Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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«Quiere hacer música, maldita sea -le grita mi abuelo a mi padre cuando hablan del tema-. El niño es un artista de verdad, Dick, y si eres incapaz de ver lo que tienes delante de tus mismísimas narices, ni tienes cerebro ni eres hijo mío. ¿Alimentarías a un purasangre con comida para cerdos? Creo que no, Richard.»

Quizá mi padre acabe cooperando por miedo, miedo a que mi abuelo sufra otro episodio si él no consiente en su plan. Además, mi abuelo se encarga bien pronto de hacerlo manifiesto: vivimos en Kensington, no muy lejos del Royal College of Music, y es allí donde podrán encontrar a un profesor de violín adecuado para su nieto Gideon.

Así es como mi abuelo se convierte en mi salvador y en el portavoz de mis sueños ocultos. Así es como Raphael Robson entra en mi vida.

22 de agosto

Tengo cuatro años y seis meses de edad, y aunque ahora sé que en aquella época Raphael debía de tener tan sólo unos treinta años, para mí es una figura distante y temible, y que disfruta de mi obediencia más absoluta desde el primer momento en que nos conocemos.

No es una figura agradable de ver. Suda copiosamente. Le veo el cráneo a través de su pelo ralo de bebé. Tiene la piel del mismo tono blanquecino que los peces de río y está llena de manchas por haber pasado demasiado tiempo al sol. Pero cuando Raphael coge el violín y empieza a tocar para mí -porque es así como nos presentamos-la apariencia que pueda tener pierde toda importancia, y me convierto en barro para que me pueda moldear. Escoge el Concierto en mi Menor de Mendelssohn, y entrega su cuerpo entero a la música.

No toca notas, sino que existe entre los sonidos. Los fuegos artificiales de alegro que produce con su instrumento me hipnotizan. En un instante se ha transformado. Ya no es el hombre sudoroso con manchas en la piel y que toma pastillas para la tos, sino Merlín, y quiero su magia para mí.

Me doy cuenta de que Raphael no enseña ningún método, y cuando habla con mi abuelo le dice: «Es tarea del violinista desarrollar su propio método». Improvisa ejercicios para mí. Él me guía y yo le sigo. «Aprovecha la ocasión -me ordena mientras deja de tocar y observa cómo lo hago-. Enriquece ese vibrato . No tengas miedo de hacer portamento, Gideon. Deslízalo. Haz que fluya. Desrízalo.»

Así es como empiezo mi verdadera vida de violinista, doctora Rose, porque todo lo que aconteció con la señorita Orr era tan sólo un preludio. Al principio recibo tres clases a la semana, luego cuatro, y después cinco. Cada clase dura tres horas. Primero voy al despacho de Raphael, ubicado en el Royal College of Music, y mi abuelo y yo cogemos el autobús en Kensington High Street. Pero el hecho de que mi abuelo tenga que esperar tantas horas a que yo acabe las clases supone un problema; además, todo el mundo teme que, tarde o temprano, mi abuelo sufra otro episodio sin que mi abuela esté presente para poder ayudarle. Así pues, a la larga, se dispone que Raphael Robson venga a casa.

El coste, evidentemente, es enorme. Uno no puede pedirle a un violinista del calibre de Raphael que dedique su tiempo de profesor a un joven alumno sin recompensarle por el viaje, por las horas que ha dejado de enseñar a otros alumnos, y por el tiempo que cada vez me dedicará más a mí. Después de todo, el hombre no puede vivir del amor que siente por la música. Y aunque Raphael no tiene que mantener a ninguna familia, sí que tiene que alimentarse y pagar el alquiler; por lo tanto, debe conseguirse el dinero de una forma u otra para que Raphael no tenga necesidad de reducir la cantidad de horas que me dedica.

Mi padre ya tiene dos trabajos. Mi abuelo recibe una pequeña pensión de un gobierno que se siente agradecido por el sacrificio de su salud mental en época de guerra, y con el objetivo de conservar esa salud mis abuelos nunca se han trasladado a barrios más baratos y difíciles en la época de posguerra. Han reducido los gastos al mínimo, han alquilado habitaciones a inquilinos, y han compartido con mi padre los gastos y el trabajo que acarrea llevar una casa de esas dimensiones. Pero no tenían previsto tener un niño prodigio en la familia -así es como mi abuelo se empeña en llamarme-ni habían calculado los gastos que supondría educar a ese niño prodigio para que pudiera desarrollar su potencial.

No se lo pongo fácil. Cada vez que Raphael sugiere que hagamos alguna otra clase, que pasemos una, dos o tres horas más con nuestros instrumentos, expreso con entusiasmo hasta qué punto necesito esas clases de más. Ven cómo prospero bajo la tutela de Raphael: cuando entra en casa, yo ya estoy a punto, con el instrumento en una mano y el arco en la otra.

Así pues, se tiene que buscar una solución para que yo pueda recibir mis clases, y mi madre es la que se encarga de hacerlo.

Capítulo 1

Fue la promesa de una caricia -reservada para él, pero dada a otro-lo que hizo que Ted Wiley saliera esa noche. Lo había visto desde la ventana y, aunque no se había propuesto espiar, lo había hecho de todos modos. La hora: pasaban unos pocos minutos de la una. El lugar: Friday Street, Henley-on-Thames, a tan sólo unos cuarenta y cinco metros del río, y delante de la casa de ella, de la que habían salido hacía un momento, teniendo que agachar la cabeza para no chocarse con un dintel que habían colocado en el edificio siglos atrás, cuando hombres y mujeres eran más bajos y sus vidas estaban mejor definidas.

A Ted Wiley le gustaba eso: que los papeles estuvieran claros. A ella no le gustaba. Si Ted aún no había comprendido hasta entonces que sería difícil calificar a Eugenie de su mujer y colocarla en la categoría adecuada de su vida, Ted, sin lugar a dudas, se percató de ello cuando les vio a los dos -a Eugenie y a ese extraño delgaducho- abrazados en la acera.

«Es un escándalo -pensó-. Eugenie quiere que lo vea. Quiere que vea cómo lo abraza, cómo tuerce la palma de la mano para describir la forma de su mejilla mientras él se aleja. ¡Que Dios la maldiga! Quiere que lo vea.»

Era evidente que aquello era un sofisma, y si el abrazo y la caricia se hubieran producido a una hora más razonable, Ted se hubiera disuadido a sí mismo del siniestro rumbo que su mente había empezado a coger. Habría pensado: «No puede significar nada si está en medio de la calle, en público, bajo los rayos de luz de la ventana de su propia sala de estar, bajo la luz de otoño y delante de Dios, de todo el mundo y, principalmente, de mí… El hecho de que toque a un extraño no debe de tener ninguna importancia porque sabe con qué facilidad puedo verla…». Pero en vez de pensar todo eso, lo que implicaba que un hombre saliera de casa de una mujer a la una de la madrugada llenó la cabeza de Ted cual gas nocivo, cuyo volumen no cesó de aumentar en los siete días siguientes en los que él -ansioso e interpretando cualquier gesto y matiz esperaba que ella le dijera: «Ted, ¿te he contado que mi hermano -o mi primo o mi padre o mi tío o el arquitecto homosexual que va a construir otra habitación en lo alto de la casa- pasó un momento a hablar conmigo la otra noche? No paró de hablar hasta altas horas de la madrugada y pensé que nunca iba a marcharse. A propósito, quizá nos vieras delante de la puerta de mi casa si estabas escondido tras las cortinas de la ventana, tal y como te ha dado por hacer últimamente». Excepto que, evidentemente, no había ningún hermano ni primo ni tío ni padre de los que Ted conociera la existencia, y si había algún arquitecto homosexual, Eugenie todavía no se lo había contado.

Lo único que le había oído decir, con nervios en el estómago, era que tenía que contarle algo importante. Cuando le había preguntado de qué se trataba y había pensado que le gustaría que se lo contara de inmediato, por mucho que le supusiera un golpe mortal, ella le había respondido: «Pronto. Aún no estoy preparada para confesarte mis pecados». Le había acariciado la mejilla con la palma de la mano. Sí, sí, de la misma forma. La misma caricia.

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