Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Cada vez que intentaba pasar, el sacerdote me echaba atrás de un empujón. Mi padre era policía, tenía la misión de proteger la iglesia. Podía haber volado en mil pedazos también él. «Papá», intenté gritar, pero, como en los sueños, no me salía la voz.

Me incorporé en la cama, sudorosa y llorando. Soy una mujer adulta y, sin embargo, todavía hay noches en que necesito tanto a mi padre, que el dolor de su pérdida me traspasa y me quita el aliento.

Supuse que el sueño lo había provocado el encuentro con mi ex marido la noche anterior, más la conversación que había mantenido con Harvey Krumas. Dick quería mucho a mi padre. Lo que mantuvo unido nuestro breve matrimonio el tiempo que duró fue la presencia de Tony y, aunque Dick me dejó no bien concluyó el funeral, cada vez que lo veo pienso en mi padre.

Y luego estaba Harvey Krumas, el padre del candidato. Tony procuraba que mi tío Peter y él no se descarriasen, había contado Harvey la noche anterior, como si el hecho de que fuese policía significara que debía controlar la vida de la gente. Había sido una desgracia de mi infancia. Los padres de mis compañeros de juegos les decían: «El padre de Vic es policía. Si no te portas bien, te meterá en el calabozo.» Al parecer, Harvey y Peter también veían así a mi padre: no como persona, sino sólo como un uniforme.

– Pero si te juntas con un adulador de primera como Arnie Coleman, seguramente necesitarás a alguien que vigile que no te descarríes -pensé en voz alta.

Mi voz sobresaltó a Peppy , dormida en el suelo a mi lado. Se movió y gimió. Me incliné para rascarle la cabeza.

– Sí, tú tampoco has visto a tu padre desde hace un montón de años, ¿verdad, chiquita?

El padre Gribac había sido el pastor de Saint Czeslaw, la iglesia a la que acudía mi tía Marie. En realidad, nadie había volado el edificio, pero sí era verdad que el padre Gribac había azuzado los fuegos del odio en el sur de Chicago después del verano de disturbios de 1966. Marie era sólo una de los enfurecidos fieles de Saint Czeslaw que prometieron hacer cuanto pudieran para demostrar al doctor King y a los agitadores que había traído consigo que deberían haberse quedado en Misisipí o en Georgia, que era su sitio. Estaba furiosa con el cardenal porque había obligado a todos los sacerdotes a leer una carta en sus parroquias respectivas sobre la hermandad y a favor de eliminar la discriminación en el acceso a la vivienda.

«Nuestros negros de Chicago siempre han sabido cuál es su sitio, hasta que esos comunistas han venido a incitarlos», peroraba Marie, enfurecida.

El padre Gribac leyó la carta del cardenal Cody, ya que era un leal soldado del Ejército de Cristo, pero también pronunció un sermón atronador. Les dijo a sus fieles que, como cristianos, tenían el deber de combatir el comunismo y cuidar de su familia. Lo supimos todo a través de la tía Marie, que fue a visitar a mi madre pocos días después de mi cumpleaños.

– Si no los detenemos en Marquette Park, cuando queramos darnos cuenta ya estarán en Chicago Sur. El padre Gribac dice que está harto del cardenal, que se sienta en su mansión como Dios en su trono, sin preocuparse de la gente de la ciudad. Somos nosotros los que construimos las iglesias, pero el cardenal Cody quiere dejar entrar en ellas a esos asquerosos ne…

– En mi casa, esos insultos sobran, Marie -la había cortado mi madre.

– Puedes ser todo lo arrogante que quieras, Gabriella, pero, ¿y nosotros? ¿Y las vidas que nos ha costado tanto construir?

Mi madre le respondió en su inglés chapurreado: «Mamá Warshawski me cuenta siempre la dura vida que los polacos tienen en esta ciudad en 1920. Los alemanes llegan primero, luego los irlandeses y no quieren que los polacos les quiten el trabajo. Mamá Warshawski me cuenta que a papá Warshawski lo llaman polaco estúpido y cosas peores. Y Tony tiene que hacer los trabajos más duros en la policía. Son irlandeses y no les gustan los polacos. Es así siempre, Marie; es triste, pero es así siempre. Los que llegan primero quieren impedir que lleguen los segundos.»

Me rodeé las rodillas con los brazos, temblando, mientras se me secaba el sudor. Parecía que ahora, cualquier cosa que hiciera me llevaba a volver la vista cuarenta años atrás, a aquellos días de disturbios y algaradas. O a la nevada de enero que cayó poco después. Johnny Merton, Lamont Gadsden y, ahora, esta noche, Arnie Coleman, con sus velados comentarios racistas. «Ahí fue cuando la ciudad comenzó a irse al carajo… Policías obligados a volverse contra sus propios vecinos.»

Aquellos disturbios habían dividido al South Side. Mi padre, de regreso a casa después de cuatro días seguidos haciendo turnos sin descanso, quedó conmocionado por el odio que había experimentado, dirigido a él y a sus compañeros agentes e incluso a algunas monjas que se manifestaban con el doctor King. «Los insultos que los chicos católicos lanzaron a las monjas eran increíbles. Gente con la que iba a misa cuando era pequeño», oí que le contaba a mi madre al terminar el turno.

Me puse un pantalón corto y una sudadera. Peppy me siguió a la sala. Me arrodillé delante de los armarios empotrados y abrí el cajón donde guardo un álbum de fotos de mis padres.

Me quedé cavilando ante su fotografía de bodas. El ayuntamiento, 1945. Mi madre, con un traje chaqueta muy serio, se parecía a Anna Magnani en Roma, ciudad abierta. Mi padre, vestido de uniforme, vibrante, orgulloso y sorprendido porque iba a casarse «con la mujer más extraordinaria que nunca he conocido».

Peter, el padre de Petra, hijo tardío de mis abuelos, era un niño que aparecía vestido de marinero. Mi abuelo, que murió cuando yo era pequeña, también estaba presente, alto y de huesos anchos, como todos los Warshawski. Los padres de Boom-Boom también salían en varias fotos, mi tía Marie mirando enfurruñada a su cuñada inmigrante y mi tío Bernard dándole a Gabriella un beso impropio de un hermano. Estudié la foto con más atención. Quizás hallaría la explicación de la amargura de la tía Marie.

Las fotos mías no aparecían hasta mucho más tarde. En cierto modo, yo también fui una idea tardía. Mi madre había tenido tres abortos antes de que yo naciera y tuvo dos más después, una señal, o tal vez la causa, del cáncer que creció en sus entrañas y la venció en silencio.

Encontré una foto familiar en la playa de cuando tenía tres años: mi madre, en un poco habitual momento de relax, más parecida a Claudia Cardinale que a Anna Magnani; yo, sonriendo junto al cubito y la pala, y mi padre, en bañador, inclinado sobre ambas. «Mis dos pimenteros», nos llamaba.

Pasé páginas. Softball en Grant Park. Mi padre jugaba en uno de los equipos del departamento. Yo conocía a casi todos los hombres con los que jugaba. Con el ceño fruncido, leí los nombres escritos con la curiosa caligrafía de mi padre y sus letras como cajas. Bobby Mallory, en su primer año en el cuerpo, jugaba de primera base. Dos hombres que habían muerto en los últimos años ocupaban también puestos en el equipo.

Al identificar al hombre que estaba al lado de Bobby, abrí los ojos sorprendida. Era George Dornick. La noche anterior estaba en el círculo íntimo de Brian Krumas. Después de que los redobles de tambor y las trompetas dedicaran a Krumas una fanfarria real, los que estábamos alrededor de la mesa de su padre saludamos y conocimos al candidato y a su séquito. Dornick dirigía ahora una importante empresa de seguridad y asesoraba al candidato en cuestiones de terrorismo y seguridad interior.

No es extraño encontrar a ex policías como directores de empresas de seguridad. Sin embargo, era sorprendente haberlo encontrado la noche anterior y verlo ahora en una foto con cuarenta años menos, el pelo todavía castaño, sonriendo con mi padre, Bobby, y otros hombres a quienes yo había conocido. Si Tony no hubiese muerto, tal vez también se habría hecho rico dedicándose a la seguridad privada.

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