– Como ya te he dicho, Vic, es tu negocio y es tu dinero el que estás tirando. Pero, de verdad, no veo qué favor te hago yendo hasta Hyde Park ni qué sacas tú yendo hasta el hospital para ver a Joseph Posner.
– Tendré la oportunidad de hablar con Radbuka, cosa que llevo intentando desesperadamente desde hace días. Y tal vez descubra qué es lo que tenían que decirse Rossy y Posner.
Resopló y giró hacia el teléfono. Mientras llamaba a Finch -el comandante Terry Finchley, que había sido su jefe en la época en que trabajaba en el Distrito Central- yo me fui a mi mesa. Tenía varios mensajes, uno de ellos de un cliente importante, y media docena de correos electrónicos. Los respondí lo más rápidamente posible y me marché.
La furia callejera, la furia hospitalaria y las furias de toda la vida
El hospital quedaba al noroeste de la ciudad, apartado de los barrios de moda, por lo que el tráfico solía ser fluido en esa zona. Pero aquel día, cuando me faltaban sólo un par de kilómetros para llegar, me encontré con tal cantidad de coches en la avenida que tuve que meterme por las calles laterales. A cinco manzanas del hospital Beth Israel el atasco ya era total. Busqué, desesperada, un callejón cercano por el que escapar hacia una ruta alternativa pero, cuando estaba a punto de hacer un giro de ciento ochenta grados, se me ocurrió que, si aquel embotellamiento era producto de todos los pasmados que se estaban agolpando para fisgonear la manifestación de Posner, todas las calles alrededor del Beth Israel estarían bloqueadas. Aparqué junto a un parquímetro vacío e hice el último kilómetro corriendo.
Como era de esperar, lo que me encontré fue a Posner y a varias docenas de manifestantes, rodeados de esa clase de gentío que parecía gustarles tanto. Los polis de Chicago estaban en el cruce dirigiendo el tráfico sin tregua; algunos guardias de seguridad del hospital, enfundados en sus chaquetas verdes y doradas, intentaban conducir a los pacientes hacia las entradas laterales; y varios equipos de televisión filmaban todo, atrayendo la atención de un montón de gente que andaba por allí papando moscas. Era cerca de la una y seguro que todos los que regresaban de comer se habían parado a disfrutar del espectáculo.
Yo estaba demasiado lejos como para leer las pancartas, pero podía oír unas consignas que me helaron el corazón: ¡Max y Lotty, tened compasión de las gentes! ¡No destrocéis la vida de los supervivientes!
Corrí hacia la parte de atrás del hospital, hacia la entrada de servicio, donde abrí mi billetero y le enseñé mi licencia de investigadora privada al guardia de seguridad a tal velocidad que no tuvo tiempo de ver si era una placa del FBI o una tarjeta de crédito. Para cuando cayó en la cuenta, yo ya había desaparecido en el laberinto de pasillos y escaleras que convierte la vigilancia de cualquier hospital en una pesadilla.
Intenté no desorientarme pero, de todos modos, fui a parar a radioterapia, en oncología, y a un cuarto de archivos antes de encontrar el camino hacia el vestíbulo principal. Desde allí se oía el griterío del grupo que había fuera, pero no se podía ver nada: el Beth Israel es un viejo edificio de ladrillo, sin una entrada acristalada ni ventanas lo suficientemente bajas como para poder ver el exterior. Los guardias del hospital, totalmente desacostumbrados a aquel caos, no lograban desbloquear la entrada principal de mirones. Allí mismo, una anciana sollozaba en vano diciendo que era una paciente externa, que acababan de someterla a una intervención quirúrgica y que necesitaba un taxi para regresar a su casa, mientras otra mujer, con un recién nacido en brazos, miraba ansiosamente a su alrededor en busca de su marido.
Me quedé observando horrorizada aquella escena durante un momento y luego le dije a los guardias que apartaran a la gente de la puerta.
– Digan a la gente que todo aquel que obstruya la puerta será multado. La puerta de atrás está despejada, saquen por allí a estos pacientes. Envíen un SOS a las compañías de taxis para que éstos se dirijan a la entrada posterior.
Me quedé observando un rato mientras el guardia, con aire sorprendido, comenzaba a dar las órdenes por su walkietalkie y después me marché por el pasillo hacia la oficina de Max. Cynthia Dowling, su secretaria, interrumpió una acalorada conversación telefónica cuando me vio.
– Cynthia, ¿por qué no llama Max a la policía para que detengan a todos esos bestias?
Movió la cabeza de un lado al otro.
– La junta directiva tiene miedo de perder el apoyo de algunos mecenas importantes. Beth Israel es uno de los hospitales que más donaciones recibe de la comunidad judía. La mayoría de las llamadas que hemos recibido, desde que ha salido lo de Posner en las noticias, están de acuerdo contigo, pero la anciana señora Felstein es una de las seguidoras de Posner. Sobrevivió a la guerra escondiéndose en Moldavia, ya sabes, pero cuando vino a este país amasó una fortuna con los chicles. Últimamente ha sido una de las personas que más ha presionado a los bancos suizos para que den a conocer los bienes de las víctimas del Holocausto. Y ha prometido donar veinte millones de dólares para la nueva ala de oncología.
– Entonces, ¿si ve que meten a Posner en un furgón policial cancelará la donación? Pero es que, si muere alguien que esté sufriendo un ataque cardíaco porque no puede llegar hasta el hospital, vais a tener que hacer frente a una demanda que superará cualquier ayuda económica que os haya hecho esa mujer.
– Es lo que ha decidido Max. El y la junta directiva. Y claro que son conscientes de los riesgos.
Su terminal telefónica empezó a parpadear. Apretó uno de los botones.
– Oficina del señor Loewenthal… No, ya sé que usted sólo va a estar hasta la una y media. En cuanto quede libre el señor Loewenthal, le transmitiré su mensaje… Sí, ojalá no nos dedicáramos a salvar vidas; así nos sería más fácil dejar todo a un lado para poder atender a los medios de comunicación. Oficina del señor Loewenthal, un momento, por favor… Oficina del señor Loewenthal, un momento, por favor -me miró, exasperada, tapando el auricular con la mano-. En este lugar funciona todo mal. Esa tonta de telefonista temporal que me mandaron los del Departamento de Personal ha salido a almorzar hace una hora. Seguro que está ahí fuera disfrutando del espectáculo y, a pesar de que soy la secretaria del director ejecutivo, los de Personal no me mandan a nadie más.
– Bueno, bueno, te dejo con tus cosas. Tengo que hacerle algunas preguntas a Posner. Dile a Max, si lo ves, que no implicaré al hospital.
Cuando llegué al vestíbulo me abrí paso a codazos entre la multitud, que otra vez estaba obstruyendo las puertas giratorias. Nada más salir, comprendí la razón de su avidez: los manifestantes habían dejado de dar vueltas y se habían apiñado detrás de Joseph Posner, que le estaba gritando a una mujer bajita, enfundada en una chaqueta del hospital.
– Usted pertenece a la peor clase de antisemitas, a los que traicionan a su propio pueblo.
– Y usted, señor Posner, pertenece a la peor calaña, a los que abusan de los sentimientos de los seres humanos, explotando los horrores de Treblinka para engrandecimiento propio.
Hubiera reconocido aquella voz en cualquier parte, por la forma en que la rabia cortaba las palabras como si fuese una cuchilla rebanando el extremo de un puro. Empujé a dos de los macabeos de Posner para llegar hasta mi amiga.
– Lotty, ¿qué estás haciendo aquí? Esta es una batalla perdida, prestarle atención a este tipo es como echar leña al fuego.
Posner, con las aletas de la nariz dilatadas por la rabia y la boca torcida en gesto de desafío, parecía uno de esos dibujos titulados El gladiador que espera al león que aparecían en mi libro de Historia Ilustrada de Roma de cuando era niña.
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