Revolví los cajones de la cómoda y del escritorio y encontré dos modelos antiguos de teléfonos móviles, una sorprendente colección de fotos porno que Fepple parecía haber impreso bajándolas de la Red, media docena de calculadoras rotas y tres paletas de pingpong, pero ningún tipo de documento. Revisé su armario e incluso miré debajo del colchón. Lo único que encontré fue otra colección porno, esta vez de revistas de hacía muchos años, de las que debió de haberse olvidado cuando aprendió a navegar por Internet.
Los únicos documentos relacionados con los seguros en aquel cuarto eran unos panfletos de la compañía que estaban apilados sobre el escritorio. Allí no había ninguna carpeta de Sommers ni ninguna agenda, igual que tampoco las había en su portafolios ni en su oficina. Tampoco había más hojas sueltas como la que yo había encontrado en el portafolios de Fepple esa misma mañana.
Saqué de mi portafolios una de las fotocopias que le hice a la página encontrada y se la enseñé.
– ¿Sabe qué es esto? Estaba en la oficina de su hijo.
La miró con la misma apatía con la que me había observado durante mi búsqueda.
– ¿Eso? No tengo ni idea.
En el momento en que me devolvía la hoja dijo que podría ser la letra del señor Hoffman.
– Apuntaba todo en unos libros de tapa de cuero que tenían su nombre impreso con letras doradas. Los llevaba cuando iba a visitar a sus clientes y hacía una marca cada vez que le pagaban, igual que en ese papel.
Dio unos golpecitos con el índice sobre las marcas que figuraban en el papel que le había enseñado.
– Un día me puse a mirar uno de sus libros mientras él estaba en el cuarto de baño y cuando salió y me vio se puso furioso; como si yo fuese una espía rusa buscando la fórmula de la bomba atómica… Como si yo entendiese algo de lo que él escribía.
– ¿Y cree que ésta es la letra de Hoffman?
Se encogió de hombros.
– Hace muchos años que no la veo, pero recuerdo que era toda apretujada, como ésta, difícil de entender, pero toda muy igualita, como si estuviese impresa.
Miré a mi alrededor, descorazonada.
– Esperaba encontrar alguna agenda. No había ninguna sobre el escritorio de la oficina de su hijo ni en su portafolios. ¿Sabe dónde apuntaba sus citas?
– Tenía uno de esos chismes de bolsillo, esas cosas electrónicas. Sí, como ésa -dijo cuando le enseñé mi agenda electrónica-. Si no la llevaba encima, debe de habérsela robado el que lo mató.
Lo cual quería decir que allí estaba registrada la cita con su asesino o que el que entró a robar lo mató y se llevó los objetos electrónicos fáciles de empeñar. Había dejado el ordenador, pero es que hubiese sido difícil llevárselo delante de las narices del guardia de seguridad. Le pregunté a la señora Fepple si la policía le había devuelto las pertenencias de su hijo, pero esos objetos formarían parte de las pruebas recogidas en la escena del crimen. Seguirían en poder de los técnicos hasta que la autopsia no les diera la prueba definitiva de que había sido un suicidio.
– ¿Pagaba el alquiler de la oficina todos los meses o era de su propiedad?
Pagaba alquiler. La señora Fepple accedió a prestarme una copia de la llave de la oficina, pero el solo hecho de pensar que tenía que meter en cajas todas aquellas carpetas para final de septiembre y que tenía que contactar con las diferentes compañías para traspasar a otra agencia las pólizas que todavía seguían vigentes, la hizo encogerse aún más dentro de su camisa amarilla.
– No sé qué me imaginé que me iba a decir usted, pero me da la impresión de que no va a encontrar al que lo mató. Tengo que acostarme. Todo esto me ha dejado completamente agotada. Creí que no iba a poder dejar de llorar, pero en realidad lo único que quiero es dormir.
Dando golpes a ciegas
Para ir a casa de Morrell tuve que recorrer un largo camino en dirección norte, que me llevó por el inquietante panorama de las urbanizaciones de la zona oeste: barrios sin un centro urbano ni edificios notables, sólo una interminable y monótona uniformidad. A veces pasaba por zonas con filas y filas de casitas bajas; otras, con casas y jardines más grandes y elegantes, pero todas las zonas estaban salpicadas de centros comerciales con enormes tiendas, siempre idénticas. La tercera vez que pasé ante una de Bed Bath & More y otra de Barnes & Noble pensé que estaba dando vueltas en círculos.
«A veces me siento como una huérfana, lejos de casa», canté mientras esperaba en una de las eternas filas de coches que se forman en los peajes de la circunvalación de la ciudad. Después de todo, yo era una hija que se había quedado sin madre y estaba a sesenta kilómetros de la casa de Morrell.
Tiré una moneda dentro de la máquina del peaje y me reí de mí misma por ser tan melodramática. Lo realmente doloroso era la historia de Rhonda Fepple: la madre que se había quedado sin hijo. Que un hijo muera antes que su madre es algo tan antinatural y que te deja tan impotente, que nunca llegas a recuperarte.
La madre de Fepple no creía que su hijo se hubiese suicidado. Ninguna madre quiere creer algo así pero, en el caso de Fepple, la razón se debía a que él estaba entusiasmado, porque por fin había entendido cómo había hecho Rick Hoffman para ganar tanto dinero con su libro. Tanto como para tener un Mercedes y por eso le iba a poder comprar uno a Rhonda.
Saqué el teléfono para llamar a Nick Vishnikov, el jefe médico forense, pero de repente el tráfico a mi alrededor se agilizó y los coches se pusieron a cien o ciento veinte. La llamada podía esperar hasta otro momento en el que no tuviera que poner mi vida en juego.
Los perros me tocaron el hombro suavemente con las patas para recordarme que ya habían pasado varias horas desde la última vez que los había sacado a correr. Cuando llegué, por fin, a la salida de Dempster, paré junto a un parque forestal para dejarlos bajar. Ya era de noche y el parque estaba cerrado con una cadena que me impedía internarme a más de unos pocos metros de la carretera principal.
Mientras Mitch y Peppy perseguían conejos entusiasmados, yo me quedé junto a la cadena con mi teléfono móvil. Primero llamé a Morrell para decirle que estábamos a sólo doce kilómetros de su casa, luego volví a llamar a Lotty. La recepcionista de la clínica, la señora Coltrain, me dijo que ya se había marchado.
– ¿Qué tal estaba?
– La doctora Herschel trabaja demasiado, tendría que tomarse un descanso -la señora Coltrain me conocía desde hacía años, pero nunca cotilleaba sobre Lotty con nadie, ni siquiera para coincidir con Max, cuando éste se burlaba de sus modales altivos.
Tamboreé sobre el teléfono mientras reflexionaba. Iba a tener que mantener una conversación íntima con Lotty, las dos sentadas tranquilamente en mi casa, pero aquélla era la última noche de Morrell en Chicago. Los perros estaban revolcándose no muy lejos de donde me encontraba. Los llamé para recordarles que estaba allí y que era yo quien mandaba. Se acercaron corriendo, me olieron las manos y volvieron a alejarse. Por fin, encontré a Lotty en casa.
Nada más empezar a expresarle mi preocupación por su crisis de la noche anterior me cortó en seco.
– Prefiero no hablar de eso, Victoria. Estoy tan avergonzada de haber creado un escándalo en la fiesta de Max que no quiero ni recordarlo.
– Tal vez, querida doctora, tú también deberías ver a un médico que te asegurara que estás bien y que no te has hecho daño cuando te desmayaste.
Su voz adquirió un tono más tenso.
– Estoy perfectamente bien, muchas gracias.
Me quedé mirando el oscuro bosque fijamente, como si ello me permitiese desentrañar la mente de Lotty.
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