– Supongo que podría ponerme en contacto con el hospital y ver si tienen la lista de pacientes de 1947 -dije, sin demasiado convencimiento-. ¿Qué encontraste en Viena? ¿Fuiste a…, a…? -volví a mirar la carta de Lotty y pronuncié de mala manera los nombres de las calles en alemán.
Max pasó las páginas de la carpeta hasta llegar al final, de donde sacó una libreta de aspecto vulgar, guardada en otra funda de plástico.
– He mirado mis anotaciones, pero no me dicen gran cosa. La Bauernmarkt, donde vivía mi familia, había resultado muy dañada durante el bombardeo. Recuerdo que caminé por toda esa zona, conocida como la Matzoinsel y que era donde se concentraron los judíos que emigraron de Europa del Este a principios de siglo. Estoy seguro de que intenté encontrar ese lugar en la Leopoldsgasse. Pero en aquel sitio había tanta desolación que me resultó demasiado deprimente. Yo anotaba y conservaba toda la información que obtenía de las diferentes agencias que visitaba.
Abrió la libreta con cuidado, como si temiera rasgar el delicado papel.
– Shlomo y Judit Radbuka: deportados a Lodz el 23 de febrero, 1941, con Edith (creo que ése es el nombre que Lotty confundió con el de Eva), Rachel, Julie y Mará. Y una lista de siete hijos, con edades comprendidas entre los dos y los diez años. Después me costó gran trabajo averiguar qué había pasado en el gueto de Lodz. En aquella época Polonia era un país muy complicado. Todavía no estaba bajo control comunista pero, aunque hubo personas que me sirvieron de gran ayuda, también existieron unos pogroms feroces contra lo que quedaba de la comunidad judía. Me encontré con la misma desolación y penuria que en el resto de Europa. Polonia había perdido una quinta parte de su población durante la guerra. Estuve a punto de darme por vencido una media docena de veces, pero al final pude conseguir algunos datos de la administración del gueto. Todos los Radbuka habían sido deportados a un campo de exterminio en junio de 1943. Ninguno había sobrevivido.
»En cuanto a mi propia familia -continuó diciendo-, bueno, encontré a un primo en uno de los campos de deportados e intenté convencerlo de que se fuese conmigo a Inglaterra, pero él había tomado la firme resolución de volver a Viena. Allí vivió el resto de su vida. En aquel momento nadie sabía lo que iba a pasar con los rusos y con Austria pero, al final, a mi primo le fue bien. Aunque siempre llevó una vida solitaria después de la guerra. De niño le había admirado tanto (era ocho años mayor que yo) que me resultaba difícil verlo tan amedrentado, tan retraído.
Lo escuché de pie, sintiéndome mal por todas aquellas imágenes que estaba conjurando, y luego exclamé:
– Pero, entonces, ¿por qué Lotty usó el nombre de Sofie Radbuka? Yo… Esa historia… Esa historia de Cari yendo al campo, buscando la cabaña donde estaba Lotty… y ella, al otro lado de la puerta, utilizando el nombre de una persona muerta… Todo es muy desconcertante. Y no concuerda con la forma de ser de Lotty.
Max se frotó los ojos.
– Todos tenemos momentos inconfesables en nuestras vidas. Puede que Lotty haya creído que era responsable de la pérdida o muerte de esa tal Sofie Radbuka, ya fuese una prima o una paciente. Cuando Lotty creyó que iba a morir… Bueno, entonces todos teníamos unas vidas muy difíciles, trabajábamos mucho, tuvimos que soportar la pérdida de nuestras familias. En Inglaterra también sufrimos muchísimas penurias después de la guerra. Tuvimos que limpiar de escombros nuestros propios barrios bombardeados. Había escasez de carbón, hacía mucho frío, nadie tenía dinero y seguía habiendo racionamiento de comida y de ropa. Puede que Lotty se derrumbase por el estrés y acabase identificándose con esa mujer llamada Radbuka.
»Recuerdo cuando Lotty regresó después de su enfermedad -continuó diciendo-. Era en invierno. Tal vez, en febrero. Había adelgazado mucho. Pero trajo del campo una docena de huevos y un cuarto de kilo de mantequilla y nos invitó a cenar a Teresz, a mí y a todos los demás del grupo. Hizo un revuelto con todos los huevos y la mantequilla y nos dimos un festín maravilloso. En determinado momento Lotty proclamó que nunca más permitiría que su vida se convirtiese en un rehén del destino. Estaba tan furiosa que todos evitamos hacer cualquier comentario. Por supuesto que Cari se había negado a ir. Pasaron muchos años antes de que él volviese a dirigirle la palabra.
Le hablé acerca del tablón de anuncios que había encontrado en Internet con el mensaje del Escorpión Indagador.
– Por lo tanto, es verdad que existió alguien, en los años cuarenta y en Inglaterra, que tenía ese nombre -le dije-. Pero me parece que la respuesta de Paul Radbuka fue tan desmedida que Escorpión ni le contestó. Yo le dejé un mensaje a Escorpión diciéndole que podía ponerse en contacto con Freeman Cárter si quería discutir algún tema confidencial.
Max se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
– No sé. No sé qué significa todo esto. Lo único que me gustaría es que Lotty me dijera qué es lo que la atormenta o, si no, que dejara de comportarse de esa forma tan melodramática.
– ¿Has hablado con ella desde el domingo por la noche? Yo lo intenté anoche y casi me arranca la cabeza.
Max gruñó por lo bajo.
– Ésta ha sido una de esas semanas en las que me pregunto qué nos hace seguir siendo amigos. Ella es una cirujana importante; siente mucho no haberse encontrado bien en mi deliciosa fiesta, pero ahora ya está mejor, muchas gracias, y tiene que ocuparse de sus pacientes.
Sonó el timbre. Había llegado Tim Streeter. Era un tipo alto y delgado con un bigotazo estilo prusiano y una sonrisa encantadora. Max llamó a Agnes, que inmediatamente se relajó al ver el aire confiado y tranquilo de Tim, mientras que Calia, después de un momento de incertidumbre, anunció sin reparos que Tim era una «mosra» porque tenía aquellos bigotes gigantescos y le dijo que le iba a tirar un pescado. Tim la hizo llorar de risa resoplando por debajo de sus bigotes de morsa. Max se marchó al hospital mucho más tranquilo.
Tim recorrió la casa para estudiar dónde estaban los puntos más vulnerables y luego cruzó al parque con Calia para que la niña pudiese jugar con los perros. Calia se llevó a Ninshubur y enseñó orgullosa a Mitch y a Peppy que su perro también tenía placas como ellos.
– Ninshubur es la mamá de Mitch -proclamó.
Después de ver la forma tan habilidosa con que Tim se interponía entre cualquier peatón y Calia, haciendo que pareciese parte de un juego en lugar de alarmar a la niña, Agnes regresó a la casa a ordenar sus cuadros. Cuando los perros agotaron toda su energía, le dije a Tim que tenía que marcharme.
– No hay ninguna amenaza inmediata, según tengo entendido -me dijo arrastrando las palabras.
– Se trata de un tipo con una emotividad exacerbada que anda rondando por aquí. No ha amenazado a nadie directamente pero crea unas situaciones muy incómodas -dije, confirmando su diagnóstico.
– Entonces creo que puedo arreglármelas solo. Colocaré mi saco de dormir en esa tenaza acristalada porque, con tanta ventana, es el punto menos seguro. Tienes fotos de ese merodeador, ¿verdad?
Con todo el lío de llevar a Morrell a O'Hare, me había olvidado del maletín en su casa. Dentro tenía varias fotos de Radbuka. Le dije que se las acercaría en una o dos horas, cuando pasase de camino al centro. Calia hizo un mohín de disgusto cuando llamé a los perros para llevármelos, pero Tim resopló haciendo vibrar sus bigotes y soltó algunos ladridos como lo haría una morsa. La niña nos dio la espalda y comenzó a decirle que tenía que ladrar de nuevo si quería que le diera otro pescado.
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