Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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Sí, la asocio con Libby. Pero ella no tiene nada que ver con mi problema actual. Se lo puedo asegurar.

A propósito, mi padre ha visto mi libreta. Cuando vino a visitarme la encontró junto al asiento de la ventana. Y antes de que me lo pregunte, no estaba fisgoneando. Mi padre puede llegar a ser un cabrón pesado e insoportable, pero no es ningún espía. Simplemente se ha pasado los veinticinco años de su vida potenciando la carrera profesional de su único hijo, y le gustaría ver que mi carrera sigue a flote en vez de ver cómo se va al traste.

Único hijo, pero no por mucho tiempo. En estas últimas semanas me había olvidado de ello. Debemos tener en cuenta a Jill. No me puedo ni imaginar tener un nuevo hermano o hermana a mi edad, y mucho menos una madrastra ni siquiera diez años mayor que yo. Pero estamos en la época de las familias flexibles, y la sabiduría sugiere que uno se adapte a la nueva definición de esposa, por no hablar de la de padre, madre o hermanos.

Pero sí, me parece un poco extraño que mi padre haya formado una nueva familia. No es que esperara que fuera un hombre solo y divorciado para el resto de su vida. Sólo que después de casi veinte años en los que, que yo sepa, nunca tuvo una cita -y mucho menos el tipo de relación que pudiera sugerir el tipo de intimidad física que engendra niños-, la verdad es que me ha cogido por sorpresa.

Conocí a Jill en la BBC, el día en que vi las primeras imágenes del documental que habían grabado en el Conservatorio East London. Eso fue hace muchos años, un poco antes de que produjera esa maravillosa adaptación de Remedios Desesperados - a propósito, ¿la vio? Es muy aficionada a Thomas Hardy-y por aquel entonces trabajaba en la sección de documentales, o como lo llamen. Me imagino que papá también la conoció en esa época, pero no recuerdo haberlos visto nunca juntos y tampoco sé en qué momento empezaron a verse habitualmente. Lo que sí recuerdo es que una vez papá me invitó a cenar a su casa y que ella estaba en la cocina, removiendo algo que había en el fuego, y aunque me sorprendió verla allí, sencillamente supuse que estaba allí porque había traído la copia final del documental para que la viéramos. Me imagino que eso podría haber sido el comienzo de su relación. Ahora que lo pienso, después de esa cena papá cada vez tenía menos tiempo para mí. Por lo tanto, quizá todo empezara esa noche. Pero como Jill y papá nunca vivieron juntos -aunque papá dice que están haciendo todos los preparativos para mudarse juntos antes de que nazca el bebé-, nunca tuve ningún motivo para imaginarme que había algo entre ellos.

«Y ahora que lo sabe -me pregunta-, ¿cómo se siente? ¿Cuándo se enteró de su relación y de lo del bebé? ¿Y dónde?»

Ya veo por dónde va. Pero debo decirle que no creo que nos ayude mucho a resolver mi caso.

Me enteré de la relación de mi padre con Jill hace unos pocos meses; no fue el día del concierto de Wigmore Hall y, de hecho, ni siquiera pasó ni en la misma semana ni el mismo mes del concierto. Ni tampoco había una puerta azul a la vista cuando me dijeron lo de mi futura hermanastra. ¿Ve? Sabía adónde quería llegar, ¿no es verdad?

«No obstante, ¿cómo se sintió? -insiste en preguntarme-. Al saber que su padre iba a formar una segunda familia después de tantos años…»

«No era la segunda familia -le replico con prontitud-. Era la tercera.»

«¿La tercera?» Revisa las notas que ha estado apuntando durante nuestras sesiones y no encuentra ninguna referencia a una familia anterior a mi nacimiento. Pero hubo una familia y un fruto de esa unión, una niña que murió de pequeña.

Se llamaba Virginia, pero no sé con exactitud cómo ni cuándo murió, ni cuánto tiempo pasó entre su muerte y la separación de mi padre con esa mujer; ni siquiera sé quién era. De hecho, sólo tengo conocimiento de su existencia -y del primer matrimonio de mi padre-porque mi abuelo lo dijo a gritos durante uno de sus episodios. Era una de esas maldiciones del tipo «no eres hijo mío» que profería cuando se lo llevaban de casa por la fuerza. Excepto que en esa ocasión afirmó que no podía ser hijo suyo porque sólo era capaz de engendrar gente rara. Y supongo que alguien me dio una explicación precipitada -¿me la dio mi madre o ya se había ido por aquel entonces?-, porque supongo que me imaginé que cuando el abuelo hablaba de gente rara se estaba refiriendo a mí. Me figuro que Virginia murió porque debía de padecer alguna enfermedad, quizá hereditaria. Pero, de hecho, no sé de qué murió, ya que quienquiera que fuera que me hablara de la existencia de Virginia no lo sabía o no me lo quería decir, y porque nunca se volvió a hablar de ese asunto.

«¿Nunca más?», me pregunta.

Ya sabe cómo son las cosas, doctora. Los niños no suelen hablar de temas que asocian con caos, alboroto o discusiones. Aprenden a una edad bastante temprana las consecuencias que acarrea mencionar un tema que más vale olvidar. Me figuro que a partir de esto puede sacar sus propias conclusiones: como yo sólo prestaba atención a mi violín, una vez me hube asegurado el cariño de mi abuelo, me olvidé del tema.

Sin embargo, el tema de la puerta azul es algo totalmente diferente. Tal y como le dije cuando empezamos, he hecho exactamente lo que me pidió que hiciera y del mismo modo que intentamos hacerlo en su consulta. Recreé la puerta en mi mente: azul de Prusia con un aro plateado en el centro que hacía de tirador; dos cerraduras, creo, del mismo color plateado que el aro; y tal vez el número de la casa o del piso escrito sobre el tirador.

Dejé la habitación a oscuras, me estiré en la cama, cerré los ojos y visualicé esa puerta: visualicé cómo me acercaba a ella, cómo mi mano asía el aro que hacía de tirador y cómo metía la llave en la cerradura, primero la de abajo con una de esas anticuadas llaves de grandes dientes que se pueden duplicar con facilidad, y después la de arriba, que era moderna, segura y a prueba de ladrones. Una vez que hube abierto las cerraduras, apoyé el hombro en la puerta, le di un ligero empujón y… Nada. Absolutamente nada.

Ahí dentro no hay nada, doctora Rose. Tengo la mente en blanco. Quiere hacer saltos interpretativos a partir de lo que yo encuentre tras esa puerta o del color del que esté pintada o del hecho de que tenga dos cerraduras en vez de una, o de que un aro haga de tirador -«¿es posible que esté huyendo de sus compromisos?», se pregunta-mientras yo me inspiro en este ejercicio para acabar diciéndole que no sirve de nada. No he averiguado nada. No hay nada demoníaco que esté al acecho tras esa puerta. No conduce a ninguna habitación que alcance a recordar, simplemente está al final de la escalera como…

«Escalera -dice con prontitud-. Así pues, hay una escalera.»

Sí. Una escalera. Ambos sabemos que eso significa subir, elevarse, ascender, hacer todo lo posible por salir de esta trampa… ¿Y qué?

Mis garabatos le indican el grado de agitación que padezco, ¿verdad? «Acepte el miedo -me dice-. No le hará daño, Gideon. Los sentimientos no le matarán. No está solo.»

«Nunca había pensado que lo estaba -le replico-. No afirme cosas que yo nunca he dicho, doctora Rose.»

2 de septiembre

Libby ha estado aquí. Sabe que algo va mal porque hace días que no oye el violín y, normalmente, cuando ensayo, lo oye sin parar. Ése es el principal motivo por el que no alquilé el piso de la planta baja después de que se marcharan los inquilinos anteriores. Contemplé la posibilidad de hacerlo cuando compré la casa de Chalcot Square y me trasladé allí, pero no quería la distracción de un inquilino entrando y saliendo -aunque fuera por una puerta diferente-ni tampoco quería limitar mis horas de ensayo teniendo que preocuparme por otra gente. Le conté todo eso a Libby cuando estaba a punto de marcharse ese día. Ya se había abrochado la cremallera de su chaqueta de piel, se había puesto el casco ante la puerta principal, y al reparar en el piso vacío de la planta baja a través de la verja de hierro forjado, me preguntó: «¿Está en alquiler?».

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