Al cabo de un rato me desperté sobresaltada con el timbre de una voz que decía: «¿Os habéis enterado de lo de Peter Thayer?». Levanté la vista. La que había pronunciado esta frase era una chica que acababa de entrar, regordeta, con el pelo rojo alborotado y una camisa cutre. Tiró la mochila al suelo y se sentó en una mesa donde había otras tres personas. «Me lo dijo Ruth Yonkers al salir de clase.»
Me levanté, compré otra Coca-Cola y me senté detrás de la chica del pelo rojo.
Un chico joven y delgado con el pelo negro revuelto dijo:
– Es verdad. Y la pasma ha venido a la facultad esta mañana. Peter salía con Anita McGraw y nadie la ha visto desde el domingo. Weinstein echó a la pasma a patadas -dijo en tono de admiración.
– ¿Creen que ella lo mató? -preguntó la del pelo rojo.
Una chica morena un poco mayor que el resto dijo:
– ¿Anita McGraw? La conozco desde hace dos años. Sería capaz de matar a un poli pero nunca a su novio.
– ¿Y a él también lo conoces, Mary? -preguntó la del pelo rojo.
– No -dijo Mary escuetamente-. Nunca hablé con él. A Anita la conozco porque está en la asociación de Mujeres Universitarias Unidas, como su compañera de piso, Geraldine Harata. Pero Geraldine no está en Chicago. Si estuviera aquí, seguro que la poli sospecharía de ella porque siempre intentan culpar primero a las mujeres.
– Me sorprende que la dejaras entrar en la asociación si tiene novio -dijo un joven barbudo.
Era gordo e iba muy descuidado. La camiseta, que le iba pequeña, dejaba al descubierto una barriga prominente.
Mary lo miró con altivez y se encogió de hombros.
– No todas las que están en la asociación son lesbianas -dijo, irritada, la del pelo rojo.
– Con tantos hombres como Bob, es difícil entender por qué no -dijo Mary arrastrando las palabras.
El joven barbudo se sonrojó y murmuró unas palabras de las que sólo entendí «castrar».
– Yo nunca he hablado con Anita -prosiguió la del pelo rojo-. Entré en la asociación en mayo. ¿De verdad que ha desaparecido, Mary?
Mary se encogió de hombros otra vez.
– Si la pasma intenta cargarle la muerte de Peter, no me extrañaría un pelo.
– A lo mejor volvió a casa -sugirió Bob.
– No -dijo una chica-. Si estuviera en su casa la policía no andaría por aquí buscándola.
– Bueno -dijo Mary-, espero que no la encuentren. Se levantó y dijo:
– Voy a escuchar el rollo de Bertram sobre cultura medieval. Si vuelve a decir que las brujas eran mujeres histéricas, al salir de clase le atacarán unas cuantas.
Cogió su mochila, se la colgó al hombro y se fue tranquilamente. Los otros se quedaron en la mesa y comenzaron una animada discusión sobre las relaciones homosexuales frente a las heterosexuales. El pobre Bob prefería estas últimas pero no le dejaban demasiadas oportunidades para expresarse. El chico delgado defendía el lesbianismo con pasión. Los escuché, divertida, un rato. Los universitarios tienen unas opiniones tan entusiastas sobre tantos temas… A las cuatro, el chico de la barra dijo que cerraba. La gente empezó a recoger sus cosas. Los que yo escuchaba siguieron discutiendo unos minutos hasta que el de la barra les dijo que quería irse a casa.
Cogieron sus libros y bolsas con desgana y se dirigieron hacia las escaleras. Tiré el vaso de Coca-Cola y los seguí. Cuando llegamos al final de las escaleras, toqué la espalda de la del pelo rojo. Se detuvo y me miró con simpatía e ingenuidad.
– Perdona. He oído que hablabas de la asociación de las Mujeres Universitarias Unidas. ¿Me puedes decir dónde está?
– ¿Eres nueva?
– No, soy una antigua estudiante pero tengo que pasar este verano en el campus -contesté con cara de honestidad.
– El edificio está en el 5735 del campus. Es una casa antigua que compró la universidad. Las de la asociación nos reunimos los martes por la noche y durante el resto de la semana programamos otras actividades para mujeres.
Le pregunté cómo era la sala que les dejaban. Me dijo que no muy grande, pero mejor que nada, el mismo tipo de local que teníamos en mi época de estudiantes cuando incluso las radicales pensaban que la liberación de la mujer era sinónimo de cochinadas. Tenían un servicio de asesoramiento en materia de salud y cursos de autodefensa, y promocionaban grupos de rap y las reuniones de las Mujeres Universitarias Unidas.
Mientras charlábamos, habíamos llegado al Midway, donde yo había aparcado. Le dije que la llevaba a casa y saltó dentro del coche mientras hablaba apasionadamente sobre la opresión de las mujeres. Me preguntó de qué trabajaba.
– Trabajo por libre, sobre todo para empresas -dije temiendo que quisiera interrogarme más a fondo.
Pero me preguntó si haría fotos. Dio por sentado que era periodista. No quería decirle la verdad porque se lo contaría a todas las chicas de la asociación y me sería imposible encontrar respuestas a la desaparición de Anita. Pero tampoco quería decirle grandes mentiras porque si descubría la verdad, la reacción de las mujeres radicales podía ser muy violenta. Así que le dije que no haría fotos y le pregunté si a ella le gustaba la fotografía. Continuó hablando animadamente hasta que llegamos a su casa.
– Me llamo Gail Sugarman -me dijo al fin y salió torpemente del coche.
– Encantada, Gail -dije educadamente-. Me llamo V. I. Warshawski.
– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Qué nombre más raro! ¿Es africano?
– No, es italiano.
Por el retrovisor vi como saltaba los peldaños de su casa. Me hizo sentir muy vieja. Yo, ni con veinte años tenía aquella gracia y simpatía tan inocentes. Me hizo sentir cínica y muy alejada de su mundo. Me avergoncé de haberla engañado.
5.- El blues de Goald Coast
En la avenida Lake Shore estaban reparando un bache enorme. Sólo se podía circular por dos carriles y se habían formado unas colas de varios kilómetros. Giré hacia el oeste por la autopista Stevenson para salir del atasco y luego retomé la dirección norte, por Kennedy, que llevaba a la zona industrial y al aeropuerto. Además de ser hora punta, era viernes, y un montón de familias intentaban alejarse del calor sofocante de la ciudad. Tardé más de una hora en llegar a la salida de Belmont y aún me quedaban quince calles hasta llegar a mi casa. Cuando por fin llegué, sólo tenía ganas de tomarme una copa y meterme en la ducha.
No me di cuenta de que me estaban siguiendo, y cuando estaba abriendo la puerta de mi piso noté una mano en el hombro. Ya me habían atracado una vez en el rellano. Me di la vuelta instintivamente y di un golpe en la espinilla de mi asaltante con la rodilla. Gimió y retrocedió un poco pero enseguida contraatacó con un puñetazo dirigido a mi cara. Lo esquivé y sólo me dio en el hombro izquierdo. Me dolió un poco pero podría haber sido peor. Me aparté.
El asaltante era un hombre bajito y robusto con una chaqueta que le sentaba fatal. Cuando vi que respiraba con dificultad me tranquilicé un poco. Si un hombre no está en forma, una mujer tiene muchas más posibilidades de ganarle. Esperaba su próximo golpe o su huida pero de repente sacó una pistola. Me quedé quieta.
– Si quieres atracarme debes saber que sólo llevo 13 dólares. No merece la pena que me mates.
– No me interesa tu dinero. Quiero que vengas conmigo.
– ¿Contigo? ¿Adónde? -pregunté.
– Ya lo verás cuando lleguemos.
Con una mano me apuntaba con la pistola y con la otra señalaba las escaleras.
– Me sorprende que los matones que ganáis tanta pasta os vistáis tan mal -comenté-. La chaqueta no te pega y llevas la camisa por fuera. Da pena verte. Si fueras policía, aún, porque los…
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