El agua del baño estaba caliente pero sentí un escalofrío al terminar el café.
4.- No me asustas: el sindicato me protege
Las oficinas centrales de la Hermandad Internacional de los Afiladores de Cuchillos, Tijeras y Cuchillas están en la calle Sheridan, al sur de Evanston. Es un edificio de diez pisos con acabados de mármol blanco italiano que construyeron hace cinco años. El otro único edificio de Chicago construido con tanto lujo es el Standard de Indiana; al verlo, deduje que los beneficios de la hermandad andaban a la par con los de la compañía petrolera.
La logia 108 estaba en el noveno piso. Enseñé mi tarjeta de visita a la recepcionista y le dije que tenía una cita con el señor McGraw. Me indicó el pasillo que debía tomar. La secretaria de McGraw custodiaba el despacho que daba al lago en una antesala que habría hecho las delicias de Luis XIV. ¿Qué pensarían los de la hermandad cuando vieran en qué se invertían sus cuotas? Tal vez tenían en otra planta unas oficinas más destartaladas para las bases del sindicato.
Le di una tarjeta a la secretaria, una mujer en los cuarenta con el pelo rizado y canoso y un vestido rojo y blanco que dejaba al descubierto unos brazos fofos. Si no quería acabar como ella, tendría que levantar pesas de dos quilos y medio para tonificar mis tríceps. Tuve una necesidad imperiosa de ir a una tienda de deportes y comprarme una barra para levantar pesas.
– Tengo una cita con el Sr. McGraw.
– Su nombre no consta en la agenda del día -dijo de forma brusca sin apenas mirarme.
Me había puesto el traje de chaqueta de seda azul marino. Estaba impresionante y pensaba que merecía un poco más de atención. Seguramente la culpa la tenían los tríceps caídos.
Le dediqué una sonrisa.
– Estoy convencida de que sabe tan bien como yo que el Sr. McGraw tiene algunos negocios fuera de esta oficina. Tengo una cita privada.
– A veces el Sr. McGraw contrata a putas -dijo sonrosada y sin mirarme a la cara- pero es la primera vez que le pide a una que suba a su oficina.
Me controlé para no reventarle la cabeza con la lámpara de la mesa.
– Con una secretaria tan guapa no creo que necesite contratar otros servicios. Por favor, ¿puede decir al Sr. McGraw que estoy aquí?
Aquella cara inexpresiva y pintarrajeada negó con la cabeza.
– El Sr. McGraw está reunido y no quiere que lo interrumpan -dijo con la voz temblorosa.
La verdad es que me sentí un poco rastrera. A lo mejor no encontraría a la chica ni al asesino pero sabía cómo humillar a las secretarias cuarentonas.
El despacho de McGraw estaba insonorizado, pero se oía un murmullo. Vaya, una reunión. Estaba a punto de decir a la secretaria que me sentaba a esperar a que acabara la reunión cuando una frase traspasó la puerta de palisandro.
– ¡Maldita sea! Le tendiste una trampa a mi hijo.
¿Cuántas personas podía haber con hijos a los que les hubieran tendido una trampa en las últimas 48 horas y que estuvieran relacionadas con los Afiladores de Cuchillos? Tal vez más de una, pero era muy improbable. Entré en el despacho acompañada por los gritos de la ricitos.
El despacho no era tan grande como el de Masters, pero también era lujoso y tenía vistas al lago y a una cala privada. El ambiente estaba bastante caldeado. Supuse que aquellos dos hombres habían estado sentados hablando en una mesa redonda que había en un rincón pero ahora uno de ellos estaba de pie gritando para hacerse escuchar.
Aunque tenía el gesto torcido y la mirada rabiosa, vi enseguida que era el de la foto del anuario del banco Dearborn. El otro, que se levantó y también empezó a gritar, era mi cliente. Bajito y rechoncho, con un traje gris.
Los dos se pararon en seco cuando me vieron entrar.
– ¿Y usted qué coño está haciendo aquí? -gruñó mi cliente-. ¡¿Mildred?!
Ricitos entró andando como un pato y con los ojos húmedos.
– Le dije que usted no querría hablar con ella pero quiso entrar como fuera…
– Sr. McGraw, me llamo V. I. Warshawski -dije alzando la voz para que se me oyera por encima de aquel jaleo-. Tal vez no quiera verme pero piense que soy un ángel comparado con los de homicidios que le visitarán dentro de nada. Buenos días, Sr. Thayer -añadí dándole la mano-. Le acompaño en el sentimiento. Yo encontré el cadáver de su hijo.
– Está bien, Mildred -dijo McGraw con voz queda-. Conozco a esta señorita y me gustaría hablar con ella.
Mildred me lanzó una mirada asesina y salió ofendida dando un portazo.
– Sr. Thayer, ¿por qué cree que el Sr. McGraw tendió una trampa a su hijo? -dije para entablar conversación mientras me sentaba en un sillón de cuero que estaba en una esquina.
El banquero recobró la compostura. Ya no estaba rabioso pero sí pálido.
– La hija de McGraw salía con mi hijo -dijo con una sonrisa-. Cuando me dijeron que habían asesinado a mi hijo vine hasta aquí para saber si McGraw sabía algo. Pero no creo que tendiera una trampa a Peter.
McGraw estaba demasiado furioso para seguirle el juego.
– ¡Y una mierda! -dijo a grito pelado-. Desde que Annie anda con ese niñato de barrios altos, siempre apareces por aquí insultándola e insultándome. Y ahora que el chico ha muerto, calumnias contra ella. Pero te juro que no te saldrás con la tuya.
– ¡Ya estoy harto! -dijo Thayer-. Si estamos con éstas… tu hija, enseguida vi qué tipo de chica era. Y mi pobre Peter… Un buen chico, inocente, con grandes ideales, y renuncia a todo lo que habíamos planeado su madre y yo por una chica que se acuesta con el primero…
– ¡Cuidado con lo que dices de mi hija! -gruñó McGraw.
– Casi le pedí de rodillas que la pusiera a raya -prosiguió Thayer- pero podría haberme tragado el orgullo. Este tipo no tiene sentimientos. Él y su hija querían aprovecharse de Peter porque pertenece a una familia acaudalada, y cuando vieron que no podían sacarle dinero, lo mataron.
McGraw se estaba poniendo de todos los colores.
– Sr. Thayer, ¿ha contado su versión a la policía? -pregunté.
– Si lo has hecho, te llevaré a juicio por difamación -interrumpió McGraw.
– No me amenaces, McGraw -gruñó Thayer imitando a John Wayne.
– Sr. Thayer, ¿ha contado su versión a la policía? -repetí.
Se sonrojó un poco, aunque con el bronceado artificial se le notaba muy poco.
– No. No quiero que salga la historia en los periódicos ni que mis vecinos sepan con quién salía mi hijo.
Asentí con la cabeza.
– Pero está convencido de que el Sr. McGraw, solo o con su hija, tendió una trampa al chico y lo asesinó.
– ¡Pues sí!
– ¿Y tiene alguna prueba para demostrarlo?
– ¡Pues claro que no la tiene! -gritó McGraw-. Esa versión de mierda no se aguanta por ninguna parte. Anita estaba enamorada de ese mocoso hijo de papá. Le dije que cometía un gran error. Si te mezclas con los jefazos saldrás escaldada. Y mira lo que ha pasado.
Me pareció que en este caso eran los jefazos los que saldrían escaldados, pero pensé que era mejor callarme.
– ¿Alguna vez dio una tarjeta de visita al Sr. McGraw? -pregunté a Thayer.
– No lo sé -dijo nervioso-. A lo mejor le di una a la secretaria. Pero ¿a qué viene eso?
Sonreí.
– Soy detective, Sr. Thayer, y estoy investigando un caso para el Sr. McGraw. La otra noche me enseñó una tarjeta suya y quería saber de dónde la había sacado.
McGraw se puso nervioso. Thayer se lo miró con incredulidad.
– ¿Le enseñaste una tarjeta mía? ¿Se puede saber por qué? ¿Y por qué contrataste a un detective?
– Tengo mis motivos.
McGraw se sentía incómodo y miserable.
– No me extraña -dijo Thayer con firmeza.
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