Volví a mi oficina tan amargada por el dinero que estaba perdiendo con el caso, que no me apeteció echar un vistazo a la transcripción. Mi ayudante temporal escribía cartas y mensajes que yo le había dictado los días anteriores y me pasó una lista con media docena de llamadas que devolver.
Mientras esperaba que me pusieran con Darraught Graham, hojeé el expediente del juicio de Steve Sawyer. No era muy largo, para ser un juicio por homicidio: sólo tenía novecientas páginas, muchas de ellas llenas de respuestas de «sí» o «no». No mucha defensa. Cuando la secretaria personal de Darraught volvió a ponerse al teléfono y se disculpó por tenerme esperando tanto tiempo, un nombre saltó ante mis ojos.
Testimonio del agente que había procedido a la detención, Tony Warshawski. ¿Mi padre practicó la detención de Steve Sawyer? No podía ser. Mi padre había vuelto a mi vida en una increíble coincidencia. De repente, recordé el amargo comentario de Johnny Merton. Había dicho que era curioso que, de todas las personas del mundo, precisamente yo no supiera dónde estaba Steve Sawyer.
– ¿Vic? ¿Vic? ¿Estás ahí todavía?
– Caroline -dije débilmente-. Dile a Darraught que ya lo volveré a llamar o que, si es urgente, me llame al móvil esta noche.
Colgué sin esperar su respuesta y me llevé el expediente al sofá. No comprendía nada de nada: Merton, Sawyer, mi padre empezaron a arremolinarse en mi cabeza como una vieja peonza hasta que sentí tal mareo que se me nubló la vista.
– ¡Basta de melodrama! -dije en voz alta, sobresaltando a Marilyn Klimpton-. Relájate, Warshawski, cálmate.
Fui a la pequeña cocina que comparto con Tessa y me preparé un café solo. Sentada en el sofá cama de la oficina con las piernas cruzadas, volví al principio del documento y leí toda la transcripción. El juicio había durado un día y medio.
Harmony Newsome había muerto en Marquette Park el 6 de agosto de 1966. El día de la marcha a favor de los derechos civiles, acompañada de ocho horas de disturbios protagonizados con la comunidad local.
Al principio, la policía y los bomberos creyeron que Newsome se había desmayado, pero en la ambulancia, al ver que no conseguían reanimarla, constataron que estaba muerta. Debido a la confusión que reinaba en el parque y la cantidad de cascotes y mobiliario urbano, la policía no había podido situar el lugar exacto en el que había muerto ni había localizado el arma homicida.
El forense testificó que Newsome había muerto a causa de un objeto punzante que le había penetrado en el cerebro a través del ojo. Los detectives a cargo del caso, Alito y George Dornick, testificaron que, inmediatamente después de Navidad de 1966, un informante anónimo del barrio los había llevado a Steve Sawyer. De otro modo, y habida cuenta de la multitud que había en el parque cuando mataron a Newsome, probablemente nunca habrían detenido a nadie.
Marilyn Klimpton se acercó. Eran las cinco y media y se marchaba.
– Siento interrumpirla, pero la he llamado tres veces y no me ha oído. Tengo cinco cartas para que las firme. Y todavía tiene que devolverle la llamada a Darraugh Graham.
Esbocé la mejor sonrisa que pude y traté de leer el informe sobre el trabajo que había hecho la chica aquel día. Tan pronto como cerró la puerta, volví a concentrarme en la transcripción. Al cabo de tres días de reclusión, Sawyer había confesado el homicidio. Alito leyó la confesión en el juicio. Sawyer estaba enamorado de Newsome y ella no le correspondía. Y cuando se había marchado de la ciudad para estudiar en la universidad, se había vuelto una «pija».
Juez Gerry Daly: ¿Pija? ¿Es una palabra de gentes de color?
Ayudante del fiscal del Estado Melrose: Creo que sí, señoría.
Juez Daly: ¿Podría traducírmelo al inglés, letrado? (Risas en la sala)
Ayudante del fiscal del Estado Melrose: Creo que significa «esnob», señoría, pero yo tampoco hablo esa jerga.
Según la confesión de Sawyer, éste pensó que podía matarla durante los disturbios y que los blancos del parque cargarían con la culpa del homicidio. El juez Daly interrogó brevemente a Sawyer. El abogado de oficio asignado al acusado no presentó objeciones durante la lectura del testimonio, ni durante el interrogatorio del juez. No llamó a ningún testigo. No intentó sonsacar a Alito y a Dornick el nombre del chivato.
Las respuestas de Sawyer al juez fueron vagas e inconexas y no cesaba de decir: «Lumumba tiene mi foto. Tiene mi foto.»
El jurado deliberó durante una hora antes de emitir el veredicto y declararlo culpable.
Temblorosa, leí el testimonio de mi padre. Era como si mis pesadillas de madrugada hubiesen sido una profecía de lo que iba a encontrar allí. Mi padre, al que enviaron con la orden de detención, describía la conmoción de Sawyer y su intento de huir, describía cómo lo había esposado y le había leído sus derechos. La Ley Miranda era nueva de aquel año. La transcripción incluía algunos comentarios procaces que intercambiaron el fiscal Melrose y el detective Dornick acerca de los derechos de Sawyer.
Dornick y Alito fueron los detectives encargados del caso. Larry Alito había sido compañero de patrulla de mi padre durante un año en 1966. Mi padre no le tenía un gran aprecio y lo recuerdo quejándose de él a mi madre. Una noche, vino a casa deprimido: A Alito lo habían ascendido a detective mientras que él, Tony, con una experiencia diez veces superior, seguía siendo un uniformado. Mi madre intentó consolarlo: «Al menos, ya no tendrás que trabajar más con ese prepotente.»
El cielo se oscureció al otro lado de mis altas ventanas y yo continué sentada en el sofá, mirando al vacío. Cuando finalmente encendí la luz, vi que eran más de las ocho. Firmé las cartas y eché un último vistazo a la transcripción antes de guardarla con el expediente del caso Gadsden. Había cavilado tanto sobre mi padre, que me había pasado por alto el nombre del abogado de Steve Sawyer. Era Arnold Coleman, ex jefe mío y, ahora, juez. En 1966, era un inexperto abogado de oficio y estaba muy verde, pero resultaba increíble que lo estuviese tanto que no supiera que podía presentar objeciones ocasionales, como protestar por el lenguaje cargado de racismo que se había empleado durante el juicio.
¿Y por qué no había pedido la identidad del informante del detective Alito? ¿Podía tratarse de Lamont Gadsden?
– ¿Ésta es tu idea de lo que debe ser una broma, Vicky?
Había esperado una hora para poder hablar con Bobby Mallory. Presentarse sin previo aviso a visitar a un alto mando de la policía no es nunca una idea brillante, pero al menos Bobby estaba en el edificio. El sargento que vigilaba el acceso a esas nuevas y relucientes oficinas situadas en Bronzeville no me conocía, pero Terry Finchley, uno de los ayudantes de Bobby, estaba cerca. No es que yo le caiga precisamente bien, pero le dijo con un gruñido al sargento que me dejara subir al piso de arriba a esperar que Bobby tuviese un hueco en la agenda.
Había llevado trabajo conmigo. Como la espera se prolongó, aproveché para responder a un montón de correos electrónicos y terminar un informe sobre el fraude que investigaba contra una compañía de componentes metálicos antes de que Bobby saliera a recibirme.
Me saludó con una mezcla de cariño y cautela. Sabía que yo no habría acudido a la comisaría si no tenía un favor que pedirle. Sin embargo, me pasó un brazo por el hombro, le ordenó a su secretaria que me trajera un café y empezó la conversación con las novedades familiares. Lo habían hecho abuelo por séptima vez pero estaba tan contento como si fuese la primera. Emití los pertinentes sonidos de alegría y escribí una nota en la PDA para que no se me olvidara comprarle un regalo de bautizo.
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