El conductor de la limusina abrió la puerta y salió. Parpadeé: era un agente de policía de Chicago. O sea que alguien del ayuntamiento estaba allí en visita oficial. Cuando la puerta del edificio se abrió, me incorporé para ver si era el propio alcalde el que salía. Pero al ver quién salió en realidad me quedé boquiabierta. Había visto aquella cabeza de toro y aquella chaqueta azul marino de corte impecable en el centro de la ciudad sólo dos horas antes. Era el concejal Louis Bull Durham. Aunque en aquel tramo de Lake Shore Drive vivía mucha gente importante, me apostaba lo que fuera a que era a Bertrand Rossy a quien había ido a visitar.
Mientras seguía con la vista fija en el edificio de los Rossy, preguntándome quién estaría untando a quién, sufrí otro sobresalto: alguien con un bombín y unas borlas visibles bajo su abrigo abierto
surgió como un muñeco con resorte de entre los arbustos y se dirigió a toda prisa Hacia el vestíbulo. Salí de mi coche y fui calle abajo para poder observar el interior del vestíbulo. Joseph Posner estaba gesticulando mientras hablaba con el portero. Pero ¿qué diablos estaba pasando?
¿Una fiesta?
Cuando, una hora más tarde, entré jadeando y a la carrera en el vestíbulo del edificio de los Rossy, Durham y Posner se me habían ido momentáneamente de la cabeza. Mi mente estaba ocupada, sobre todo, con la imagen de Lotty, a la que, de nuevo, había dejado sumida en la angustia pero, aun así, no dejaba de ser consciente de que llegaba tarde, a pesar de haber recorrido a toda velocidad los últimos quinientos metros hasta allí. Me paré, sin aliento, junto a mi coche para quitarme el suéter de cuello alto y los zapatos de suela de goma de crepé y cambiarlos por la blusa de seda rosa y los zapatos de tacón. Me aseguré de colocarme bien los pendientes de brillantes de mi madre y luego me peiné mientras cruzaba la calle corriendo. Intenté darme un poco de maquillaje en el ascensor, mientras subía al piso once, pero, a pesar de todo, no estaba contenta de mi aspecto al llegar a la puerta y me sentí aún peor cuando la anfitriona dejó a sus otros invitados para venir a saludarme.
Filuda Rossy era una mujer de treinta y pocos años, casi tan alta como yo. Sus amplios pantalones palazzo de seda salvaje, con un suéter de nudos del mismo tono oro apagado, ponían de relieve su esbeltez y su fortuna. Llevaba unos rizos rubio oscuro retirados de la cara con unos pasadores de diamantes y otro diamante mayor colgado al cuello, anidado en el hueco que se forma entre las clavículas.
Estrechó la mano que yo le extendía con las dos suyas y casi me la acarició.
– Mi marido me ha hablado tanto de usted que estaba muy interesada en conocerla, signora -me dijo en italiano-. La conversación que mantuvieron fue para él una charla llena de sorpresas. Me dijo que le había leído usted la buenaventura.
Me llevó de la mano para presentarme a los demás invitados, que eran el agregado cultural italiano y su esposa, una mujer morena y vivaracha de una edad similar a la de Filuda, un alto directivo de banca suizo y su esposa, ambos bastante mayores que los Rossy, y una novelista estadounidense que había vivido muchos años en Sorrento.
– Es la detective de la que ha estado hablando Bertrand, la que tiene su oficina en un barrio de quiromantes.
Me dio unos golpecitos en la mano como para darme ánimos, como una madre que presenta a una hija tímida a unos desconocidos. Me sentí incómoda, retiré la mano y pregunté dónde estaba el señor Rossy.
– Mío manto si comporta scandaloso -dijo con una amplia sonrisa-. Ha adoptado las costumbres estadounidenses y, en vez de estar atendiendo a sus invitados, está hablando por teléfono, lo que me resulta vergonzoso, pero vendrá enseguida.
Musité un piacere a los demás invitados e intenté dejar de pensar en inglés y en la conversación que había tenido con Lotty para pasar al italiano y a discutir los distintos méritos de las pistas de esquí suizas, francesas e italianas que, aparentemente, era de lo que estaban tratando en el momento de mi llegada. La mujer del agregado cultural estaba entusiasmada con Utah y decía que, por supuesto, cuanto más peligrosas eran las pistas, más le gustaban a Fillida.
– Cuando me invitaste a la casa de tu abuelo en Suiza el último año del colegio, recuerdo que yo me quedaba en el refugio mientras tú bajabas por las pistas más terroríficas que he visto jamás, sin despeinarte ni un solo pelo. Tu abuelo resoplaba a través del bigote y hacía como que aquello no tenía importancia pero estaba superorgulloso. Tu pequeña Marguerita ¿ha salido igual de temeraria?
Fillida levantó las manos, con unas preciosas uñas perfectamente arregladas, y dijo que la osadía de aquellos años había quedado atrás.
– Ahora me resulta casi insoportable no tener a mis hijos a la vista, así que me quedo con ellos en las pistas de los principiantes. No sé qué haré cuando se empeñen en ir a las pistas gigantes. He aprendido a compadecer a mi pobre madre que pasaba una agonía con mis imprudencias -lanzó una mirada a la repisa de mármol de la chimenea, en la que había un sinfín de fotografías de sus hijos, tantas que los marcos estaban casi unos encima de otros.
– Entonces no querrás llevarlos a Utah -dijo la mujer del banquero-. Sin embargo, en Nueva Inglaterra hay muy buenas pistas para las familias.
El esquí no era mi fuerte y no me animaba a participar, aunque solía hablar en italiano con frecuencia, la suficiente como para meterme de inmediato en una conversación tan rápida como aquélla. Empecé a pensar que debería haber llamado para excusar mi presencia y haberme quedado con Lotty. Aquella noche me había parecido aún más angustiada e inquieta que el domingo.
Después de haber visto cómo entraba Posner en el edificio de los Rossy, me había ido calle arriba hasta la casa de Lotty sin saber si me diría que subiese o no. Pero, tras cierto titubeo, le dijo al portero que me dejara pasar. Cuando salí del ascensor, estaba esperándome en el vestíbulo. Antes de poder decir nada, me preguntó bruscamente qué quería. Intenté que su aspereza no me afectara y le contesté que estaba preocupada por ella.
Frunció el ceño.
– Como ya te he dicho por teléfono, siento haber arruinado la fiesta de Max, pero ahora ya estoy bien. ¿Ha sido Max quien te ha enviado para comprobarlo?
Negué con la cabeza.
– Max está preocupado por la seguridad de Calia. En estos momentos no creo que esté pensando en ti.
– ¿La seguridad de Calia? -dijo levantando sus oscuras y espesas cejas-. Max es un abuelo que adora a su nieta, pero no me parece que sea un angustias.
– No, no es un angustias -coincidí con ella-, pero es que Radbuka ha estado acechando a Calía y a Agnes.
– ¿Acechándolas? ¿Estás segura?
– Merodeando al otro lado de la calle, abordándolas, intentando que Agnes admitiera que Calia era pariente suya. ¿Eso a qué te suena? ¿Las estaba acechando o era la visita de un amigo? -le respondí con rudeza, molesta a mi propio pesar ante su tono de desdén.
Se tapó los ojos con las manos.
– Esto es ridículo. ¿Cómo puede pensar que son parientes?
– Si alguien supiera quién es él en realidad o quiénes eran los Radbuka, tal vez fuese más fácil contestar a tu pregunta -le dije encogiéndome de hombros.
Apretó los labios hasta que su amplia boca quedó reducida a una simple línea.
– No tengo por qué dar explicaciones, ni a ti ni a Max y menos que a nadie a ese ser absurdo. Si quiere jugar a que es un superviviente de Theresienstadt, dejadlo que lo haga.
– ¿Jugar? Lotty, ¿es que tú sabes que está jugando?
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