La doncella retiró los platos de la sopa y trajo lomo de ternera asada acompañado de verduras variadas. Los platos eran de porcelana de color crema y tenían una gran H grabada en oro en el centro. Tal vez fuese la inicial del apellido de soltera de Fillida Rossy, aunque, en ese momento, no se me podía ocurrir ningún apellido italiano que empezase por H.
Laura Bugatti intervino para decir que, a pesar de los atentados de las mafias en Italia y Rusia, la mayoría de los lectores europeos prefería estar al tanto de la violencia en los Estados Unidos que fijarse en la de sus propios países.
– Tienes razón -dijo, interviniendo por primera vez, la esposa del banquero-. Mi familia jamás habla de la violencia en Zurich, pero se pasan todo el tiempo haciéndome preguntas sobre los asesinatos que hay en Chicago. ¿No te pasa a ti lo mismo después del asesinato de ese tipo de la empresa de tu marido, Fillida?
Fillida pasó los dedos suavemente por la elaborada filigrana de su cuchillo. Noté que comía muy poquito, así que no era de extrañar que se le marcase tanto el esternón.
– D'accordo. Supongo que ese crimen salió en los periódicos de Bolonia porque saben que estoy viviendo aquí. Mi madre lleva llamándome varias mañanas seguidas para decirme que mande a Paolo y Marguerita de vuelta a Italia, donde no corren peligro. No sirve de nada que le repita una y otra vez que ese crimen se ha producido a treinta kilómetros de mi casa, en una zona horrible como otras que pueden encontrarse sin duda en Milán. E incluso puede que en Bolonia, aunque, la verdad, me resultaría difícil de creer.
– En tu ciudad natal, no, ¿verdad, cara? -dijo Bertrand-. Si es tu ciudad, tiene que ser la mejor del mundo, no puede existir nada desagradable.
Lo dijo riéndose y levantando su copa en dirección a su esposa, pero ella torció el gesto. El se puso serio, bajó la copa y se volvió hacia la mujer del banquero. Me pareció que el tono suave de Filuda tenía algo de intimidatorio: en aquella mesa no se admitían chistes sobre Bolonia, había que cambiarse de corbata si a ella no le parecía adecuada y variar de tema de conversación si le molestaba.
Laura Bugatti, al notar que Filuda estaba contrariada, preguntó enseguida con un tono de niña ansiosa:
– ¿Un crimen en la empresa de Bertrand? ¿Cómo es que no se me ha informado? Me estás ocultando una información cultural de gran importancia -le dijo a su marido con un mohín.
– Era un agente de seguros que trabajaba para Ajax, a quien encontraron muerto en su oficina -le contestó el banquero-. Ahora la policía ha dicho que se trata de un asesinato y no de un suicidio, como pensaron al principio. Usted trabajaba para él, ¿no es así, signora Warshawski?
– Trabajaba contra él -le corregí-. El tenía la clave de una controvertida… -me quedé pensando en cómo se decía aquello en italiano. Nunca he utilizado ese idioma para hablar de asuntos económicos. Al final, me volví hacia Rossy, que tradujo «reclamación sobre un seguro de vida».
– Bueno, pues él tenía la clave para resolver esa reclamación tan controvertida que se le ha hecho a Ajax, pero no conseguí que me revelara lo que sabía.
– Así que su muerte la ha dejado frustrada -me dijo el banquero.
– Sí, frustrada y perpleja, porque todos los papeles relacionados con ese seguro han desaparecido. Incluso hoy mismo alguien ha estado revolviendo en un archivador de la compañía para llevarse documentos.
Rossy colocó de un golpe la copa que tenía en la mano sobre la mesa.
– Y usted, ¿cómo lo sabe? ¿Por qué nadie me ha informado?
Abrí las manos en señal de ignorancia.
– Usted estaba en Springfield y yo he sido informada porque a su signor Devereux se le ocurrió sospechar que yo podía ser la responsable de ese robo.
– ¿En mi oficina? -me preguntó.
– En el Departamento de Reclamaciones. La copia que usted se quedó en su oficina sigue intacta -no añadí que a Ralph su sexto sentido le decía que en aquellos papeles había algo raro.
– O sea que usted jamás vio la documentación del agente -dijo Rossy, sin tomar en cuenta mi insinuación-. ¿Ni siquiera cuando estuvo en su oficina después de su muerte?
Dejé cuidadosamente el tenedor y el cuchillo sobre el filo dorado de mi plato.
– ¿Y cómo está usted al tanto de que he ido a la oficina de Fepple tras su muerte?
– Esta tarde hablé desde Springfield con Devereux y me dijo que usted le había llevado una especie de documento de la oficina del agente.
La doncella sustituyó los platos usados por otros también con filo de oro, con una mousse de frambuesa rodeada por los mismos frutos, pero frescos.
– La madre del difunto me dio una llave de la oficina y me pidió que fuera a ver si encontraba algo que la policía hubiese pasado por alto. Cuando entré, me encontré un trozo de un papel que parece un documento muy antiguo escrito a mano. La única razón por la que lo asocié con esa controvertida reclamación es que en él figura el nombre del tomador de la póliza, aunque no sabría decir si tiene algo que ver con la reclamación o se trata de otra cosa.
Laura Bugatti volvió a aplaudir.
– Esto es emocionante: un documento misterioso. ¿Sabe quién lo escribió o cuándo lo hizo?
Negué con la cabeza. Aquel interrogatorio me estaba haciendo sentirme incómoda y ella no tenía por qué saber que yo había llevado el papel a analizar.
– ¡Qué desilusión! -dijo Rossy dirigiéndome una sonrisa-. ¡Yo que había alardeado tanto de sus dotes sobrenaturales! Seguro que, al igual que Sherlock Holmes, usted será capaz de reconocer cincuenta y siete tipos diferentes de papel por sus cenizas.
– ¡Ay! -dije yo-. Mis poderes son imprevisibles. Son más aplicables a las personas y a sus motivaciones que a los documentos.
– Y, entonces, ¿por qué preocuparse siquiera? -me preguntó Fillida, mientras sus dedos se afirmaban alrededor del pesado mango de la cuchara que no había utilizado.
En su tono suave y distante había un aire de superioridad que me hizo sentir ganas de contestar de forma agresiva.
– Se trata de la reclamación de una familia afroamericana pobre del sur de Chicago. Si Ajax le pagara sus diez mil dólares a la inconsolable viuda, aprovecharía una magnífica oportunidad para poner en práctica toda esa retórica que Preston Janoff ha manifestado hoy.
– O sea que está actuando simplemente por nobleza de corazón y no porque tenga ninguna prueba -dijo el banquero, con un tono que sugería que sus palabras no encerraban ningún cumplido.
– Y ¿por qué intenta implicar en ello a la empresa de Bertrand? -añadió la novelista.
– No sé quién cobró el cheque que extendió Ajax en 1991 -dije volviendo a utilizar el inglés para estar segura de que me expresaba con claridad-. Pero hay dos razones por las que pienso que o bien fue el agente o bien alguien de la compañía de seguros: por lo que he averiguado acerca de la familia que ha presentado la reclamación y por el hecho de que el expediente original haya desaparecido. No sólo el de la agencia, sino también el de la compañía de seguros. Puede que quien se los llevó no se diera cuenta de que todavía quedaba otra copia en el despacho del señor Rossy.
– Ma il corpo -dijo la mujer del banquero-. ¿Usted vio el cuerpo? ¿Es cierto que la postura, el lugar en el que estaba el arma y todo eso hicieron que la policía creyera que se trataba de un suicidio?
– La signara Bugatti tiene razón -dije yo-. A los europeos les encanta conocer los detalles de la violencia en Estados Unidos. Desgraciadamente, la madre del señor Fepple no me dio la llave de la oficina hasta después del asesinato de su hijo, así que no puedo darle detalles sobre la posición del cuerpo.
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