Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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– ¿Qué? ¿Que Durham se subió al coche de Rossy?

– No, se inclinó para hablar con él. Todos vimos la cara de Rossy cuando bajó la ventanilla y León dijo: «Hey, ése es el tipo que manda de verdad en Ajax»…

– Cállate -dijo León-. Nadie te ha dado permiso para que intervinieras en esta conversación. Vete al autobús y espera con el resto del grupo a que el rabino Joseph acabe de hablar con esta mujer.

Radbuka hizo un puchero como si fuese un niño pequeño.

– Tú no me das órdenes. Yo acudí al rabino Joseph porque él ayuda a gente como yo, cuyas vidas han sido destrozadas por el Holocausto. Hoy yo no he corrido el riesgo de que me lleven a la cárcel para que un perdedor como tú venga a darme órdenes.

– Mira, Radbuka, tú sólo has venido para aprovecharte…

– León, Paul -les reprendió Posner-, estáis haciendo justo lo que esta mujer quiere: vernos pelear entre nosotros. Ahorrad la energía para usarla contra los enemigos comunes.

León obedeció. Pero Paul no era miembro del movimiento. Igual que le pasaba con León, no tenía por qué obedecer a Posner. En uno de sus rápidos cambios de humor, se volvió hecho una furia hacia el rabino.

– Yo sólo he participado en su manifestación de anoche y en esta de hoy para que me ayude a contactar con mi familia. Ahora resulta que está acusando a mi primo Max de organizar acuerdos secretos con la Asamblea Legislativa de Illinois. ¿Se cree que voy a estar emparentado con alguien que actúa así?

– No -contesté de inmediato-, no creo que sus parientes hicieran algo tan horrible. ¿Qué pasó anoche después de que Durham hablara con Rossy en la calle? ¿Se alejaron juntos en el mismo coche? ¿O Durham se fue en un vehículo de la policía?

– No sabía que la policía se lo hubiese llevado -dijo Radbuka, haciendo caso omiso a los gestos que Posner y León le dirigían para que se callase. Como siempre, él estaba encantado de responderle a cualquiera que le prestase atención, aunque se tratase de un supuesto enemigo, como yo-. Lo que yo sé es que Durham fue hacia su coche y se metió en él. Fuimos hasta la esquina de Michigan y lo vimos. Estaba aparcado justo allí, en una zona prohibida, pero, claro, había dejado a un policía cuidándolo, con lo aprovechado que es. Y como el rabino Joseph no se fiaba de Durham, decidió seguirlo.

– Una gran iniciativa -dije, sonriéndole a Posner con condescendencia-. Así que se escondieron tras los arbustos que hay frente al edificio donde vive Rossy hasta que vieron salir a Durham. Y después Rossy, que es tan encantador, logró que usted se creyera algún rumor estúpido sobre el hospital.

– No fue así, en absoluto -dijo bruscamente Posner-. Después de verle con Durham, quería saber si… Yo sabía que Durham había estado intentando sabotear nuestros esfuerzos para obligar a las compañías aseguradoras y a los bancos europeos a pagar indemnizaciones por el robo descarado que organizaron tras la…

– Puede estar seguro de que comprendo todo lo que implica este asunto, señor Posner. Pero Durham no se inventó las razones para manifestarse. Cada vez hay un número mayor de personas que piensan que las empresas que se han beneficiado de la esclavitud africana deberían pagar indemnizaciones igual que las empresas que se han beneficiado de los trabajos forzados de los judíos o de los polacos.

Apuntó su barba hacia mí con aire agresivo.

– Ése es un asunto aparte. Nosotros nos estamos refiriendo a ese dinero contante y sonante, que se halla en cuentas bancadas y en polizas de seguros que nunca se han pagado y con el que se han quedado aseguradoras y bancos europeos. Usted ha estado trabajando para un hombre de color de Chicago al que no le quieren compensar su seguro a pesar de que él había pagado su póliza en su totalidad. Yo estoy intentando hacer lo mismo para decenas de miles de personas cuyos padres creyeron que estaban dejando una salvaguarda económica a sus hijos. Y ayer yo quería saber por qué Louis Durham se había presentado frente al edificio de Ajax justo en aquel momento. Nunca se había manifestado por el asunto de las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos hasta que nosotros empezamos nuestra campaña para obligar a Ajax a pagar las pólizas de los seguros de vida.

Me quedé estupefacta.

– ¿Así que pensó que Rossy estaba sobornando a Durham para que se enfrentase con usted? ¿Y crear problemas a su propia compañía? ¡Debería llevarle esa historia a Oliver Stone! Aunque supongo que habrá ido con el cuento al propio Rossy. ¿Y él le dijo: «Sí, sí, lo confieso, pero si usted se manifiesta contra el Beth Israel en lugar de contra Ajax, dejaré de darle dinero a Louis Durham»?

– ¿Es que se está haciendo la tonta? -me soltó Posner-. Por supuesto que Rossy negó toda implicación. Pero también me aseguró que emprendería una auditoría interna para ver si en Ajax o en Edelweiss había alguna póliza que perteneciese a víctimas del Holocausto.

– ¿Y usted lo creyó?

– Le di una semana. Me convenció de que iba en serio y de que merecía una semana para resolverlo.

¿Y entonces qué está haciendo aquí? -le pregunté-. ¿Por qué no les da unas vacaciones a sus chicos?

– Ha venido a ayudarme -me espetó Paul Radbuka, sonrojado por la agitación, y empezó a atacarme tan intempestivamente como me había apoyado unos segundos antes-. Sólo porque usted no quiera que yo vea a mi familia y haya contratado a ese…, a ese camisa parda para impedir que yo hable con mi primita, eso no quiere decir que no sean parientes míos. No está mal que Max Loewenthal se dé cuenta, de una vez por todas, de qué es lo que se siente cuando le hacen a uno el vacío.

– Paul, de verdad, tiene que entender que Max no está emparentado con usted. No sólo está usted amargándole la vida a la familia del señor Loewenthal, sino que está arruinando la suya y, además, está corriendo el riesgo de que lo detengan. Créame, la vida en la cárcel es horrible.

Radbuka torció el gesto.

– Max es el que debería estar en la cárcel por tratarme con ese desprecio.

Lo miré, intentando descubrir cómo traspasar aquella densa cortina de resentimiento.

– Paul, ¿quién era realmente Ulrich?

– Mi padre adoptivo. ¿Está intentando hacerme confesar que era mi verdadero padre? ¡No lo haré! ¡No lo era!

– Pero Rhea dice que no se apellidaba Ulrich.

Su rostro pasó del sonrojado al rojo intenso.

– No se atreva a sugerir que Rhea miente. La mentirosa es usted. Ulrich dejó unos documentos en clave. Demuestran que mi verdadero nombre es Radbuka. Si tuviese confianza en Rhea, entendería la clave, pero usted no confía en ella. Intenta destruirla, intenta destruirme a mí, pero no se lo permitiré, ¡no, no y no!

Vi cómo empezaba a temblar, preguntándome, alarmada, si no estaría teniendo alguna especie de ataque. Cuando avancé para intentar ayudarlo, Posner me gritó que no me acercase, que él no permitiría que una mujer tocara a uno de sus seguidores, aunque ni el propio Radbuka fuese consciente del peligro que implicaba el contacto con una mujer. El y León llevaron a Radbuka hasta un banco que había en la parada del autobús. Me quedé mirando por si acaso, pero parecía que Radbuka se iba tranquilizando. Dejé que los hombres se ocuparan del asunto y subí la calle lentamente hasta el hospital, con la esperanza de poder intercambiar impresiones con Max antes de volver a mi oficina.

– Esa idea de Posner de que Rossy sobornase a Durham para que organizara una contramanifestación no es tan descabellada -le dije a Max, después de que su agotada secretaria le convenciera para que me recibiese cinco minutos-, pero, de verdad, debe de estar tan loco como Paul Radbuka para organizar una manifestación aquí. ¿Cómo van las cosas con tus mecenas?

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