Sonó la campanita de llegada del ascensor. Mientras entraba, Ralph me preguntó, como de pasada, que dónde había estado yo el viernes por la noche.
– Con unos amigos que responderán por mí.
– Estoy seguro de que tus amigos responderán por ti -dijo Ralph con tono agrio.
– ¡Levanta ese ánimo! -dije yo poniendo una mano para evitar que las puertas del ascensor se cerraran-. La madre de Connie hará lo mismo por ella. Y otra cosa, Ralph, en lo del expediente de Sommers, sigue tu instinto. Si tu sexto sentido te dice que hay algo que no está bien, intenta ver qué puede ser. ¿Lo harás?
Para cuando llegué al vestíbulo de entrada, la calle estaba tranquila. La mayor parte de los empleados ya se habían ido, con lo cual no tenía sentido que Posner y Durham siguieran haciendo desfilar a sus tropas. Todavía quedaban unos cuantos polis en la intersección, pero, salvo por los folletos tirados por las aceras, no había rastros de la multitud que estaba allí cuando llegué. Había perdido la oportunidad de seguir a Radbuka hasta su casa, al Radbuka cuyo apellido paterno no había sido Ulrich.
De camino al aparcamiento me paré en una entrada para llamar a Max, en parte para decirle que pensaba que Radbuka no iría por allí aquella noche y, en parte, para saber si estaba dispuesto a enseñarle a Don los papeles sobre su búsqueda de la familia Radbuka.
– Ese tal Streeter es estupendo con la pequeña -me dijo-. Está siendo de gran ayuda. Aunque pienses que ese hombre que se hace llamar Radbuka no va a venir por aquí, creo que le vamos a pedir que se quede esta noche.
– Sí, debes quedarte a Tim, sin duda. Yo no puedo garantizarte que Radbuka no vaya a molestarte, sino, solamente, que de momento anda pegado a Joseph Posner. Le he visto a su lado en la manifestación a las puertas del edificio Ajax hace una hora. Apuesto a que eso le hace sentirse lo suficientemente aceptado como para mantenerlo alejado de tu casa esta noche, pero ese tipo es como una bala perdida que puede salir rebotando por cualquier sitio.
También le conté la entrevista que había tenido con Rhea Wiell.
– Es la única persona que parece capaz de ejercer algún control sobre Radbuka pero, por alguna razón, no está dispuesta a hacerlo.
Si le dejas a Don ver las notas de ese penoso viaje que hiciste a Europa después de la guerra, tal vez él persuada a Rhea de que es cierto que tú no estás emparentado con Paul.
Después de que Max me dijera que estaba de acuerdo, dejé un mensaje en el buzón de voz del teléfono móvil de Don diciéndole que lo llamase. Eran las seis y media y no me quedaba tiempo suficiente para pasar por casa o por la oficina antes de ir a la cena. Después de todo, podía intentar pasarme por casa de Lotty antes de ir a la de los Rossy.
Las seis y media de la tarde en Chicago, la una y media de la mañana en Roma, donde Morrell estaría a punto de aterrizar. Pasaría el día siguiente allí con los del equipo de Médicos para la Humanidad, volaría a Islamabad el jueves y luego iría por tierra a Afganistán. Durante un momento me sentí vencida por la desolación: mi cansancio, las preocupaciones de Max, la agitación de Lotty… y todo aquello con Morrell casi al otro lado del mundo. Estaba demasiado sola en aquella gran ciudad.
Un pobre hombre que estaba vendiendo el Streetwiser, el periódico de los sin techo, vino danzando hacia mí voceando el nombre de la publicación. Cuando me vio el gesto, cambió de cantinela.
– Cariño, te pase lo que te pase no puede ser tan malo. Tienes un techo, ¿verdad? Y puedes comer tres veces al día, si tienes tiempo. Y, aunque tu mami haya muerto, sabes que te quería, así que ¡levanta ese ánimo!
– ¡Qué amabilidad la de los extraños! -le dije mientras pescaba un dólar del bolsillo de la chaqueta.
– Así es. Nada más amable que un extraño y nada más extraño que alguien amable. Ya lo sabes. Que tengas una buena tarde y que conserves esa bonita sonrisa.
No diré que me fuera de allí henchida de felicidad, pero sí que logré ponerme a silbar «Siempre que siento miedo» mientras bajaba los escalones hacia el aparcamiento.
Tomé por Lake Shore Drive hasta Belmont, donde giré y empecé a buscar un sitio para aparcar. Lotty vivía a ochocientos metros calle arriba, pero conseguir un sitio en esa zona es un bien tan escaso que me quedé en la primera plaza que encontré. Resultó ser una buena elección porque*sólo estaba a media manzana de la puerta de la casa de Rossy.
Había estado posponiendo la llamada a Lotty durante el trayecto: no quise hacerlo desde una calle del centro para evitar las interferencias del ruido de fondo, y tampoco quise hacerlo desde el coche porque es peligroso conducir y hablar por teléfono. Así que decidí hacerlo tan pronto hubiera estado cinco minutos con los ojos cerrados, dejando la mente en blanco y haciéndome la ilusión de haber descansado para encontrarme lo suficientemente fuerte como para encajar cualquier pelotazo emocional que me pudiera lanzar Lotty.
Tiré de la palanca para que el asiento quedase casi horizontal. Al ir a recostarme, vi que una limusina se detenía frente al edificio de los Rossy. Sin demasiado interés, miré para ver si era el presidente de Ajax, eufórico por la votación favorable de aquel día en Springfield, quien iba a dejar a Rossy en su casa. Janoff y Rossy podían haber vuelto en limusina desde Meigs Field, tomándose unas copas y bromeando en el asiento trasero. Pero como, tras unos minutos, no vi que bajase nadie, perdí el interés, pensando que sería un coche que estaba esperando a alguien que estuviera en el edificio.
Rossy estaría bastante satisfecho con la votación, ya que Edelweiss había adquirido Ajax para que le sirviera de cabeza de playa en su desembarco en los Estados Unidos. No les habría gustado en absoluto que el estado de Illinois hubiese votado a favor de una investigación en sus archivos, buscando pólizas contratadas por personas que habían sido asesinadas en Europa. Una búsqueda de ese tipo les habría costado un pastón. Claro que Ajax debía de haber soltado una buena suma de dinero a los legisladores para conseguir que los votos se inclinaran a su favor, pero supuse que considerarían que les resultaría más barato que verse obligados a mostrar en público los archivos de sus seguros de vida.
Por supuesto, era improbable que Ajax hubiese contratado muchas pólizas en Europa Central y Europa del Este durante la década de 1930, a menos que tuviesen una empresa subsidiaría que sí hubiera hecho mucho negocio en la zona. Pero no creía que fuese el caso. Los seguros, igual que la mayoría de los negocios antes de la Segunda Guerra Mundial, se movían en ámbitos regionales. De todas formas, era posible que Edelweiss pudiera haber estado relacionada de algún modo con víctimas del Holocausto. Pero, tal como había argüido Janoff ese mismo día, agitando en la mano el librito con la historia de la empresa escrita por Amy Blount, Edelweiss no era más que una modesta compañía de seguros regional antes de la guerra.
Me pregunté cómo habrían logrado convertirse en el gigante internacional que eran en el presente. Puede que, durante la guerra, se hubieran comportado como unos bandidos. No cabía la menor duda de que, entonces, se podía hacer un montón de dinero asegurando los productos químicos, ópticos y otras pequeñeces por el estilo que producían los suizos para la Alemania en guerra. No es que eso fuese relevante para el proyecto de ley que el estado de Illinois estaba discutiendo y que sólo se refería a los seguros de vida, pero la gente vota con el corazón y no con la cabeza. Si alguien demostraba que Edelweiss se había enriquecido gracias a la maquinaria bélica del Tercer Reich, la Asamblea Legislativa los castigaría obligándolos a hacer pública la lista de sus seguros de vida.
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