráfico disminuyera, ya que, tristemente, la sociedad cada vez confiaba más en los coches y, lo que era peor, estaba deseosa de llevar un estilo de vida que implicara trabajar en la ciudad y vivir en el campo. En consecuencia, incluso a las nueve de la noche, coches y camiones avanzaban entre los charcos de la carretera mojada, mientras sus faros formaban abanicos de colores rojizos que se reflejaban en las ventanas y en los remansos de agua estancada.

«Demasiada gente yendo a demasiados sitios», pensó Ted de mal humor. Demasiada gente que no tiene la más remota idea de por qué se toma la vida con tanta prisa.

El semáforo cambió de color; Ted cruzó la calle y recorrió la pequeña distancia que lo separaba de Grey Road con BP avanzando a trompicones junto a él. A pesar de que no habían andado ni siquiera cuatrocientos metros, el viejo perro no paraba de jadear, por lo que Ted se detuvo junto a la entrada de Antigüedades Mirabelle para que el pobre perro pudiera recobrar el aliento. Le tranquilizó diciéndole que estaban a punto de llegar y que estaba seguro de que era capaz de avanzar unos metros más hasta llegar a Albert Road.

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