Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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Me golpeó en la boca.

– ¡Cállate de una vez! -se le escapó un gallo y se le achicaron los ojos de su rechoncha carita. Noté que me salía sangre de la barbilla. Seguro que me había dado con el anillo.

– ¿Es una advertencia general? ¿Vas por ahí diciendo a todos los detectives de Chicago que no se metan con Earl Smeissen?

Se acercó para darme otro puñetazo, pero lo paré con mi brazo izquierdo. Se miró la mano con cara de sorpresa como si no entendiera lo que había pasado.

– No hagas el idiota, Warchoski. Conozco a un montón de gente que te borraría esa sonrisita de la cara.

– No harían falta tantos, pero aún no me has dicho en qué asunto me he metido.

Earl hizo un gesto al hombre que nos abrió la puerta para que me sujetara los brazos. Joe me miraba desde lejos con cara de satisfacción. Se me revolvió el estómago.

– Está bien, Earl. Estoy muerta de miedo -dije.

Me pegó otra vez. Al día siguiente no podría mirarme en el espejo. Disimulé el miedo. Tenía el estómago hecho un nudo. Respiré profundamente varias veces para liberar la tensión.

Otra bofetada y Earl se quedó satisfecho. Se sentó en un sofá negro cerca de donde estaba yo.

– Warchoski -gritó-, te he traído aquí para decirte que dejes el caso de Thayer.

– ¿Mataste al chico, Earl?

Se levantó de nuevo.

– Puedo dejarte la cara hecha un asco y conseguir que nadie te vuelva a mirar jamás -gritó-. Haz lo que te digo: no te metas en mis asuntos.

No quise discutir otra vez. No me apetecía pelearme con Earl y el guardaespaldas seguía sujetándome los brazos. A lo mejor tenía la cicatriz más roja de la emoción, pero preferí no preguntárselo.

– Aunque me alejes del caso tienes a la policía investigando. Bobby Mallory tendrá sus defectos, pero nunca se dejaría sobornar.

– No me preocupa Mallory -dijo sin gritar, lo que me hizo pensar que se había calmado un poco-. Y no intento sobornarte. Sólo te aviso.

– ¿Cómo te metiste en esto? Los universitarios no son tu especialidad… A no ser que Thayer te estuviera sacando ventaja en el mercado de la droga.

– Te he dicho que no te metieras en mis cosas -dijo levantándose otra vez.

Earl estaba decidido a machacarme. Sería mejor acabar cuanto antes. Cuando se acercó, balanceé los pies y le di una patada en la entrepierna. Aulló como un loco y se tiró en el sofá.

– ¡Machácala, Tony, machácala!

Con Tony no tenía ninguna posibilidad de ganar. Tenía mucha práctica en dar palizas a los morosos sin dejar huellas. Cuando acabó, se acercó Earl cojeando.

– Esto es sólo el aperitivo, Warchoski -susurró-. Vas a dejar el caso Thayer, ¿entendido?

Lo miré sin abrir la boca. Podía matarme sin ser juzgado. Ya lo había hecho con otras personas. Tenía contactos en el ayuntamiento y seguramente también en la policía. Me encogí de hombros e hice una mueca. Lo tomó como un sí.

– Échala, Tony.

Tony me abandonó en las escaleras sin miramientos. Temblando, me quedé sentada un rato intentando recuperarme. Estaba tan mareada que me olvidé del dolor de cabeza. Una mujer que paseaba con un hombre dijo: «Ni siquiera es de noche y mira cómo está. La policía tendría que expulsar a esta gente del vecindario». Tenía toda la razón. Me levanté y empecé a andar dando tumbos. Me dolían los brazos pero no me había roto nada. Me arrastré hasta la calle paralela a la avenida Lake Shore y busqué un taxi. El primero que pasó me miró y no se paró pero el segundo me cogió. El taxista parecía una madre judía preocupada por lo que me había pasado y se ofreció para llevarme al hospital y a la policía. Le agradecí su preocupación, pero le dije que estaba bien.

6.- En el fresco de la noche

Durante mi escaramuza con Freddie se me había caído el monedero, así que tuve que pedir al taxista que subiera para poder pagarle. Como vivía en el último piso, estaba casi segura de que mi bolso aún estaría allí. Lo encontré en el rellano, y las llaves, en el cerrojo.

El taxista protestó otra vez por mi estado.

– Gracias -le dije-, pero sólo necesito un baño y una copa.

– Está bien -se encogió de hombros-. Usted sabrá.

Cogió el dinero, me miró por última vez y bajó hacia la calle.

Mi piso no era lujoso como el de Earl. En mi vestíbulo había una alfombrilla en vez de moqueta, y un paragüero en lugar de una mesilla de Luis XV.

Pero por lo menos no estaba lleno de gángsters.

Me sorprendió ver que sólo eran las siete. Había pasado una hora y media desde la primera vez que subí por aquellas escaleras. Pero tenía la sensación de haber cambiado de franja horaria. Me bañé por segunda vez y me serví un dedillo de scotch. Me sumergí en agua ardiendo con la luz del cuarto de baño apagada y me puse una toalla húmeda en la frente. El dolor de cabeza desapareció poco a poco. Pero estaba muy, muy cansada.

Después de estar media hora en remojo renovando el agua caliente, tuve el valor de empezar a moverme un poco. Me enrollé en una toalla grande y caminé por el piso para impedir que se me agarrotaran los músculos. Sólo tenía ganas de dormir, pero sabía que si ahora me metía en la cama, no podría levantarme en una semana. Hice unos cuantos ejercicios suaves y me fortalecí con Black Label. De repente vi la hora y me acordé de mi cita con Devereux. Era muy tarde y no sabía si aún estaría esperándome.

Encontré el teléfono del restaurante en la guía y llamé. El maître, muy amable, me dijo que miraría si Devereux estaba en el bar. Pasaron unos minutos y cuando pensaba que ya se habría marchado, se puso al teléfono.

– Hola, Ralph.

– Espero que tengas una buena excusa.

– Si te lo explicara ahora tardaría mucho rato y no me creerías -le dije-. ¿Me das otra media hora?

Vaciló un momento. Estaría buscando el coraje para decir que no, que los chicos guapos no están acostumbrados a los plantones.

– Por supuesto -dijo al fin-. Pero si a las ocho y media no has llegado, ya puedes volver sólita a tu casa.

– Ralph -dije controlándome-, he tenido un día horrible. Me gustaría pasar una velada agradable, aprender algunas cosas sobre seguros y olvidar lo que me ha pasado hoy. ¿De acuerdo?

Se sintió incómodo.

– Por supuesto, Vicki, quiero decir, Vic. Te espero en el bar.

Colgué el teléfono y busqué en el armario algo apropiado para el Cartwheel, elegante pero cómodo, y encontré un vestido mexicano de colores que había olvidado que tenía. Era un dos piezas: una falda hasta los pies y una blusa tejida con el escote cuadrado que se abrochaba por atrás. Las mangas largas disimulaban los brazos hinchados y no necesitaba ponerme medias. Con unas sandalias de corcho completé el modelito.

Cuando me miré bajo la luz intensa del cuarto de baño, reconsideré lo de salir a la calle. Tenía el labio inferior hinchado por el golpe que me había dado Earl con el anillo del dedo meñique, y una mancha violeta en la mandíbula que se extendía con puntitos rojos desde la mejilla hasta el ojo como si me hubieran roto un huevo en la cara.

Me puse un poco de maquillaje; aunque mi base era demasiado clara para esconder el color violeta, los puntitos rojos los disimulaba muy bien. Una sombra en el párpado delataba un incipiente ojo morado. Con un pintalabios oscuro me pareció que me quedaban los labios más sexys y carnosos, bueno, si la luz fuera más tenue.

Tenía las piernas anquilosadas pero las sesiones de jogging hacían su efecto. Bajé las escaleras sin mucha dificultad. Tomé un taxi que pasaba por ahí y me dejó enfrente del hotel Hannover a las 8.25.

Era la primera vez que iba al Cartwheel. La imagen que tenía de él era la del típico restaurante sin personalidad donde los ricos con más dinero que sentido común iban a comer. El bar, entrando a la izquierda, estaba oscuro, y en un piano con sordina tocaban canciones que hacían llorar a los graduados de Yale. Estaba llenísimo. Era un viernes por la noche en Chicago. Ralph estaba al fondo de la barra bebiendo. Cuando me vio entrar, me miró, sonrió y me saludó con la mano, pero no se levantó. Intenté caminar con desenvoltura hasta su taburete. Miró el reloj.

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