– Sólo trato de asegurarme de que usted no pudo haberlo matado.
Hizo una pausa. Podía oírle respirar pesadamente en mi oreja mientras pensaba la respuesta. Acabó admitiendo, a regañadientes, que tenía una Browning Special de nueve milímetros.
– Eso me tranquiliza, señor Sommers. A Fepple lo mataron con un modelo suizo de otro calibre. Llámeme mañana para decirme si está dispuesto a negociar con la compañía. Buenas noches.
Cuando estaba arrastrando a los perros de regreso al coche, un vehículo de la guardia forestal se detuvo en el claro del bosque justo detrás de mi Mustang y nos enfocó con un reflector. Un guardia me dijo por megáfono que me acercara. Cuando nos vio pareció desilusionado de que fuésemos un trío respetuoso de la ley, ambos perros con la correa puesta. A los guardias les encanta ponerle multas a la gente por desobedecer las leyes y llevar a los animales sueltos. Mitch, siempre tan amigable, se abalanzó sobre el guardia, que retrocedió asqueado por el hedor. Parecía estar buscando alguna razón para poder multarnos, pero acabó por decirnos que el parque ya estaba cerrado y que iba a vigilarnos para asegurarse de que nos marchábamos.
– Eres un perro malvado -le dije a Mitch cuando ya íbamos por Denipster y el guardia forestal nos iba siguiendo sin ningún disimulo-. No sólo te has puesto hecho un asco sino que me has pegado ese olor nauseabundo. No estoy yo para andar quemando ropa, ya lo sabes.
Mitch asomó la cabeza desde el asiento de atrás, sonriendo feliz. Abrí todas las ventanas pero, aun así, fue un viaje duro. Había pensado parar en casa de Max para ver cómo estaban e intentar que me contase algo de la historia de Lotty y de la familia Radbuka. Pero en aquel momento lo único que quería era tirar a los perros dentro de una bañera y zambullirme detrás. De todos modos, pasé un minuto por casa de Max antes de dirigirme a la de Morrell. Dejé a Mitch en el coche, me llevé a Peppy y una linterna y dimos un paseo por el parque frente a la casa. Nos topamos con varias parejas de estudiantes que estaban fundidas en amorosos arrumacos y que se apartaron de nosotros con cara de asco pero, al menos, no encontré a Radbuka merodeando por la zona.
Cuando llegué a casa de Morrell até a los perros a la barandilla del porche trasero. Don estaba allí fuera, fumando un cigarrillo. Morrell se encontraba dentro, tocando un concierto de piano de Schumann demasiado alto como para oírme llegar.
– ¿Has estado luchando con un zorrillo, Warshawski? -me preguntó Don.
– Vas a ver qué divertido, Don. Venga, que nunca haces ejercicio. Ayúdame a bañar a estos preciosos animales.
Entré por la cocina y me hice con una bolsa de basura para meter la ropa que llevaba puesta. Me cambié y me puse una camiseta vieja y unos pantaloncitos cortos para bañar a los perros. Mi sugerencia de que me ayudase a lavarlos hizo desaparecer a Don. Me divertí mucho bañando a Mitch y a Peppy. Después me di yo una ducha. Cuando estuvimos limpios los tres, Morrell ya me estaba esperando en la cocina con una copa de vino.
La proximidad de la partida tenía a Morrell con los nervios a flor de piel. Le hablé sobre Fepple y sobre la vida tan deprimente que parecía haber tenido; le conté que los perros habían estado revolcándose sobre algo tan apestoso que habían hecho que un guardia forestal saliera huyendo. Se mostró sorprendido y divertido en los momentos claves de mi relato, pero tenía la cabeza en otro lado. Me guardé para mí la noticia de que Radbuka había estado merodeando delante de la casa de los Loewenthal y no le conté nada del comportamiento de Lotty, que tan preocupada me tenía. Morrell no tenía por qué llevarse consigo mis problemas al mundo de los talibanes.
Don se iba a quedar en casa de Morrell mientras trabajaba en su proyecto con Rhea Wiell, pero Morrell me contó que esa noche no había desaparecido porque le hubiera acobardado bañar a los perros, sino porque él se lo había ordenado. Había mandado a Don a un hotel para que pudiésemos pasar aquella última noche los dos solos.
Hice unas brochetas pequeñas con peras y gorgonzola, luego organicé una fritatta, poniendo muchísimo esmero e incluso caramelicé las cebollas. Abrí una botella de reserva especial de Barolo. Una cena hecha con amor; una cena hecha con desesperación: recuérdame, recuerda que mis cenas te hacen feliz y regresa a mí.
Como cabía esperar, Morrell lo tenía todo organizado y ya había preparado su equipaje, que consistía en dos bolsas livianas. Había dado aviso de que no le trajesen el periódico todas las mañanas, de que me enviasen su correo a mi dirección y había dejado dinero para pagar los recibos. Estaba nervioso e inquieto. Aunque nos fuimos a la cama poco después de cenar, no paró de hablar hasta casi las dos de la madrugada. Habló de él, de sus padres, a los que rara vez mencionaba, de su infancia en Cuba, adonde su familia había emigrado desde Hungría, y de sus planes para el viaje que estaba a punto de emprender.
Cuando estábamos tumbados el uno junto al otro en la oscuridad, Morrell me estrechó en un fuerte abrazo.
– Victoria Iphigenia, te amo por tu implacable y apasionado apego a la verdad. Si me pasase algo, cosa que espero no suceda, ya sabes quién es mi abogado.
– No te va a pasar nada, Morrell.
Mis mejillas estaban húmedas. Nos dormimos así, abrazados el uno al otro.
Cuando sonó el despertador pocas horas después, saqué a los perros a dar una vuelta rápida a la manzana mientras Morrell preparaba el café. La noche anterior ya me había dicho todo lo que quería decir, así que hicimos el camino hasta el aeropuerto en silencio. Los perros notaban nuestro estado de ánimo y gimoteaban, nerviosos, en el asiento trasero del coche. Morrell y yo sentimos una gran aversión por las despedidas largas, así que lo dejé en la terminal y arranqué inmediatamente, sin esperar siquiera a que entrase en el edificio. Si no lo veía marcharse, era como si quizás no se hubiese ido.
La morsa guardiana
A las ocho y media de la mañana el tráfico de entrada a la ciudad estaba colapsado. Después de lo vivido la noche anterior no podía soportar la idea de otro embotellamiento. Don no iría a casa de Morrell hasta la tarde, así que podría quedarme allí y descansar un poco. Decidí no escoger ninguna autopista y meterme en el otro atasco matutino: el de los niños que van al colegio y el de la gente que entra a trabajar en las pequeñas tiendas de ultramarinos y en los cafés que pueblan la zona. Todo aquello aumentó mi sensación de inestabilidad. Morrell se había ido y había dejado un agujero en mi vida. ¿Por qué no viviría yo en una de esas casitas de paredes blancas y me dedicaría a enviar a mis niños al colegio y a tener un trabajo común y corriente?
Aproveché que estaba detenida en el semáforo de Golf Road para llamar a mi buzón de voz. Había un mensaje de Nick Vishnikov diciendo que le llamara. Otro de Tim Streeter confirmándome que estaría encantado de proteger a Calia y a Agnes hasta que se marchasen el sábado.
Con toda la agitación que me había provocado la partida de Morrell me había olvidado del extraño comportamiento de Radbuka. Dejé a un lado mis lamentaciones y me dirigí, lo más rápido posible, a casa de Max. Normalmente, a esa hora del día, suele estar ya en alguna reunión, pero cuando llegué su LeSabre se encontraba todavía aparcado a la entrada del garaje. Cuando Max me abrió la puerta, su rostro denotaba una gran preocupación.
– Pasa, Victoria. ¿Morrell ya se ha marchado? -antes de cerrar, miró hacia el otro lado de la calle con expresión de ansiedad, pero lo único que había a la vista era una persona corriendo, una silueta que se desplazaba por la orilla del lago.
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