Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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¿Por qué McGraw fue al piso? Primero, porque fuera cual fuera el secreto que Peter descubrió, él lo sabía. Tenía miedo de que Anita también lo supiera. Los enamorados jóvenes no acostumbran a tener secretos. Y si llamó para decir que había encontrado a su novio con un agujero de bala en la cabeza, McGraw pensó que ella sería la siguiente, aunque fuera su hija. Así que se fue corriendo a Hyde Park aterrorizado ante la idea de encontrar a su hija muerta. En vez de encontrar su cadáver, había desaparecido. Mucho mejor.

Si encontraba a Anita, sabría el secreto. O si descubría el secreto, podría publicarlo para que la chica no fuera la única que lo supiera, y tal vez podría convencerla de que volviera. No parecía muy complicado.

¿Y Thayer? ¿Por qué McGraw utilizó su tarjeta de visita? ¿Y por qué le había sentado tan mal? ¿Sólo por principios? Tendría que hablar con él a solas.

Pagué la cuenta y volví a Hyde Park. El Departamento de Ciencias Políticas estaba en la cuarta planta de un viejo edificio del campus. Con el calor que hacía, los pasillos estaban vacíos. Por la ventana vi a los estudiantes tumbados en el césped, leyendo, durmiendo. Algunos incluso jugaban al Frisbee. Un setter irlandés daba brincos e intentaba agarrar el disco.

En la mesa de secretaría había un estudiante de unos diecisiete años con melena rubia. No tenía ni un pelo en la barba. Llevaba una camiseta con un agujero en la manga izquierda y estaba concentrado leyendo un libro. Me miró con desgana cuando lo saludé y dejó el libro abierto sobre las rodillas.

Le sonreí y le dije que estaba buscando a Anita McGraw. Me lanzó una mirada de odio y siguió leyendo sin dirigirme la palabra.

– ¿Qué pasa, que no puedo preguntar por ella? Estudia en esta facultad, ¿no?

Siguió sin alzar la vista. Me estaba poniendo de mala leche pero pensé que tal vez Mallory ya había pasado por ahí.

– ¿Ha venido la policía a preguntar por ella?

– Tú sabrás -masculló sin mirarme a la cara.

– Que no lleve tejanos rotos no significa que sea policía. ¿Por qué no me das la lista de los estudiantes de esta facultad? -pregunté.

No se inmutó. Pasé al otro lado de la mesa y abrí un cajón.

– Está bien -dijo de mal humor. Dejó el libro abierto en la mesa. Capitalismo y libertad, de Marcuse. Era de esperar. Rebuscó en el cajón hasta que encontró una lista mecanografiada de nueve páginas con el título «Horarios del departamento: trimestre de verano, 1979».

Busqué el apartado de ciencias políticas. El horario de verano ocupaba una página. Los nombres de las asignaturas eran del tipo: «El concepto de ciudadanía según Aristóteles y Platón», «El idealismo de Descartes según Berkeley» o «Los grandes poderes políticos y la idea de Weltverschwinden». Fascinante. Al final encontré uno que prometía más: «El pulso del capitalismo: los sindicatos frente a las empresas». Seguro que el profesor que daba una asignatura de este tipo habría llamado la atención de una joven sindicalista como Anita McGraw. A lo mejor incluso sabía quiénes eran sus amigos. El profesor se llamaba Harold Weinstein.

Pregunté al chico de secretaría dónde estaba el despacho de Weinstein. Se hizo el sordo y siguió leyendo a Marcuse. Me puse al otro lado de la mesa, me senté encima, lo agarré por la camiseta y lo sacudí para que me mirara a la cara.

– Debes de pensar que eres muy revolucionario porque te niegas a decir a la pasma dónde está Anita -le dije para ganarme su simpatía-. Cuando encuentren su cadáver en el maletero de un coche, ¿me invitarás a la fiesta en la que celebraréis haber respetado el código de honor contra la insoportable opresión que padecéis? -lo sacudí un poco-. Dime de una vez dónde está el despacho de Weinstein.

– No te sientas obligado a decirle nada, Howard -dijo una voz tras de mí.

– Y a ti -me dijo- no sé por qué te extraña que los estudiantes piensen que la policía es fascista. He visto como zarandeabas al chico.

El hombre que se dirigía hacia mí tenía los ojos marrones y brillantes y el pelo revuelto. Llevaba una camiseta azul y unos tejanos de color caqui.

– ¿El señor Weinstein? -dije afablemente, y solté al chico. Weinstein me miró meditabundo con las manos en la cintura. Tenía un aire noble.

– No soy policía. Soy investigadora privada. Y cuando pregunto una cosa educadamente, espero que me respondan educadamente y no que se encojan de hombros de forma arrogante. Andrew McGraw, el padre de Anita, me contrató para que encontrara a su hija. Tengo el presentimiento de que Anita está en peligro, y su padre también. ¿Podemos hablar en otra parte?

– ¿Tiene un presentimiento? Bien, pues váyase con él a otra parte. En este campus no nos gusta la policía, ni la pública ni la privada -y se fue indignado.

– ¡Maravilloso! -dije aplaudiendo-. Veo que conoce los diálogos de Al Pacino. Ahora que ya ha acabado su actuación, ¿podemos hablar de Anita?

Se le enrojecieron la nuca y las orejas, y se detuvo.

– ¿Qué pasa con Anita?

– Seguro que sabe que ha desaparecido, Sr. Weinstein. A lo mejor también sabe que su novio, Peter Thayer, está muerto. Estoy buscando a Anita para que no acabe de la misma forma -me detuve un momento para que digiriera la información-. Creo que se esconde en algún lugar y piensa que el asesino de su novio no la encontrará. Pero me temo que se ha cruzado con un tipo muy peligroso. Un tipo que puede sobornar a quien sea hasta llegar a su víctima.

Se dio la vuelta para que pudiera verle la cara.

– No se preocupe, Philip Marlowe, a mí no me soborna nadie.

Tal vez si lo torturaran no tendría tantos reparos en hablar.

– ¿Sabe dónde está? -dije en voz alta.

– Sin comentarios.

– ¿Sabe quiénes son sus amigos de la facultad?

– Sin comentarios.

– La verdad es que es de gran ayuda, Sr. Weinstein. Es mi profesor favorito. Ojalá me hubiera dado clases cuando yo era estudiante.

Le di mi tarjeta de visita.

– Si cambia de opinión, llámeme a este número.

Cuando salí del edificio me deprimí bajo el sol inclemente. Mi traje azul marino era precioso pero daba mucho calor. Estaba sudando y seguramente tendría las axilas manchadas. Además, tenía la impresión de que apartaba a todo el mundo que se cruzaba en mi camino. Seguro que si hubiera pegado a Howard no me sentiría tan mal.

Delante del edificio había un banco de piedra circular. Me senté. Debería dejar este caso estúpido. Lo mío era el espionaje industrial, y no los sindicatos corruptos y los mocosos impertinentes. Podría invertir los mil dólares que me dio McGraw en unas vacaciones en Michigan. A lo mejor se enfadaba tanto que me mandaba a un tío cachas…

A mis espaldas estaba la Divinity School. Suspiré, me levanté y me adentré en sus paredes frías. Cuando yo estudiaba, servían café requemado y refrescos tibios en el sótano. Bajé por las escaleras y vi que el bar todavía existía. Me tranquilizó ver que todo continuaba igual y que los jóvenes que llevaban el bar seguían trabajando detrás de una barra provisional. Eran amables e inocentes, profesaban ideas radicales, creían que los ladrones tenían derecho a robar porque estaban oprimidos, pero seguro que se estremecerían si alguien les pidiera que utilizaran una metralleta.

Pedí una Coca-Cola y me senté en un rincón oscuro. Las sillas no eran cómodas pero acerqué la barbilla a mis rodillas y me apoyé en la pared. Habría una docena de estudiantes sentados alrededor de las mesas cojas, algunos intentando leer en la tenue luz, y la mayoría charlando. Oía retazos de conversación: «Sólo puedes mirártelo desde el punto de vista de la dialéctica: lo único que pueden hacer…», «Le dije que si no le frenaba un poco…», «Sí, pero Schopenhauer dice que…», y me dormí.

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