Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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Siguió contándome la historia. Ella quería el divorcio, pero él no. Seguían viviendo juntos porque ella no podía permitirse el lujo de pagarse un piso. Cada vez que estaba a punto de conseguir la cantidad de dinero que necesitaba, él simplemente le retenía el salario hasta que ella se había gastado el último penique que había conseguido ahorrar.

– Lo que no entiendo de ningún modo es por qué quiere que siga con él. Toda su vida está regida por el instinto de la manada. Así pues, ¿qué sentido tiene?

Él era -según me explicó- un mujeriego sin igual, partidario de la teoría de que varios grupos de mujeres -la manada, ¿comprende?-deberían ser dominadas y atendidas por un único varón.

– Pero el problema radica que, a sus ojos, todo el sexo femenino es la manada. Y tiene que follárselas a todas para hacer que se sientan felices. -Después se tapó la boca con la mano-. ¡Lo siento! -Luego hizo una mueca-. De todas maneras, míreme, realmente me estoy yendo del pico. ¿Ya ha firmado los papeles?

No lo había hecho. Ni siquiera había tenido la oportunidad de leerlos. Le dije que los firmaría si no le importaba esperar. Se fue a un rincón y se sentó.

Los leí. Hice una llamada para aclarar una cláusula. Firmé los contratos y se los devolví. Se los metió en la bolsa, me dio las gracias y, mirándome con la cabeza ladeada, me preguntó:

– ¿Me puede hacer un favor?

– ¿Cuál?

Cambió el peso de lado y pareció sentirse incómoda. Pero hizo un esfuerzo por continuar y la admiré por ello.

– ¿Le importaría…? Bien, yo nunca he visto a nadie tocando el violín. ¿Le importaría tocarme una canción?

Una canción. No cabía duda de que era una filistea. Pero incluso los filisteos pueden aprender y, además, lo había pedido con educación. ¿Qué daño podía hacerle? De todos modos, había estado ensayando la Sonata para violín de Bartok y le toqué un fragmento de la Melodía, de la forma en que siempre la toco: poniendo la música delante de mí, delante de ella, delante de todo. Cuando tocaba el final del movimiento, incluso me había olvidado de su presencia. Seguí con el Presto, oyendo como siempre las instrucciones de Raphael. «Tócala como si fuera una invitación al baile, Gideon. Siente su ligereza. Haz que brille como si fuera una luz.»

Cuando acabé, me percaté abruptamente de su presencia.

– ¡Ostras, ostras, ostras! Es un músico excelente, ¿no es así?

Cuando me volví hacia ella me di cuenta que había empezado a llorar en algún momento de mi actuación, ya que tenía las mejillas húmedas y estaba buscando -supongo-algo con que secarse su rezumante nariz. Estaba satisfecho de haberla emocionado con Bartok, y aún más satisfecho de ver que había tenido razón al pensar que podía educarla. Y me imagino que ése fue el motivo que me llevó a pedirle que se uniera a mí en mi habitual taza de café de media mañana. Hacía un bonito día; por lo tanto, nos la tomamos en el jardín, donde, bajo la glorieta, había estado construyendo una de mis cometas la tarde anterior.

Aún no le he contado nada de mis cometas, ¿verdad, doctora Rose? De hecho, no son nada especial. Son cosas que hago cuando siento la necesidad de descansar de la música. Las hago volar desde Primrose Hill.

Sí, ya veo que está intentando encontrar una explicación. ¿Qué significado tiene en la historia y en el momento actual del paciente que éste construya y haga volar cometas? La mente inconsciente se manifiesta en todas nuestras acciones. Lo único que tiene que hacer la mente consciente es averiguar el significado que se esconde tras esas acciones y esforzarse por darle una forma comprensible.

Cometas. Aire. Libertad. Pero, libertad, ¿de qué? ¿Qué necesidad tengo de ser libre si tengo una vida llena, rica y completa? Déjeme que le complique la madeja que se ha empeñado en desenmarañar diciéndole que también me dedico a practicar el vuelo libre. No con los planeadores esos con los que uno salta desde la cima de una montaña observando cómo se los llevan las corrientes de aire, sino los planeadores que uno mismo pilota desde el aire remolcado por una avioneta y saltando para encontrar esas mismas corrientes.

Mi padre piensa que es una afición de lo más terrible. De hecho, se ha convertido en un tema tan conflictivo que ni siquiera hablamos de ello. Cuando por fin cayó en la cuenta de que ya no era capaz de tener ninguna influencia sobre mí con respecto a las actividades que puedo hacer en las pocas horas libres que tengo, me dijo: «¡Me lavo las manos, Gideon!»,y ese tema se convirtió en tabú para nosotros.

«Parece peligroso», me advierte.

«No más que la vida», le respondo.

Después me pregunta: «¿Qué es lo que le atrae de ese deporte? ¿El silencio? ¿Las habilidades técnicas de algo que es totalmente diferente de la profesión que ha elegido? ¿O tan sólo busca una forma de evasión, Gideon? ¿O tal vez los riesgos que comporta?».

Y yo le replico que también es peligroso escarbar demasiado para encontrar el significado de algo que tiene una explicación muy sencilla: de niño, una vez que mi talento fue evidente, nunca se me permitió hacer nada que pudiera poner en peligro mis manos. Diseñar y crear cometas, practicar vuelo libre… Mis manos no están expuestas a ningún peligro.

«Sin embargo, es consciente de que son actividades relacionadas con el cielo, ¿no es verdad, Gideon?», me pregunta.

Lo único que veo es que el cielo es azul. Azul como esa puerta. Esa puerta tan azul, azul y azul.

GIDEON

28 de agosto

Hice todo lo que me sugirió, doctora Rose, y no tengo nada que contarle, excepto que me sentí un completo estúpido. Quizás el experimento hubiera salido de otra forma si yo hubiera cooperado y lo hubiera llevado a cabo en su consulta, tal y como me pidió, pero no me concentraba en lo que me decía y, además, me parecía absurdo. Más absurdo incluso que pasarme horas escribiendo estas notas, en vez de estar practicando con mi instrumento, como solía hacer. Tal y como deseo hacer. Pero aún no lo he tocado.

«¿Por qué?»

No haga preguntas obvias, doctora Rose. Se ha acabado. ¿No se da cuenta de lo que significa? La música se ha acabado.

Papá ha estado aquí esta mañana. Acaba de marcharse. Pasó a visitarme para ver si había mejorado -entiéndase por si había tocado de nuevo-, aunque fue lo bastante bueno para no hacerme la pregunta directamente. Aun así, no tenía ninguna necesidad de hacérmela, ya que el Guarneri estaba en la misma posición en la que él lo había dejado el día que me trajo a casa desde el Wigmore Hall. Ni siquiera he tenido el valor de tocar la funda.

«¿Por qué?», me pregunta.

Ya sabe la respuesta. Porque en este momento me falta valor. Si no puedo tocar, si el don, el oído, el talento, la genialidad, o como quiera llamarlo, ha desaparecido de mí, en parte o en su totalidad, ¿cómo puedo existir? No cómo puedo continuar, doctora Rose, sino cómo puedo existir. ¿Cómo puedo existir si la esencia de lo que soy y de lo que he sido en los últimos veinticinco años radica y está definida por mi música?

«Entonces analicemos la música en sí misma -me dice-. Si todas las personas de su vida están en verdad relacionadas, de un modo u otro, con su música, quizá deberíamos hacer un examen más profundo de su música, ya que ésta puede ser la llave que nos ayude a abrir la puerta de sus preocupaciones.»

Me río y le pregunto: «¿Esa metáfora le ha salido así como así?».

Y usted me mira con sus penetrantes ojos. Se niega a hablar de frivolidades. Me dice: «Esa pieza de Bartok sobre la que estaba escribiendo… la sonata para violín… ¿es la que asocia con Libby?».

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