– Eso también me serviría de ayuda a mí. Pero hay una cosa más que me gustaría saber: ¿podría decirme cuándo se han hecho las diferentes entradas? No el año exacto, sino… Bueno, lo que quiero saber es si hay algunas más recientes que otras.
– Muy bien, incluiremos ese dato en el informe, señora Warshawski.
Me pareció que había llegado el momento de volver a visitar a Ralph Devereux. Llamé para pedir cita. Su secretaria me recordaba de mi visita de la semana anterior, pero me dijo que Ralph no podía recibirme: no tenía ni un hueco libre en la agenda hasta las seis y media. Sin embargo, cuando le dije que tal vez yo podría hacer que el concejal Durham suspendiera sus manifestaciones de protesta, me contestó que esperase un momento, momento que resultó tan largo como para leerme toda la sección de deportes del Herald Star. Y, cuando volvió a ponerse al teléfono, me dijo que Ralph podría dedicarme cinco minutos a mediodía entre otras dos citas, si estaba allí a las doce en punto.
– Estaré en punto -dije, colgué y me volví hacia los perros-. Eso quiere decir que nos volvemos a casa. Allí podréis tumbaros en el jardín y yo me pondré unas medias. Ya sé que os vais a quedar tristísimos, pero pensadlo bien: ¿quién de los tres lo va a pasar peor?
Eran las diez y media. Me había hecho la ilusión de poder meterme en la cama de Morrell y echar un sueñecito, pero aún tenía que pasarme por casa de Max para darle las fotos de Radbuka a Tim Streeter. Y quería ir a mi propia casa para cambiarme y ponerme algo más apropiado que unos vaqueros para ir a una cita en el Loop. Mientras llevaba a los perros de vuelta al coche, me puse a cantar «La vida es una rueda y yo estoy atrapada entre sus radios». Cuando paré en casa de Max para dejar las fotos de Radbuka, todo seguía tranquilo. Bajé a toda velocidad hasta Belmont, le planté los perros al señor Contreras y subí corriendo las escaleras hasta mi apartamento.
Aquella noche tenía la cena con los Rossy, la oportunidad de charlar en italiano para levantar el ánimo a la mujer de Bertrand que sentía nostalgia de su tierra. Me puse un traje pantalón negro de tela fina que me podía servir tanto para las citas profesionales como para ir a la cena. Cuando llegara a casa de los Rossy podía quitarme el suéter de cuello vuelto, de modo que la blusa de seda rosa que llevaba debajo le diera un toque elegante al conjunto. Metí los pendientes de diamantes de mi madre en un bolsillo y unos zapatos de tacón en la cartera, los de suela de goma de crepé que llevaba cuando fui a la oficina de Fepple… Me detuve sin acabar aquel pensamiento y bajé las escaleras a todo correr. La bolita de pinball estaba de nuevo en acción.
Fui con el coche hasta mi oficina y luego tomé el suburbano hasta el centro. En la calle Adams, frente al edificio Ajax, un pequeño grupo de manifestantes seguía dando vueltas en círculo por la acera junto a la entrada. Sin el concejal Durham para dirigir la carga, sus tropas tenían un aspecto desastroso. De vez en cuando, algunos se animaban cantando alguna consigna a la gente que salía de la oficina para ir a comer, pero la mayor parte se dedicaba simplemente a hablar entre sí, con los carteles descansando sobre los hombros. Parecían los mismos que portaban el viernes anterior -«No a las indemnizaciones a los negreros», «No a las torres de oficinas levantadas sobre los huesos de los esclavos» y cosas así- pero vi que, en el panfleto que un joven me dio cuando iba a entrar en el edificio, habían borrado los ataques en mi contra. Sí, los habían borrado literalmente y donde decía que si yo no tenía vergüenza había un espacio en blanco entre lo de la falta de piedad de Ajax y lo de la falta de compasión de los Birnbaum. El texto ofrecía un aspecto raro:
La compañía aseguradora Ajax se quedó el importe del seguro de vida de su marido hace diez años. La semana pasada, cuando él murió, enviaron a su diligente detective para acusar a la hermana Sommers de haber robado el dinero.
Supuse que era para poder incluir mi nombre, si volvían a considerarme la mala de la película. Metí el panfleto en mi maletín.
A las doce en punto el ordenanza de la planta de los directivos me pasó a la sala de visitas de Ralph. Él aún no había salido de una reunión en la sala de juntas, pero su secretaria le llamó por el interfono. Ralph apareció tras una brevísima espera pero, esta vez, me dirigió un simple saludo con la cabeza, sin sonrisas ni abrazos.
– ¿A ti siempre te persiguen los problemas, Vic? -me dijo cuando ya estábamos en su despacho con la puerta cerrada-. ¿O es que simplemente surgen y saltan para morderme cuando te acercas a mí?
– Si de verdad sólo dispones de cinco minutos, no los malgastes echándome la culpa por las manifestaciones de protesta del concejal Durham -dije sentándome en una de aquellas sillas tubulares tan duras, mientras él se apoyaba en el borde de su escritorio-. He venido a sugerirte que paguéis la totalidad del seguro a la familia Sommers y así podréis hacer una magnífica labor de relaciones públicas resaltando el gran respeto que sentís ante el dolor de la viuda…
Me cortó en seco.
– Ya pagamos diez mil dólares en 1991. No vamos a pagar dos veces un seguro de vida.
– La cuestión es quién recibió el dinero en 1991. Yo, personalmente, no creo que nadie de la familia Sommers viera ese dinero jamás. El cheque inició y terminó su recorrido en las puertas de la agencia.
Cruzó los brazos con gesto intransigente.
– ¿Tienes alguna prueba?
– Ya sabes que Howard Fepple está muerto, ¿verdad? No hay nadie…
– Se suicidó porque la agencia iba de mal en peor. Figura en el boletín interno de noticias de esta mañana.
Negué con la cabeza.
– Noticia atrasada. Le han asesinado. El expediente sobre la familia Sommers ha desaparecido y ya no queda nadie en la agencia que pueda explicar lo que ha ocurrido en realidad.
Ralph se quedó mirándome entre enfadado e incrédulo.
– ¿Qué quieres decir con que le han asesinado? La policía encontró su cuerpo y una nota de suicidio. Lo dicen los periódicos.
– Ralph, escúchame: no hace ni una hora que he hablado con el forense y me ha dicho que la autopsia revela que se trata de un asesinato. ¿No te parece curioso que el expediente de la familia Sommers haya desaparecido al mismo tiempo que alguien ha matado a Fepple?
– ¿Qué intentas con todo esto? ¿Supones que me lo voy a creer simplemente porque tú me lo digas?
– Llama al forense -dije, encogiéndome de hombros-. Llama al comisario de guardia del Distrito Veintiuno. No intento hacer nada más que ayudar a mi cliente y proporcionarte un camino para acabar con la manifestación de ahí abajo, en la calle Adams.
– Muy bien, pues te escucho -el ceño fruncido acentuaba la incipiente flacidez de sus mejillas.
– Paga la totalidad a la familia Sommers -repetí sin dejar de mirarlo e intentando que no saliese a relucir el pronto de mi carácter-. Sólo son diez mil dólares. Es lo que cuesta el billete de ida y vuelta a Zurich de un miembro de vuestro comité ejecutivo, pero para Gertrude Sommers y para el sobrino que pagó de su bolsillo el funeral representa la diferencia entre vivir en la penuria o con cierto desahogo. Paga y saca de ello un gran revuelo publicitario. ¿Qué podrá hacer Durham después? Puede decir que fue él quien te forzó a tomar esa medida, pero no podrá andar por ahí diciendo que robas a una viuda.
– Lo pensaré, pero no me parece que sea la mejor idea.
– A mí, personalmente, me parece una maravilla. Demuestra lo absolutamente fiable que es esta compañía incluso ante una sitúación en absoluto fiable. Hasta podría escribirte un anuncio publicitario.
– Claro, como no es tu dinero…
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