Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Yo no sabía nada en concreto de la codicia de Durham, aunque estaba claro que su sueldo de concejal no le daría para comprar comida, después de pagar aquellos trajes tan caros. Pero casi todos los políticos de Chicago tienen su precio y, por lo general, no es demasiado alto. Probablemente Rossy habría invitado a Durham a su casa para sobornarlo. Pero ¿qué le habría podido ofrecer a Posner para quitarse a un fanático como él de encima?

Era casi medianoche cuando pude encontrar un lugar para aparcar en una de las calles laterales, cerca de mi casa. Yo vivía a cinco kilómetros del edificio de los Rossy en dirección oeste. Cuando me mudé, aquél era, sobre todo, un barrio tranquilo de clase obrera, pero últimamente habían abierto tal cantidad de boutiques y restaurantes de moda que incluso a aquellas horas de la noche era una pesadez conducir por allí. Un autobús que viró con brusquedad delante de mí en Wrigley Field me apartó de mis pensamientos y me hizo concentrarme en el tráfico.

A pesar de ser tan tarde, mi vecino y los perros todavía estaban despiertos. El señor Contreras debía de estar esperándome sentado junto a su puerta, porque, nada más entrar en mi casa, apareció con Mitch y Peppy. Los perros dieron vueltas sin cesar por el diminuto vestíbulo, mordiéndome suavemente para demostrarme que estaban enfadados por mi larga ausencia.

El señor Contreras se sentía solo y abandonado, igual que yo. Aunque estaba agotada, saqué a los perros a correr un rato alrededor de la manzana y después me senté con el viejo en su atiborrada cocina. Estaba bebiendo grappa. Yo preferí una infusión de manzanilla con un chorrito de coñac. El esmalte de la cocina estaba todo levantado y la única decoración era un calendario de la Human Society en el que se veía a una carnada de cachorritos. El coñac era barato y fuerte, pero me sentía más cómoda allí que en el recargado salón de los Rossy.

– ¿Morrell se ha ido hoy? -me preguntó el viejo-. Me imaginé que estarías triste. ¿Va todo bien?

Solté un gruñido impreciso, pero al final acabé contándole en detalle cómo había encontrado el cuerpo de Fepple, la historia de la familia Sommers, la desaparición del dinero, de los documentos y la fiesta de aquella noche. Se enfadó porque no le había contado antes lo de Fepple -«Después de todo, bonita, estabas conmigo en la cocina cuando dieron la noticia por la radio»- pero, después de refunfuñar un poco, me dejó continuar con mis historias.

– Estoy cansada. No puedo pensar con claridad. Pero tengo la sensación de que en la cena de esta noche todo estaba cuidadosamente orquestado -le dije-. En aquel momento me dejé llevar por la conversación, pero ahora me parece que eran ellos los que me conducían y me acorralaban para que hablase de algo concreto. Aunque no sé si lo que les interesaba era el descubrimiento del cuerpo de Fepple o lo que había visto en la carpeta de Sommers.

– O ambas cosas -sugirió mi vecino-. Tú dijiste que el nombre de esa chica del Departamento de Reclamaciones estaba en el ordenador del agente de seguros, pero ella dice que nunca estuvo allí. Puede que sí haya estado. Puede que estuviera después de que lo matasen y que tenga miedo de decirlo.

Deslicé los dedos entre las sedosas orejas de Peppy.

– Es posible. Y en ese caso puedo entender que Ralph Devereux intentara protegerla, pero la verdad es que no veo que sea algo que pueda interesarle demasiado a Rossy o a su mujer. No tanto como para invitarme a cenar e intentar sonsacarme información. Me dijo que lo hacía porque su mujer estaba muy sola y quería que yo hablase italiano con ella, pero estaba rodeada de amigos o, en cualquier caso, de aduladores, y no me necesitaba para nada, excepto para sacarme información.

Fruncí el ceño mientras le daba vueltas al asunto y continué:

– Deben de haberse enterado de la aparición del cuerpo de Fepple y Rossy me llamó para ver qué sabía yo, pero no entiendo por qué. A no ser que en la compañía estén mucho más preocupados por la reclamación de Sommers de lo que están dispuestos a admitir. Lo cual significa que podría ser la punta de un iceberg espantoso que no estoy viendo.

»Fue una invitación tan de última hora -continué diciendo- que me pregunto si los actores ya estaban invitados o los reunieron en aquel instante, sabiendo que harían bien su papel. Sobre todo Laura Bugatti, la mujer del agregado cultural italiano. Era la que hacía de ingenua entusiasta.

– ¿Y eso qué es?

– Pues, la típica cabeza hueca, un poco fuguillas, capaz de preguntar las cosas más tremendas como si no se diera cuenta de lo que estaba diciendo. Aunque puede que sea así de verdad. Lo cierto es que todos me hicieron sentirme torpe y vulgar, hasta la estadounidense que estaba allí, una escritora bastante estirada. Espero no haberme gastado nunca ni un centavo en un libro suyo. Era como si me hubiesen invitado para que fuera la diversión de la noche. Como si fuese un espectáculo en el que yo era la protagonista, pero la única que no conocía el guión.

– Yo no sé si el dinero puede comprar o no la felicidad, pero una cosa sí que sé, cielo, y es que el dinero no puede comprar el carácter. Cosa que tú tienes diez veces más que cualquier grupo de ricachones que te invite a cenar para tirarte de la lengua.

Le di un beso en la mejilla y me levanté. Tenía demasiado sueño para pensar y, más aún, para hablar. Con la misma rigidez que el viejo, subí las escaleras para irme a la cama y me llevé a Peppy conmigo: las dos necesitábamos un poco de mimo esa noche.

La luz de mi contestador automático estaba parpadeando. Me encontraba tan agotada que pensé en escuchar los mensajes al día siguiente, pero entonces me acordé de que podía haberme llamado Morrell. Y, en efecto, el primer mensaje era suyo, diciéndome que me echaba de menos, que me quería, que estaba muerto de cansancio pero, al mismo tiempo, tan nervioso que no podía dormir. «Yo también», le contesté, y rebobiné la cinta una y otra vez para escuchar su voz.

El segundo mensaje era de mi servicio de contestador para decir que Amy Blount había llamado dos veces: «Está enfadada e insiste en que te pongas en contacto con ella de inmediato, pero no ha dicho por qué». ¿Amy Blount? Ah, sí, la joven que había escrito sobre la historia de los ciento cincuenta años de Ajax.

De inmediato, decía, pero no en aquel preciso momento, a la una de la madrugada después de una jornada que había durado veinte horas. Apagué el contestador automático, me quité el traje de chaqueta y me tiré en la cama sin quitarme la blusa ni los pendientes de brillantes en forma de lágrima que fueron de mi madre.

Por primera vez desde hacía más de una semana, dormí toda la noche de un tirón. Me despertó Peppy, dándome unos golpecitos con el hocico, poco después de las ocho. Me dolía la oreja derecha, porque había dormido de ese lado y se me había clavado el pendiente de mi madre. El izquierdo se me había caído entre las sábanas. Revolví toda la cama hasta que lo encontré y después guardé los dos pendientes en mi caja fuerte, al lado de la pistola. Los brillantes de mi madre y la pistola de mi padre. Quizás la escritora amiga de Fillida Rossy pudiese hacer un poema con aquello.

Mientras dormía, mi servicio de contestador y Mary Louise me habían dejado más mensajes diciendo que Amy Blount había vuelto a llamar y que quería hablar conmigo. Gruñí y fui a la cocina a preparar café.

Me senté en el porche trasero con un expreso doble entre las manos, mientras Peppy se dedicaba a olfatear el patio, y allí me quedé hasta que me sentí lo suficientemente despierta como para estirar mis agarrotadas articulaciones. Por fin, después de hacer todos mis ejercicios, incluyendo una carrera de ida y vuelta hasta el lago de siete kilómetros, con los perros protestando porque les hacía ir demasiado deprisa, volví a conectarme con el mundo exterior.

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