Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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– ¿Así que usted vivió en Hyde Park durante su juventud? -pregunté por mantener la conversación.

– En South Shore, para ser más precisa, justo al sur de Hyde Park. Cuando acabé el instituto empecé a trabajar de secretaria para el señor Fepple. El era bastante mayor que yo pero, bueno, ya sabe cómo son estas cosas… y cuando nos dimos cuenta de que Howie estaba en camino, pues nos casamos. Él nunca había estado casado, me refiero al señor Fepple, y supongo que estaba entusiasmado con la idea de tener un hijo que continuara con la agencia, que a su vez había fundado su padre. Ya sabe cómo son los hombres con esas cosas. Cuando nació el niño, dejé de trabajar para cuidarlo. En aquella época no había guarderías como ahora. El señor Fepple siempre decía que yo lo había malcriado, pero para entonces él tenía cincuenta años y los niños no le interesaban demasiado -su voz se fue apagando poco a poco.

– O sea que su hijo no empezó a trabajar en la agencia hasta después de la muerte de su padre -dije de inmediato, para retomar el tema-. ¿Y cómo aprendió a llevar el negocio?

– Ah, pero es que Howie solía trabajar en la agencia los fines de semana y durante los veranos y también trabajó cuatro años con su padre después de acabar la universidad. Estudió administración de empresas en Governors State. Pero, como siempre he dicho: los seguros no eran lo suyo.

Llegado a ese punto, se detuvo y se acordó de que tal vez debería ofrecerme algo de beber. La seguí hasta la cocina, donde sacó de la nevera una CocaCola light para ella y a mí me sirvió un vaso de agua del grifo.

Me senté a la mesa de la cocina y aparté una cascara de plátano que había encima.

– ¿Y qué puede decirme del agente que trabajaba para su marido? Cómo se llamaba… ¿Rick Hoffman? Parecía que su hijo admiraba su forma de trabajar.

Hizo una mueca.

– A mí nunca me gustó. Era tan quisquilloso. Todo tenía que estar exactamente como él quería. Cuando yo trabajaba allí siempre estaba criticándome porque no ordenaba los archivos a su manera. Yo le decía que la agencia era del señor Fepple y que el señor Fepple tenía todo el derecho del mundo a ordenar los archivos como él quisiera, pero el señor Hoffman me insistía para que yo los ordenase según su criterio, como si aquello fuese algo importantísimo. Se dedicaba a ventas pequeñas, pólizas para cubrir los gastos de entierro y ese tipo de cosas, pero actuaba como si estuviera asegurando al Papa -hizo un gesto ampuloso con el brazo, provocando que las motas de polvo salieran de nuevo disparadas en todas direcciones-. Pero ganaba mucho dinero con sus ventas -continuó diciendo-. Un dinero que, sin duda, el señor Fepple nunca ganó. El señor Hoffman tenía un Mercedes grande y un piso elegante en la zona del norte. Cuando le vi aparecer con aquel Mercedes, le dije al señor Fepple que debía de estar haciendo algún chanchullo con los seguros o que pertenecía a la mafia o algo así, pero el señor Fepple siempre revisaba al detalle todos los libros de contabilidad y nunca faltó dinero ni ninguna otra cosa. Con el paso del tiempo, el señor Hoffman se fue volviendo cada vez más raro, según me contaba mi marido. Volvió loca a la chica que me había sustituido después de nacer Howie, cuando ya tuve que quedarme en casa para cuidarlo. La chica decía que él siempre andaba de acá para allá con sus papeles, metiéndolos y sacándolos de los archivos. Creo que al final estaba un poco senil, pero el señor Fepple decía que no le hacía daño a nadie, que le dejasen ir a la oficina y revolver sus papeles.

– El señor Hoffman también tenía un hijo, ¿verdad? ¿El hijo de Hoffman y el suyo eran amigos?

– Oh, no, por Dios santo, su hijo empezó la universidad el año que Howie nació. No recuerdo siquiera si llegué a conocerlo. Pero el señor Hoffman siempre estaba hablando de él, diciendo que todo lo que hacía era por su hijo, claro que yo no debería burlarme porque a mí me pasaba exactamente lo mismo con Howie. Pero, de todas formas, aquello a mí no me cuadraba, todo aquel dinero que él podía gastarse en su hijo, mientras que el señor Fepple, que era el dueño de la agencia, no lo ganaba ni en broma. El señor Hoffman mandó a su hijo a estudiar a una de esas universidades importantes del este, una que sonaba como Harvard, pero que no era Harvard. Pero nunca oí que su hijo llegase muy lejos, a pesar de haber tenido una educación tan cara.

– ¿Y sabe qué ha sido de su vida? De la del hijo, quiero decir…

Negó con la cabeza.

– Oí que trabajaba como administrativo, o algo así, en un hospital, pero después de la muerte del señor Hoffman ya no volvimos a saber nada más de él. Tampoco conocíamos a nadie que lo conociese, me refiero a que no nos movíamos en los mismos círculos sociales.

¿Y su hijo no le habló últimamente de Hoffman? -le pregunté-. ¿No le mencionó algún problema con uno de sus antiguos clientes? Me pregunto, sobre todo, si le habría amenazado alguno de ellos o si no le habría hecho sentirse tan deprimido ante la situación del negocio que ya no veía salida a aquel atolladero.

Negó con la cabeza y comenzó a gimotear de nuevo al recordar los últimos días de su hijo.

– Pero si es justamente por eso por lo que no creo que se haya suicidado. Ay, estaba tan entusiasmado, tiene… Tenía ese entusiasmo que le entraba cuando se le ocurría alguna idea nueva. Dijo que por fin había entendido cómo Hoffman había hecho tanto dinero con su lista. Hasta llegó a pensar que podría regalarme un Mercedes, si me hacía ilusión. «Dentro de poco», decía. Bueno, ahora trabajo en las oficinas de Western Springs y supongo que ahí seguiré hasta que me jubile.

Aquella perspectiva era tan gris que casi me deprime a mí tanto como a ella. Le pregunté cuándo había sido la última vez que había visto a su hijo.

Las lágrimas le rodaban por las mejillas.

– El viernes por la mañana. Se estaba levantando en el momento en que yo me iba a trabajar. Me dijo que había quedado para cenar con un cliente, así que volvería tarde a casa. Después, como no llegaba, empecé a preocuparme. Me pasé todo el sábado llamando a la oficina, pero a veces va, iba, a esos campeonatos de pingpong que se celebran fuera de la ciudad. Pensé que igual se había olvidado de decírmelo. O que, tal vez, tenía una cita amorosa. En parte me lo sospechaba por el esmero con que se había vestido el viernes por la mañana. Siempre me digo, me decía, que ya no era ningún niño, aunque me resultaba difícil aceptarlo porque seguía viviendo aquí conmigo, en casa.

Intenté sonsacarle el nombre de algún cliente, pensando que, tal vez, Isaiah Sommers hubiese ido por allí y le hubiese amenazado. Pero, por más que le hubiese encantado culpar de la muerte de Howie a algún negro del South Side, Rhonda Fepple no pudo recordar que su hijo mencionase ningún nombre.

– Los agentes de policía que vinieron a hablar con usted esta mañana ni siquiera se preocuparon de revisar el cuarto de su hijo, ¿verdad? No, supongo que no, dado que están tan obcecados en su teoría del suicidio. ¿Puedo echar un vistazo?

Ella siguió sin pedirme ninguna identificación, pero me condujo hasta el final del pasillo, al cuarto de su hijo. Debía de haberle dejado el dormitorio principal cuando murió su marido, puesto que era una habitación grande, con una enorme cama de matrimonio y un pequeño escritorio.

El cuarto olía a sudor acre y a otras cosas que no quise ni pensar. La señora Fepple murmuró una especie de disculpa por la ropa sucia e intentó recoger algunas prendas del suelo. Se detuvo y paseó la mirada desde la camisa de lunares que tenía en la mano izquierda, al par de calzoncillos que tenía en la derecha, como si tratara de descifrar qué eran y, después, los volvió a dejar caer. A continuación se quedó allí de pie, mirándome como si yo fuese una pantalla de televisión, algo que apenas se movía y que ejercía sobre ella un efecto tranquilizador.

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