Me quedé mirando la pantalla durante un rato como si, por arte de magia, fuese a revelarme alguna otra información, pero después me acordé de que nadie me pagaba para averiguar nada sobre Sofie Radbuka, así que entré en otros buscadores de la Red, lo que constituye gran parte de mi tarea hoy en día. La Red ha transformado el trabajo de investigación, haciendo que, la mayoría de las veces, sea más fácil y más aburrido al mismo tiempo.
Cuando Mary Louise se marchó a mediodía a sus clases, me dijo que las seis pólizas que le había traído de Midway estaban en orden, ya que cuatro de los asegurados habían muerto y los beneficiarios habían cobrado religiosamente. Los otros dos estaban vivos y ninguno había presentado una solicitud de reembolso. Tres de las pólizas estaban emitidas por Ajax y las otras tres pertenecían a dos compañías diferentes. Por tanto, si había habido alguna irregularidad por parte de la agencia en el cobro de la póliza de Sommers, no parecía que fuese una práctica habitual.
Estaba tan exhausta que no podía pensar sobre aquello ni sobre ninguna otra cosa. Cuando Mary Louise se fue, me invadió una gran fatiga. Me dirigí con una gran pesadez de piernas hacia el catre del cuarto trasero, donde me sumí en un sueño febril. Eran casi las tres cuando me despertó el teléfono. Fui hasta mi escritorio a trompicones y farfullé algo ininteligible.
Una mujer preguntó por mí y después me dijo que esperase un momento, que me pasaría con el señor Rossy. ¿El señor Rossy? Ah, sí, el director general de Edelweiss en Estados Unidos. Me froté la frente, intentando que la sangre me fluyera hacia el cerebro, y después, puesto que estaba a la espera, me fui a buscar una botella de agua a la neverita que está en el pasillo y que comparto con Tessa. Cuando volví al teléfono, Rossy estaba repitiendo mi nombre con tono seco.
– Buon giorno -dije, haciendo como que estaba muy despierta-. Come sta? Che pud facerLa?
Soltó una exclamación al oírme hablar italiano.
– Ralph me dijo que hablaba usted italiano con soltura, pero es que, además, lo habla muy bien, casi sin acento. De hecho, por eso la llamo.
– ¿Para hablar italiano conmigo? -no me lo podía creer.
– No, por mi mujer. Tiene nostalgia. Cuando le dije que había conocido a alguien que hablaba italiano y que era aficionada a la ópera, como ella, me dijo que le preguntase si nos haría usted el honor de cenar con nosotros. Sobre todo le fascinó, tal como me imaginaba, que tenga usted su despacho entre los indovine, vedintis -tradujo, pero se corrigió a sí mismo inmediatamente-, ah, no, videntes. ¿Lo he dicho bien, ahora?
– Perfectamente -contesté, con la cabeza en otra cosa. Estaba observando el cuadro de Isabel Bishop, colgado en la pared junto a mi escritorio. Aquella cara angulosa que me miraba por encima de su máquina de coser no me decía nada-. Será un placer conocer a la señora Rossy -acabé diciéndole.
– ¿Le viene bien cenar con nosotros mañana?
Pensé en Morrell, que volaba a Roma a las 10 de la mañana, y en el vacío que sentiría al ver despegar su avión.
– Pues da la casualidad de que no tengo ningún compromiso.
Apunté la dirección en mi agenda electrónica de bolsillo. Vivían en un edificio en Lake Shore Drive, cercano al de Lotty. Colgamos después de desearnos mutuamente una buena jornada, pero yo me quedé perpleja mirando a la costurera del cuadro durante un largo rato, preguntándome qué sería lo que Rossy querría en realidad.
Todavía resultaba difícil entender la letra, pero pude leer varios nombres: Hillel Brodsky, I. o G. Herstein y Th. y Aaron Sommers.
La hoja que había encontrado en el portafolios de Fepple ya se había secado. Encendí la fotocopiadora para sacar una copia ampliada, con la letra lo suficientemente grande como para que se pudiera leer. Guardé el original en una funda de plástico.
Aunque parecía que ponía Pommers, yo sabía que tenía que ser el tío de mi cliente, por lo que era razonable suponer que aquélla era una lista de clientes de la Agencia Midway. ¿Qué significaban las cruces? ¿Que estaban muertos? ¿Que habían estafado a sus familias? ¿Ambas cosas? Tal vez Th. Sommers estuviese vivo todavía.
Los perros, nerviosos tras un encierro de cinco horas, se levantaron y empezaron a mover la cola.
– ¿Qué pasa, chicos? ¿Pensáis que debemos ponernos en marcha? Tenéis razón. Vamonos.
Apagué el ordenador, guardé con cuidado el fragmento de papel original en mi maletín, también tomé el portafolios de Fepple y me lo llevé al coche.
El reloj seguía avanzando y todavía me quedaban varias cosas por hacer relacionadas con mi trabajo. Dejé que los perros hicieran sus necesidades, pero no les di tiempo para que corrieran un poco antes de subirlos al coche para cruzar la zona del aeropuerto de O'Hare rumbo a los Laboratorios Cheviot, especializados en medicina forense y cuyos servicios solía utilizar. Le enseñé el trozo de papel a un ingeniero con el que ya había trabajado antes.
– Yo me especializo en metales, no en papeles, pero hay una persona aquí que puede hacerte este trabajo -me dijo.
– Estoy dispuesta a pagar para que lo haga con urgencia -comenté.
– Hablaré con ella. Se llama Kathryn Chang -masculló-. Uno de nosotros te llamará mañana.
Todavía no había empezado la hora punta, así que seguí con los perros en el coche, que cada vez estaban más nerviosos, hasta que llegamos a Hyde Park, donde estuve media hora jugando con ellos, tirándoles palitos al lago. «Lo siento, chicos; hoy ya no tengo más tiempo para vosotros. Venga, subid otra vez al coche.»
Eran las cuatro, hora del cambio de turno en un montón de trabajos. Me acerqué en coche hasta el edificio del Hyde Park Bank. Y, por supuesto, estaba de turno el mismo guardia de seguridad del viernes. Cuando me detuve delante de él, me miró sin el menor interés.
– Fuimos más o menos presentados el viernes por la tarde -le dije.
Me miró con más atención.
– Ah, sí. Fepple dijo que usted había estado acosándole. ¿Lo acosó hasta matarlo?
Parecía estar de broma, así que le sonreí.
– Yo no. En las noticias han dicho que le habían disparado o que se había suicidado.
– Así es. Dijeron que el negocio se estaba yendo al garete, cosa que no me sorprende en absoluto. Llevo trabajando aquí nueve años. Apuesto a que puedo contar con los dedos de la mano los días en que ese joven se ha quedado a trabajar hasta tarde desde que el viejo murió. Debe de haberse desilusionado finalmente con el cliente que vino el viernes.
– ¿Volvió con alguien después de irnos?
– Exacto. Pero no debe de haberle sido de ningún provecho. Supongo que por eso fue por lo que no le vi marcharse. Se quedó arriba y se suicidó.
– ¿Cuándo se marchó el hombre que vino con él?
– No estoy seguro de si era un hombre o una mujer. Fepple entró a la vez que un grupo que iba a la clase de Lamaze. Creo que iba hablando con alguien pero no puedo decir que le estuviese prestando mucha atención. Los polis creen que soy un desastre porque no fotografío a cada uno de los que pasan por aquí, pero ¡qué diablos!, si en este edificio ni siquiera se lleva un registro de visitas. Si el visitante de Fepple se hubiera ido al mismo tiempo que las embarazadas y sus maridos, tampoco me hubiese dado mucha cuenta.
Tuve que darme por vencida. Le entregué el portafolios de loneta de Fepple y le dije que lo había encontrado junto al bordillo, en la calle.
– Supongo que, por el contenido, debe de pertenecer a Fepple. Dado que la policía está tan pesada quizás usted pueda dejarlo en su oficina y que ellos se las arreglen si es que vuelven por aquí -le di mi tarjeta por si se le ocurría alguna cosa, acompañada de la mejor de mis sonrisas y me encaminé a la zona residencial que se encuentra al oeste de la ciudad.
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