Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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«Nuestros clientes contarán con una total confidencialidad y, aunque ofrecemos un adiestramiento de primera categoría, esa confidencialidad no nos permite darle una lista de clientes. Hemos trabajado con cuerpos de policía en todas las Américas, en ciudades, en selvas y en el extenuante desierto de Sonora. También hemos enviado nuestro personal experimentado a zonas de combate como apoyo a las tropas estadounidenses. Con oficiales y equipamiento en nueve puntos estratégicos de todo el globo, podemos presentarnos a su próxima reunión de adiestramiento en pocas horas.»

Encontré fotos de Dornick, alerta y en posición de combate, acompañado de todo el mundo, desde el alcalde de Chicago al presidente de Colombia. Vi a Dornick enseñando el uso de las porras eléctricas a las mujeres que vivían en un albergue que acogía a las que huían de la violencia doméstica y leí artículos sobre los contratos que había firmado en San Diego, Waco y Phoenix para realizar sesiones especiales de adiestramiento a las patrullas fronterizas. No encontré información de su vida como policía, pero había dejado el cuerpo hacía quince años.

Alito parecía más el típico poli. Había estado cuarenta años en el cuerpo y se había retirado a vivir a orillas de un pequeño lago en el norte de Illinois. Los pocos comentarios en la prensa que había sobre él contenían opiniones contradictorias. Citaban su coraje en un atraco a mano armada en un centro comercial de Roosevelt Road donde los atracadores habían tomado rehenes. Luego, al cabo de seis meses, lo acusaban de empleo excesivo de fuerza en el mismo incidente, por haber matado a los dos atracadores. También había herido a una de las rehenes, y por ello era criticado. Un compañero de trabajo, que no quiso revelar su nombre, explicó que Alito había dicho: «La rehén tiene suerte de estar viva, y los atracadores están mejor muertos, así que, ¿dónde está el problema?»

Dado que muchísimos ciudadanos pensaban que un atracador muerto le ahorraba a la ciudad muchos gastos en juicios, las cartas al director fueron, como era de esperar, favorables a Alito, para abogar a continuación por que todos los americanos fueran siempre armados hasta los dientes.

Miré unos momentos la pantalla del ordenador y luego busqué un mapa de la casa de Alito. Vivía dos kilómetros al sur de la frontera con Wisconsin, cerca de uno de esos pequeños lagos que tachonan las montañas que se alzan al noroeste de Chicago. Muchos habitantes de la ciudad tienen allí casas de segunda residencia. Algunos, como Alito, cuando se jubilan, viven allí todo el año.

Según la búsqueda en MapQuest, el recorrido de ciento diez kilómetros desde Western y North hasta el lago Catherine se cubría en ochenta minutos, pero los de esa página web suponían que conducías a las tres de la madrugada durante un insólito período en que ni la Kennedy ni los Edens estaban en obras. Llegué a la orilla norte del lago Catherine a las dos horas y media de salir de la oficina.

Es cierto que los pájaros gorjeaban, el sol brillaba y el aire era más limpio que en Milwaukee Avenue, pero yo estaba malhumorada y tenía muchas ganas de ir al baño. Aquello implicaba volver atrás hasta la estación de servicio más cercana, donde había gastado una pequeña fortuna llenando el Mustang, había usado unos baños misericordiosamente limpios y había comprado un perrito caliente para seguir adelante. Me había concentrado tanto en las búsquedas en la Red que me había saltado el almuerzo, una seria violación del lema de la familia Warshawski: «No te saltes nunca una comida.»

Eran casi las cinco de la tarde cuando por fin dejé la carretera en lo alto de Queen Anne's Lace Lane y bajé caminando hasta la morada de Alito. Vivía en una casa de tres plantas, encajada en un pequeño solar, y tenía los vecinos tan cerca como los habría tenido en el South Side de Chicago, pero, allí, estaba a pocos metros del agua.

De camino, esperando en la cola de pagar el peaje, había intentado dar con alguna estrategia para conseguir que Alito hablara conmigo. En uno de los seminarios a los que asistí antes de obtener la licencia de investigadora privada, habíamos aprendido «técnicas para realizar un interrogatorio fructífero». Lo primero que tienes que hacer es conseguir que el interrogado crea que estás de su parte. No hay que ser hostil. Hay que establecer algún punto común con el que él esté de acuerdo. Un «Larry, ¿así que torturaste a Steve Sawyer?» no sería una buena jugada de apertura. En cambio, podía probar con «Larry, estamos de acuerdo en que torturar a Steve Sawyer fue una cosa buena y necesaria, ¿verdad?»

La mujer de Alito abrió la puerta. Tenía la misma edad que su esposo, sesenta y tantos años, vestía un pantalón ancho verde oliva con muchos bolsillos y lucía unos rizos caoba sin lustre que me recordaron a una Gwen Verdon entrada en años. No sonrió ni me saludó con cortesía pero tampoco me cerró la puerta en las narices. Cuando expliqué que era la hija de uno de los viejos compañeros de su esposo en la policía y que esperaba que el detective Alito y yo pudiéramos charlar, su expresión se animó un ápice.

– Larry acaba de volver de jugar al golf. Se está duchando. Bajará dentro de un par de minutos. Yo estaba preparando la cena…

Se interrumpió de repente como si temiese que yo le pidiera que me invitara. Le dije que ése no era el caso y que tampoco le robaría mucho tiempo a su esposo. ¿Quería que esperase en el coche? Eso la impulsó a dejarme pasar a la parte de atrás, donde estaba a punto de poner las hamburguesas en la barbacoa.

La atestada sala familiar me recordó a la señorita Della. Como su apartamento, éste también estaba lleno de figuritas de porcelana. La señora Alito coleccionaba ángeles y gatitos en vez de criaturas de la jungla africana, pero todo estaba limpio y cuidadosamente ordenado, con diminutos platitos de leche delante de los gatos. Sentí picores en el cuero cabelludo. En aquellas exposiciones había desespero. Sin embargo, mientras la seguía por la sala hasta la cocina, emití los pertinentes sonidos de admiración.

– Es una casa pequeña, desde luego, pero sólo estamos Larry y yo. Tenemos un hijo, pero vive en Michigan y, cuando viene de visita, ponemos a los nietos en literas en el porche acristalado. Siéntese en la terraza y le diré a Larry que está aquí.

Me acerqué a la barandilla y miré alrededor. El lago Catherine se hallaba al final de la carretera, unos cincuenta metros al sur de la casa de Alito. Entre los sauces y las matas que crecían en la orilla, se vislumbraba el brillo del sol en el agua. Los vecinos del lado norte también asaban carne; los solares eran tan pequeños que las hamburguesas y los muslos de pollo me quedaban prácticamente debajo de la nariz. Aunque había comido el perrito caliente, todavía tenía hambre. Me entraron ganas de saltar la cerca y coger un muslo.

Una voz de hombre sonó con claridad procedente de la ventana que tenía encima de la cabeza.

– ¿Y no le has preguntado el nombre? Dios, Hazel, es que no piensas…

– Por el amor de Dios, Larry. Crees que todo el mundo quiere estafarte.

– ¿Y no le has preguntado qué quiere?

– Si quiere que sea su secretaria, señor Alito, tendrá que darme una paga extra. -El tono de Hazel estaba entre el sarcasmo y la seducción, una inquietante ventana a su relación.

Alito gruñó, pero la conversación se apagó y, al cabo de un momento, se reunió conmigo en la terraza. Recién duchado, el pelo ralo se veía oscuro porque estaba mojado, pero tenía los ojos tan enrojecidos como la punta de la nariz quemada por el sol. Llevaba en la mano una lata de cerveza y, a juzgar por el olor del aliento cuando se me acercó, debía de ser la quinta o la sexta de la tarde.

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