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Elizabeth George: Memoria Traidora

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Elizabeth George Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla. El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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Sabía que la estaba siguiendo. No era la primera vez que había salido del club para encontrarse con la silueta de Ted bajo los árboles de la calle, pero era la primera vez que no estaba dispuesta a hablar con él. Así pues, aunque lo podría haber hecho, no se había dirigido hacia Ted en un momento en que habría tenido que explicarle lo que acababa de presenciar en el aparcamiento. En vez de hacerlo, se encaminó hacia Market Place sin tener ni la más mínima idea de adónde se dirigía.

Cuando sus ojos se posaron en la iglesia, decidió entrar y adoptar una actitud de súplica. Durante los primeros cinco minutos que permaneció en la capilla, incluso se arrodilló en uno de los polvorientos cojines, contempló la estatua de la Virgen y esperó a que las familiares palabras de devoción acudieran a su mente. Sin embargo, no lo consiguió. Tenía la cabeza llena de demasiados obstáculos para poder rezar: viejas discusiones y acusaciones, viejas fidelidades y pecados perpetrados en su nombre, contratiempos actuales con sus respectivas implicaciones, consecuencias futuras si en ese momento cometía un error.

En el pasado, había dado suficientes pasos en falso para arruinar la vida de muchísimas personas. Hacía ya mucho tiempo que había aprendido que llevar a cabo una acción era como tirar una piedra en aguas tranquilas: los círculos concéntricos que forma la piedra pueden atenuarse, pero siguen existiendo.

Cuando Eugenie vio que era incapaz de rezar, se puso en pie. Se sentó con los pies sobre el suelo y se dedicó a examinar el rostro de la estatua. «No lo perdiste por propia elección, ¿verdad? -le preguntó a la Virgen en voz baja-. Entonces, ¿cómo puedo pedirte que me comprendas? Y aunque lo entendieras, ¿qué mediación te puedo pedir que hagas por mí? No puedes hacer que el tiempo retroceda. No puedes deshacer lo que ya está hecho, ¿verdad? No puedes devolver la vida a lo que está muerto y desaparecido, porque si pudieras, ya lo habrías hecho para ahorrarte la tortura de Su asesinato.

«Aunque nunca dicen que fue un asesinato, ¿no es verdad? Dicen que fue un sacrificio por una causa más grande. Es dar la vida por algo mucho más importante que la vida en sí. Como si algo pudiera ser…»

Eugenie apoyó los codos en los muslos y descansó la frente sobre las palmas de las manos. Si tenía que creer lo que su antigua religión le enseñó a creer, entonces la Virgen María habría sabido desde un buen principio lo que se esperaba de ella. Habría comprendido perfectamente que el niño que estaba criando le sería arrancado de este mundo cuando éste estuviera en la flor de la vida. Vilipendiado, apaleado, ultrajado y sacrificado, moriría ignominiosamente y ella estaría allí para presenciarlo. La fe sería la única seguridad que tendría de que Su muerte significaría algo mucho más trascendente de lo que implicaba que le escupieran a la cara y que lo clavaran en una cruz entre dos vulgares criminales. Porque, aunque la tradición religiosa cuenta que se le apareció un ángel para comunicarle los acontecimientos venideros, ¿quién podría en verdad hacer un esfuerzo mental tan grande para comprenderlo?

Así pues, tuvo que confiar en su fe ciega de que en alguna parte existía algo más grande. No en vida ni en vida de los nietos que nunca tendría. Pero allí. En alguna parte. Bastante real. Allí.

Evidentemente, todavía no había sucedido. Dos mil brutales años después, la humanidad aún estaba esperando que llegara el salvador. ¿Qué debía de pensar la Virgen María, observante y expectante desde su trono en las alturas? ¿Cómo empezó a valorar los beneficios en función del coste?

Durante años los periódicos habían servido para decirle a Eugenie que los beneficios -lo bueno-inclinaba la balanza en contra del precio que ella misma había pagado. Pero ahora ya no estaba tan segura. La Bondad Suprema que había creído servir amenazaba con desintegrarse ante ella, cual alfombra tejida cuyo constante deshilachamiento hace que el trabajo que supuso hacerla parezca una burla y ella era la única que podía poner fin a esa desintegración, si se decidía a hacerlo.

El problema era Ted. No se había propuesto intimar con él. Durante mucho tiempo no se había permitido a sí misma acercarse a nadie lo suficiente para poder fomentar intimidades de ninguna clase. Y que en ese momento se sintiera capaz -por no decir que se lo merecía-de establecer contacto con otro ser humano le parecía una forma de orgullo desmesurado que la destrozaría. Aun así, quería intimar con él de todas maneras, como si él fuera el analgésico frente una enfermedad que no se atrevía a designar.

Por lo tanto, se sentó en la iglesia. En parte, porque no quería enfrentarse con Ted Wiley todavía, antes de allanar el camino. En parte, porque aún no poseía las palabras para allanarlo.

«Dime lo que tengo que hacer, Dios -rogó-. Dime lo que tengo que decir.»

Pero Dios permaneció igual de silencioso que en los últimos años. Eugenie metió unas monedas en el platillo y salió de la iglesia.

En la calle, aún llovía sin parar. Abrió el paraguas y se encaminó hacia el río. Mientras se acercaba a la esquina, el viento empezó a arreciar; en el preciso instante en que se detenía para protegerse del viento, éste arremetió con una fuerza inusitada y le dejó el paraguas del revés.

– Déjame que te ayude, Eugenie.

Se dio la vuelta y vio a Ted, con el viejo perro empapado junto a él, el agua goteándole por la nariz y la barbilla. Su chaqueta impermeabilizada brillaba por la humedad, y tenía la gorra pegada a la cabeza.

– ¡Ted! -Fingió e hizo ver que estaba sorprendida-. ¡Pero si estás empapado! ¡Y el pobre BP! ¿Qué haces aquí con tu encantador perro?

Arregló el paraguas y lo sostuvo sobre ambos. Ella le cogió del brazo.

– Hemos empezado un nuevo programa de ejercicios -le contó-. Subimos hasta Market Place, bajamos hasta el jardín de la iglesia, y regresamos a casa cuatro veces al día. ¿Qué haces tú aquí? No acabarás de salir de la iglesia, ¿verdad?

«Sabes que acabo de hacerlo -quería decirle-. Lo que no sabes es el porqué.» Pero en vez de eso, le dijo dulcemente:

– Descansando un poco después de la reunión del Comité. ¿Te acuerdas del Comité de Nochevieja? Les he puesto una fecha límite para que decidan el menú. Como ya debes de saber, se han de pedir muchas cosas, y no podemos tener al abastecedor esperando hasta que ellos se pongan de acuerdo, ¿no crees?

– ¿Te diriges hacia casa?

– Sí.

– ¿Puedo…?

– Ya sabes que sí.

Qué ridículo era: estaban manteniendo una conversación trivial, cuando la cantidad de cosas importantes que tenían que decirse permanecían silenciadas.

«No confías en mí, Ted, ¿no es verdad? ¿Por qué no confías en mí? ¿Cómo podemos fomentar nuestro amor si no nos basamos en la confianza? Sé que estás preocupado porque aún no te he contado lo que te dije que te iba a contar, pero ¿por qué no te conformas por el momento con el hecho de que quiera hacerlo?»

No obstante, en ese momento no podía correr el riesgo de decirle nada. Se lo debía a vínculos más antiguos que los que sentía hacia Ted; por lo tanto, quería ordenar sus ideas antes de expresarlas.

Estuvieron hablando de cosas banales mientras se dirigían hacia el río: cómo les había ido el día, quién había entrado en la librería y cómo le iba a su madre en la residencia. Él estaba efusivo y animado. Ella se mostraba amable, aunque un poco reservada.

– ¿Cansada? -le preguntó cuando llegaron a la puerta de su casa.

– Un poco -admitió-. Ha sido un día muy largo.

Mientras le daba el paraguas, le dijo:

– Entonces no te entretendré más. -Pero su colorado rostro tenía tal gesto de impaciencia que sabía que estaba esperando a que le preguntara si quería entrar a tomar un coñac antes de irse a dormir.

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