Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Rossy frunció el ceño.

– Lamento que le parezcamos unos cotillas pero, como ya ha oído, en Europa las madres se preocupan por sus hijas y por sus nietos. Aunque, quizás podríamos hablar de cosas menos sangrientas.

Filuda asintió.

– Sí, creo que ya se ha hablado de demasiados asuntos sangrientos en mi mesa. ¿Por qué no volvemos al salón para tomar el café?

Mientras el resto del grupo se sentaba en los mullidos sofás de color pajizo, le di las gracias a Fillida Rossy y me excusé.

Una serata squisita. Lamento tener una cita mañana temprano, lo que me obliga a marcharme sin tomar café.

Ni Fillida ni su marido hicieron el menor esfuerzo para que me quedara un rato más, aunque Fillida dijo algo sobre ir juntos una noche a la ópera.

– A pesar de que no puedo creer que se pueda cantar Tosca fuera de La Scala. Me parece una herejía.

Bertrand me acompañó hasta la puerta repitiendo con tono cordial que mi compañía había sido un placer. Esperó en el umbral hasta que llegó el ascensor. Oí que, en el interior, la conversación giraba en torno a Venecia, a cuyo festival de cine habían asistido Fillida, Laura y Janet.

Capítulo 32

El cliente en chirona

Mi rostro reflejado en el espejo del ascensor tenía un aspecto salvaje y descuidado, como si hubiera pasado años en la selva, lejos de todo contacto con los seres humanos. Me pasé un peine por mi abundante cabellera con la esperanza de que mis ojeras fueran un mero efecto de la luz.

Saqué un billete de diez dólares de mi cartera y me lo coloqué doblado en la palma de la mano. Cuando llegué al vestíbulo del edificio, le dediqué al portero una sonrisa que pretendía ser encantadora e hice un comentario sobre el tiempo.

– Está agradable para esta época del año -dijo, coincidiendo con mí comentario-. ¿Necesita un taxi, señora?

Le dije que no iba lejos y añadí:

– Espero que no sea difícil conseguir taxis más tarde, porque me da la impresión de que los demás invitados de los Rossy están dispuestos a quedarse toda la noche.

– Ah, sí. Sus fiestas son muy cosmopolitas. La gente suele quedarse hasta las dos o las tres de la madrugada.

– La señora Rossy es una mujer que se preocupa mucho por sus hijos. Creo que mañana le va a resultar difícil levantarse a la vez que ellos -comenté al recordar la forma en que los había abrazado y besado antes de que se fueran a la cama.

– No, si es la niñera quien los lleva al colegio, pero si quiere saber mi opinión, serían más felices si se preocupara menos por ellos. Al menos, el niño. Siempre está tratando de que no le abrace tanto en público. Supongo que el chico ha visto que en los colegios estadounidenses las madres no abrazan a sus hijos ni están todo el tiempo arreglándoles la ropa.

– Es una dama que tiene una forma de hablar muy suave, sin embargo me da la impresión de que es ella quien lleva las riendas allí arriba.

Le abrió la puerta a una señora mayor que salía con un perrito, al tiempo que le comentaba lo bonita que estaba la noche para dar un paseo. El perrito enseñó los dientes bajo una mata de pelo blanco.

– ¿Va a trabajar con ellos? -me preguntó cuando se habían marchado.

– Oh, no. No. Tengo negocios con el señor Rossy.

– Estaba a punto de decirle que yo no trabajaría allí arriba ni por todo el oro del mundo. La señora tiene una visión muy europea de lo que debe ser el servicio, incluyéndome a mí. Para ella yo soy como un mueble que le consigue taxis. Según he oído, la del dinero es ella. El señor se casó con la hija del jefe y todavía hoy sigue bailando al ritmo que le marca la familia. Bueno, eso es lo que he oído.

Soplé un poquito más la brasa.

– Pero supongo que debe de ser bueno trabajar con ella porque, si no, Irina no se hubiese venido desde Italia para seguir a su servicio.

– ¿De Italia? -preguntó mientras le abría la puerta a una pareja de adolescentes, aunque con ellos no habló-. Irina es polaca. Con toda probabilidad está aquí de manera ilegal. Todo el dinero que gana se lo manda a su familia en Polonia, como casi todos los inmigrantes. No, lo que la señora trajo de Italia fue una niñera para que cuidase a los niños y para que no olvidaran el italiano mientras estaban aquí. Una estirada que no te da ni la hora -añadió con aire resentido. Cotillear sobre los jefes es lo que convierte un trabajo aburrido en interesante.

– Entonces, ¿las dos chicas viven aquí? Así, por lo menos, Irina puede dormir un poco más después de trabajar hasta tan tarde como esta noche.

– ¿Está de broma? Ya le he dicho que para la señora Rossy los criados son eso, criados. Da igual a que hora se marchen los invitados, el señor está siempre a las ocho en pie para ir a trabajar y créame que no es la señora la primera en levantarse para ocuparse de que le sirvan el desayuno como a él le gusta.

– Ya sé que reciben mucho en casa. Esperaba encontrarme con el concejal Durham en la cena, puesto que ha estado aquí más temprano. O con Joseph Posner -deposité con disimulo el billete de diez sobre la mesa de mármol donde tenía las pantallas del circuito cerrado para vigilar los ascensores y la calle.

– ¿Posner? Ah, se refiere al judío -el portero se metió el billete de diez en el bolsillo con toda naturalidad sin siquiera detenerse a tomar aire-. No creo que la señora les dejase sentarse a ninguno de ellos a su mesa. Alrededor de las seis y media llegó ella a toda velocidad, hablando por el teléfono móvil. Supongo que con el señor, porque hablaba en italiano. Entonces colgó y se volvió hacia mí. Nunca grita pero, da igual, te da a entender perfectamente que está muy, pero muy cabreada: «Mi marido ha invitado a unas personas con las que tiene negocios esta noche por asuntos de trabajo. Vendrá un hombre negro. Hágale esperar en el vestíbulo hasta que llegue mi marido. Yo no puedo atender a un desconocido mientras me arreglo para recibir a mis invitados». Con eso quería decir maquillarse y esas cosas.

– Así que el señor Rossy esperaba la visita del concejal Durham. ¿Y no había invitado también a Posner?

El portero negó con la cabeza.

– Posner se presentó de improviso y tuvimos un enfrentamiento a gritos cuando no le dejé subir solo. El señor Rossy dijo que le recibiría cuando se marchase el concejal, pero Posner sólo estuvo arriba unos quince minutos.

– Así que Posner se habrá quedado bastante disgustado porque le dedicaran tan poco tiempo, ¿no?

– Oh no, el señor Rossy es un buen tipo, no como la señora. Él siempre tiene tiempo para hacer una broma o dar una propina, al menos cuando ella no está mirando. Aunque es normal que, si tienen un pastón, te suelten un dólar de vez en cuando, sobre todo si uno se va a la carrera hasta la esquina de Belmont para conseguirles un taxi. En fin, que el señor Rossy se las arregló para tranquilizar al judío en quince minutos. Aunque yo no puedo soportar cuando van disfrazados, ¿y usted? En este edificio tenemos un montón de judíos y van tan normalitos como usted y como yo. ¿Para qué se ponen ese sombrero y esa bufanda y todo eso?

Un taxi que paró delante del portal me salvó de tener que responder. El portero salió disparado en cuanto bajó del taxi una mujer con varias maletas enormes. Me pareció que ya había averiguado bastante, aunque no todo lo que quería. Salí a la vez que él y crucé la calle rumbo a mi coche.

Fui a casa por Addison, intentando encontrarle una lógica a todo aquello. Rossy había invitado a Durham. ¿Antes de la manifestación? ¿Después de regresar de Springfield? Y, por lo que fuera, Posner se había enterado y había seguido a Durham hasta la casa. Donde Rossy disipó sus enfurecidas sospechas.

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