Max no suele aparentar la edad que tiene, pero aquella tarde tenía la piel de los pómulos gris y tensa.
– No entiendo nada de lo que está pasando, Victoria. Anoche vino a casa Don Strzepek, el amigo de Morrell. Le dejé mirar mis apuntes con toda confianza, pensé que creía en su veracidad. Estaba convencido de que un amigo de Morrell no abusaría de mi confianza.
– Pero esos apuntes no dicen nada sobre la familia Radbuka que pueda servir para decir si ese tipo, Paul, es pariente de ellos o no. A no ser que haya algo en tu carpeta que yo no viera…
Hizo un gesto de cansancio.
– Sólo la carta de Lotty, que ya has leído. Don no habrá sido capaz de utilizarla para animar a Paul a creer que son parientes, ¿no?
– No lo creo, Max -le dije, pero tampoco estaba tan convencida. Recordé cómo le brillaban los ojos a Don cuando miraba a Rhea Wiell-. Pero puedo intentar hablar con él esta noche, si quieres.
– Sí, hazlo -estaba desplomado en su asiento, tras la mesa de despacho, inexpresivo como una efigie-. Nunca pensé que me sentiría aliviado al despedir a la única familia que me queda, pero me alegraré mucho cuando vea a Calia y a Agnes subir a ese avión.
Galimatías: otra palabra para la misma historia de siempre
Me dirigí anclando despacio hasta mi coche y conduje de regreso a mi oficina respetando todos los límites de velocidad y todas las señales de tráfico. El paroxismo de aquella mañana, alimentado por la adrenalina, había desaparecido. Miré el montón de mensajes que me había dejado Mary Louise y luego llamé a Morrell a su hotel de Roma, donde eran las nueve de la noche. La conversación me levantó el ánimo y me deprimió, al mismo tiempo. Me dijo todo lo que queremos oír del ser amado, especialmente cuando el ser amado está a punto de internarse en territorio talibán durante ocho semanas. Pero después de colgar, me sentí más desamparada que nunca.
Intenté echar una cabezadita en el camastro del cuarto trasero, pero mi mente se negaba a desconectar. Al final, acabé por levantarme y me puse a revisar los mensajes y a contestar las llamadas. Entre los mensajes había uno que decía que llamase a Ralph en Ajax: la compañía había decidido cubrir todo el dinero del seguro de los Sommers. Lo llamé de inmediato.
– Que te quede claro, Vic, que ésta es una excepción -me advirtió Ralph Devereux nada más ponerse al teléfono-. No sueñes con que se convierta en una costumbre.
– Es una noticia maravillosa, Ralph, pero ¿de quién ha sido la idea? ¿Tuya? ¿De Rossy? ¿Te ha llamado el concejal Durham y te ha presionado para que lo hagas?
No me hizo caso.
– Ah, y otra cosa. Te estaría muy agradecido si la próxima vez que decidas echarle la policía encima a uno de mis empleados me lo hicieses saber.
– Tienes toda la razón, Ralph. Estaba en medio de una emergencia en un hospital pero te debería haber llamado. ¿Han detenido a Connie Ingram?
Mary Louise me había dejado un informe escrito a máquina sobre Sommers y otro sobre Amy Blount, que estaba intentando leer por encima mientras hablaba. Gracias a los contactos policiales de Mary Louise y a la habilidad de Freeman Cárter, el Estado había puesto en libertad a Isaiah Sommers, aunque dejando bien claro que era el principal sospechoso. El problema, en sí, no había surgido porque descubrieran sus huellas en la puerta. Finch había dicho que los técnicos del 911 habían confirmado lo que los polis de la comisaría del Distrito Veintiuno le habían dicho a Margaret Sommers: que habían recibido una llamada anónima, probablemente de un hombre de raza negra, y por eso se habían puesto a investigar las huellas digitales que había en la oficina.
– No. Pero se han presentado aquí, en el edificio, para interrogarla.
– ¿En el mismísimo templo sagrado de Ajax?
Después de que farfuñase una protesta para que me dejara ya de sarcasmos, porque tener a los polis en el edificio había perturbado la jornada laboral de todo el mundo, añadí:
– Connie Ingram tiene mucha, mucha suerte, de ser mujer y blanca. Tal vez sea desagradable que los polis vengan a interrogarte a la oficina, pero a mi cliente lo sacaron esposado del lugar donde trabaja. Se lo llevaron a la comisaría de la Veintinueve y Prairie para charlar con él en un cuarto sin ventanas, con un puñado de tipos que le observaban a través de esos cristales que sólo permiten ver desde el lado de fuera. Esta noche cenará en casa gracias a que le he contratado al mejor abogado criminalista de la ciudad.
Ralph hizo caso omiso a mi comentario.
– Karen Bigelow, la supervisora de Connie, ¿te acuerdas de ella?, Karen asistió al interrogatorio con uno de nuestros abogados. Connie estaba muy alterada, pero parece que la policía la creyó o, por lo menos, no la han detenido. El problema es que la policía obtuvo el registro de llamadas de la oficina de Fepple y encontró que varias se habían hecho desde la extensión de Connie, una de ellas el día anterior a su muerte. Ella dice que le había llamado varias veces para pedirle que le enviara por fax las copias de los documentos de Sommers. Pero Janoff está cabreado porque la policía ha entrado en el edificio, Rossy también está cabreado y, francamente, Vic, yo tampoco estoy muy contento.
Dejé a un lado las notas que estaba leyendo para prestarle toda mi atención.
– Pobre Connie, es muy duro que la recompensa por cumplir con tu deber sea que unos polis te acribillen a preguntas. Espero que la compañía no la abandone -le dije y pasé a otro tema-. Ralph, ¿a qué acuerdo llegó Rossy con Durham y Posner para lograr que suspendieran sus protestas?
– Pero ¿de qué demonios estás hablando? -de repente se puso furioso de verdad, no estaba fingiendo.
– Hablo de que ayer, mientras estaba arriba contigo, Rossy dobló por la calle Adams, llamó a Durham para que se acercara a su coche, se reunió con él una hora más tarde en su casa y acabó hablando después en privado con Joseph Posner. Y hoy Posner estaba manifestándose frente al hospital Beth Israel mientras Durham abandonaba la arena. Acabo de pasar por el Ayuntamiento. Durham estaba en su despacho recibiendo instancias para que se consideren ciertas excepciones a las ordenanzas de urbanismo en la zona de Stewart Ridge.
Ralph me soltó una ráfaga gélida a través de la línea telefónica.
– ¿Te parece tan raro que un director ejecutivo se reúna, cara a cara, con los tipos que intentan cerrarle la compañía? Ayer estaba atascado en un embotellamiento, como cualquier mortal en el centro, y vio su oportunidad. No trates de convertir todo en una conspiración.
– Ralph, ¿te acuerdas de cuando nos conocimos? ¿Te acuerdas de por qué te pegaron un balazo en el hombro?
Todavía le dolía recordar cómo su jefe les había traicionado a él y a la compañía.
– Pero ¿en qué puede estar metido Rossy que también implique a un agente de seguros del South Side de Chicago que, además, era un inútil? Es imposible que Edelweiss tuviese algo que ver con Howard Fepple. Usa la cabeza, Vic.
– Es lo que intento, pero no me está sirviendo para mucho. Oye, Ralph, ya sé que tienes sentimientos encontrados respecto a mí, pero eres un tipo listo en esto de los seguros. Explícame lo siguiente: todos los documentos de los Sommers desaparecen, excepto el expediente de vuestro archivo -expediente que tú piensas que tiene algo raro ;aunque no puedas darte cuenta de qué es en concreto- y ese expediente estuvo durante una semana en el despacho de Rossy.
»Añádele lo siguiente -continué diciéndole-: Connie Ingram, o alguien que se hizo pasar por ella, tuvo una cita con Fepple el viernes pasado por la noche. ¿Quién sabía, aparte de alguna persona dentro de Ajax, que ella había estado hablando con él? A continuación, matan a Fepple, desaparece su copia del expediente y Rossy me invita a cenar en última instancia. Después Fillida y sus amigos italianos me acribillan a preguntas sobre Fepple, su muerte y sus archivos. Y, finalmente, está ese extraño documento que hallé entre los papeles de Fepple, el que te mostré y en el que aparecía el nombre de Sommers. ¿Qué te dice todo eso?
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