A Ted nunca le he caído bien le dije a Claire cuando me explicó que su cuñado me ofrecía la casita para que pudiera tomar aire puro y alimentarme adecuadamente-. ¿Por qué me va a dejar su casa? ¿No será ése el típico abuso por mi parte contra el que siempre te ha prevenido?
Yo había oído a Ted criticar a Claire por su relación conmigo. Parapetada tras el muro del jardín, había oído cómo le decía que debía tener cuidado, que la gente como yo sólo iba a sacar provecho, y luego a Claire respondiéndole que yo era un macaco gracioso que no tenía madre y que de qué me iba a aprovechar. También había oído a Wallace, el hermano de Ted, otro hombre rubio y alto, con una risa campechana, añadir que podía llevarse una sorpresa, que la gente como yo siempre acababa abusando. «Eres joven, Claire, y crees que sabes más que nosotros. Pero te aseguro que, cuando conozcas un poco el mundo, pensarás de manera diferente.»
¿Debería avergonzarme de lo mucho que me dediqué a escuchar desde el otro lado del muro del jardín? Supongo… Supongo que era mi adoración por Claire lo que hacía que me acercara a hurtadillas hasta allí cuando los veía a todos juntos en el jardín los domingos por la tarde.
Entonces Claire enrojeció ligeramente.
– La guerra y la pérdida de Wallace han hecho madurar a Ted… Tú no lo has visto desde que volvió, ¿verdad? Espero que un día de éstos se convierta en un pez gordo de las finanzas, pero en casa es mucho más amable de lo que solía ser. Bueno, es igual. Cuando Vanessa y él vinieron a cenar el domingo y les conté lo enferma que estás y lo mucho que necesitas descansar y respirar aire puro, ambos pensaron de inmediato en Axmouth.
«Probablemente, un granjero que se llama Jessup te venderá alimentos a buen precio. En Axmouth hay un médico aceptable y creo que lograrás arreglártelas tú sola. Yo iré en diciembre, cuando acabe mi periodo de residente en Santa Ana, pero si te entra la desesperación puedes enviarme un telegrama. Probablemente podré tomarme un día libre en caso de emergencia.
Del mismo modo que había conseguido que yo fuera al colegio y que obtuviera la beca que necesitaba, en aquel momento estaba organizandome todos los detalles de mi vida. Incluso suscribió mi solicitud de baja médica a causa de la tuberculosis y convenció a la jefa de admisiones de que me recobraría con mayor rapidez en el campo, con alimentos frescos, que en un sanatorio. Me sentí incapaz de oponerme, incapaz de decirle que prefería arriesgarme a seguir en Londres.
Cuando llegó el momento de abandonar la ciudad, no supe qué decirle a Cari. Él había regresado a Londres desde Brighton una semana antes, tras un éxito tremendo, y tenía una energía tan arrolladora que yo casi no podía soportar su cercanía. Diez días después se iba, con los demás miembros del grupo Celliní, al segundo festival de arte de Edimburgo. Sus éxitos, sus planes, su visión de la música de cámara… Todo aquello le tenía tan embebido que ni siquiera se dio cuenta de lo enferma que yo estaba. Así que, al final, acabé escribiéndole una carta absolutamente ridícula.
Querido Cari: Voy a dejar el Hospital de la Beneficencia por baja médica. Te deseo mucho éxito en Edimburgo.
Intenté pensar en una despedida más dulce, en algo que hiciera referencia a las noches encaramados en el paraíso del Teatro de la Ópera, a los largos paseos por la orilla del Támesis, al placer de compartir la estrecha cama que tenía en el albergue antes de que empezara a ganar el suficiente dinero como para permitirse tener un piso. Pero todo aquello me parecía entonces algo tan lejano como mi Orna y mi Bobe. Así que sólo añadí mi nombre y eché la carta en el buzón de correos que hay en el exterior de la estación de Waterloo antes de tomar el tren para Axmouth.
Siguiendo el rastro de papel
Nada más llegar a casa de Morrell, devolví la llamada a Nick Vishnikov. Contestó con su habitual tono brusco y entrecortado.
– Vic, ¿eres bruja o tenías alguna prueba?
– O sea, que no ha sido un suicidio -dije apoyada en la encimera de la cocina y dejando escapar una gran bocanada de aire.
– El primer indicio fue que no había restos de pólvora en la mano y el segundo, un golpe en el cráneo que debió de dejarle aturdido el tiempo suficiente para que el asesino pudiera dispararle. El ayudante nuevo, el que hizo la primera autopsia, no se molestó en buscar otras posibles heridas, pero ¿tú qué habías observado?
– Ah, lo del golpe en la cabeza -dije como sin darle importancia-. No, la verdad es que me fijé en los detalles de su vida, no en los de su muerte.
– Bueno, pues, sea como sea, felicidades, aunque el comisario Purling del Distrito Veintiuno no está muy contento. Como su gente no se dio cuenta de eso in situ, no quiere que sea un homicidio. Pero, como ya le he dicho, las fotografías demuestran que el arma se encontró justo debajo de la mano de la víctima. Si se hubiera disparado él mismo, el arma se le habría caído de la mano desde la altura de la cabeza y hubiera quedado lejos, no justo debajo de la mano. Así que Purling ya ha asignado el caso. Bueno, tengo que dejarte porque tengo prisa.
Antes de que pudiera colgar, le pregunté a todo correr si tenía la seguridad de que había sido la SIG Trailside que se había encontrado allí la que había acabado con la vida de Fepple.
– ¿Más brujerías, Warshawski? Se lo preguntaré a los del laboratorio, pero más tarde.
Mientras llenaba un cuenco con agua para los perros, estuve dudando sobre si debía llamar al comisario Purling para informarle de lo que sabía. Pero era tan poca cosa -la misteriosa llamada de teléfono y el misterioso visitante del viernes por la tarde- que la policía obtendría la misma información del guardia de seguridad y del listado de llamadas del teléfono de Fepple. Y, además, si le llamaba, en el mejor de los casos, significaría pasarme varias horas explicando por qué estaba involucrada en ello. Y, en el peor de los casos, podría encontrarme metida en más líos de los necesarios por haber examinado la escena del crimen por mi cuenta.
Y, además, aquel caso no era mío, así que tampoco era mi problema. Mi único problema era intentar que Ajax pagara a la familia Sommers lo que les debían por el seguro de vida de Aaron. Aquel Aaron Sommers cuyo nombre aparecía, con dos cruces al lado, en una vieja página de un cuaderno de contabilidad que estaba en el portafolios de Howard Fepple.
Llamé a los Laboratorios Cheviot y pregunté por Kathryn Chang.
– Ah, sí. Barry me dio su hoja. Le he echado un vistazo preliminar. Por la filigrana del papel yo diría que es de manufactura suiza, de la papelera Baume de Basilea. Tiene un tipo de trama de algodón que no se fabricaba durante la Segunda Guerra Mundial por la escasez de materia prima, o sea que se podría datar entre 1925 y 1940. Le podré dar datos más precisos cuando haya estudiado la tinta. Entonces me resultará más fácil precisar cuándo se escribió el texto. Pero no le puedo dar prioridad sobre otros encargos que tengo entre manos antes que el suyo. Tardaré, por lo menos, una semana.
– Está bien. Por ahora, con eso me basta -le contesté con lentitud, mientras intentaba procesar aquella información en mi mente-, pero ¿sabe usted si ese papel se usaba… únicamente en Suiza?
– Oh, no, en absoluto. Ahora, la papelera Baume no es muy conocida, pero en los años sesenta era uno de los mayores fabricantes del mundo, tanto de papel de calidad como de papel de oficina. Éste de la muestra, en particular, se utilizaba para agendas de teléfonos, diarios personales y ese tipo de cosas. Es muy poco frecuente verlo utilizado en cuadernos de contabilidad. La persona que lo usaba debe de haber sido…, bueno, digamos que debió de ser muy sibarita. Por supuesto que ver el cuaderno del que se ha sacado esa hoja me serviría de gran ayuda.
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