Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Cuando entramos, una veinteañera nos dio unas agujas de solapa de Brian Krumas y, dondequiera que mirásemos, nos encontrábamos con la sonrisa radiante del candidato pegada a las mesas, sillas y columnas de la sala. Para rematarlo todo, habían colgado una foto de Brian que iba del techo al suelo, con su eslogan de campaña debajo: KRUMAS PARA EL CAMBIO EN ILLINOIS. Estaba flanqueado por el presidente de los Estados Unidos, el gobernador de Illinois y el alcalde de Chicago.

Nos abríamos camino hasta la mesa de las bebidas cuando noté que alguien me daba unos golpecitos en el hombro. Me volví y vi a Arnold Coleman, que había sido mi jefe en los juzgados del condado. Era un lacayo político que había tenido siempre cuidado de no pisar a un poderoso fiscal del Estado y había recibido una recompensa a cambio de ello: lo habían nombrado juez de apelación del Estado.

– ¡Vic! Cuánto me alegra ver que tienes tiempo para apoyar al joven Brian, aunque una campaña judicial no esté a tu altura.

– Juez Coleman, felicidades por el nombramiento. -Yo había rechazado una invitación a una fiesta de recogida de fondos para la campaña de Coleman (Illinois trata a sus magistrados como si fueran cualquier otra mercancía a la venta) y era evidente que Arnie se había hecho una lista de amigos y enemigos. Otra tradición de Illinois.

– ¿Qué, Vic, ya has aprendido a no meterte en líos? O, como decimos por aquí, ¿sabes tener la nariz limpia? -preguntó el juez con cordialidad.

– Me la limpio dos veces al día, magistrado, con la manga, como hacíamos cuando estábamos en la Veintiséis con California. Juez Coleman, éste es el señor Contreras.

Mi ex jefe soltó una falsa carcajada y se volvió hacia su grupo, haciendo caso omiso de la mano que le tendía mi vecino.

– Ésa no es manera de hablar con un juez, cariño -me regañó el señor Contreras.

– No sé. Por lo que he oído decir a mis antiguos compañeros de la asociación de abogados, la justicia en el juzgado de Coleman no sólo es ciega, sino que también es sorda y coja. El único sentido que le queda de los cinco es el tacto. Lo usa para palpar lo grandes que son los billetes que le ponen en la mano.

– Eso que dices es terrible. No puede ser cierto. La gente no lo toleraría.

Torcí la boca en una mueca involuntaria.

– Cuando trabajaba como abogada de oficio, Coleman y el fiscal del Estado, que a la sazón era Karl Swevel, competían por ver quién podía lograr mayores apoyos para los demócratas locales. A quién defendíamos y cómo lo hacíamos tenía un interés muy secundario para ellos, comparado con su afán por lamerles el culo a los potentados locales. Entonces, eso no le importaba a nadie y ahora tampoco parece importar.

Vi que mi vecino parecía seriamente agraviado -no sólo por las palabras que había utilizado sino también por lo que había dicho- y le di unas palmadas en el brazo para animarlo.

– Vayamos a buscar a la chica. Para que vea que hemos venido.

Nos abrimos camino entre el gentío hasta que nos tropezamos con Petra, que estaba cerca de una de las barras de bebida. Hablaba con un variopinto grupo de lobistas y legisladores. Todos ellos tenían la cara redonda y brillante de la gente que ha pasado demasiados años con la cabeza metida en el pesebre público.

Petra gritó de alegría y abrazó al señor Contreras.

– ¡Lo has logrado, tío Sal! ¡Qué fabuloso estás con todas tus condecoraciones! ¡Y tú, Vic, estás esplendorosa! ¡Por un momento no he sabido quién era la magnífica acompañante del tío Sal!

Soltó una sonora carcajada, y el grupo con el que estaba hablando, pese a ser unos viejos y ajados barones del partido, se unió a nosotros para delicia del señor Contreras. Petra lucía un vestido de chiffon estampado sobre unas mallas relucientes. Con los tacones de aguja, era casi más alta que cualquiera, yo incluida.

– Tengo que encontrar al senador…, al señor Krumas, quiero decir. Siempre se me olvida que todavía tenemos que elegirlo. Sé que querrá una foto con el tío Sal -explicó al grupo. Luego, se volvió hacia mi vecino y añadió-: Voy a llevarte a la mesa del tío Harvey, así sabré dónde encontrarte.

Tomó al señor Contreras del brazo y empezó a guiarlo entre la muchedumbre. Yo los seguí sumisamente. Con veintitrés años, Petra ya era toda una profesional que daba palmaditas en el hombro, se reía y agachaba la cabeza para oír lo que le gritaba una mujer que llevaba un audífono.

Cerca de la orquesta y el estrado había una decena de mesas festoneadas con globos rojos, blancos y azules y unos gigantescos letreros que rezaban RESERVADO. Muy pronto, nos tocaría escuchar una retórica de esas que conmueven el alma. Las mesas estaban reservadas a las personas que realmente habían hecho donaciones a la campaña. Según el programa, costaban ciento cincuenta mil dólares, quince de los grandes por asiento. Lo cual demuestra lo cierto del dicho de que los precios de las casas y terrenos dependen, fundamentalmente, de dónde estén situados. Las sillas eran de esas plegables de metal que se usan en los mercadillos para fines benéficos de las parroquias.

Cuando empezaran los discursos, los asientos se llenarían. Ahora, había unos pocos ocupados. Petra llevó al señor Contreras a la mesa número 1, que estaba delante del estrado. Jolenta Krumas, la madre del candidato, estaba sentada con un grupo de mujeres mayores que hablaban todas a la vez. Frente a ellas había dos mujeres más jóvenes. Reconocí a Jolenta porque la había visto en fotos de Brian y su familia aparecidas en la prensa. Pensé que las jóvenes eran una hermana y una cuñada, pero no eran atractivas como Jolenta. Ésta se sujetaba el espeso cabello castaño con abundantes hebras grises con un par de mariposas de diamantes y, pese a tener sesenta y tantos años, su pose seguía siendo perfecta. Escuchaba con interés lo que le decía la mujer sentada a su izquierda pero, cuando Petra se acercó, levantó la cabeza y esbozó una alegre sonrisa.

– ¡Tía Jolenta! Éste es Salvatore Contreras. Es mi nuevo tío honorario y sé que al futuro senador le encantará conocerlo y que le tomen una foto con él.

Jolenta Krumas se fijó en la hilera de brillantes condecoraciones prendidas en el traje del señor Contreras y sonrió de nuevo.

– Estás haciendo un trabajo espléndido, querida. Me aseguraré de que Harvey se lo cuente a tu padre la próxima vez que hablen. Y, dígame, Salvatore, ¿Petra no lo deja exhausto? Venga, siéntese, descanse un poco. Brian vendrá a acompañarnos dentro de un rato. En este momento está con unos amigos de Harvey. Ahora que se presenta a senador, me doy por satisfecha si lo veo en la misa de los domingos. ¡Esta fiesta de recogida de fondos será la primera vez que cenemos juntos desde hace meses!

Petra se volvió y me vio detrás de ella. Hizo una mueca de fingida contrición.

– Oh, tía Jolenta. Lo siento, he olvidado de presentarte a mi prima auténtica, Vic, Victoria. Es la vecina de arriba del tío Sal. Es detective. Vic, ésta es la madre del senador.

– Del futuro senador -la corrigió la mujer-. Todos esperamos que lo sea, pero todavía falta mucho para las elecciones. No seamos gafes, ¿de acuerdo?

Le dio unas palmaditas a Petra en la mano y después señaló una silla para que el señor Contreras se sentase. Todo el mundo que se acercaba lo miraba, preguntándose qué habría hecho para obtener un asiento tan cerca del poder. Cogí una copa de vino de la mesa de Krumas y, mientras buscaba una salida, oí a una mujer que le decía a su acompañante: «Oh, ése es el abuelo de Brian. Me lo acaba de decir un chico que estaba detrás de mí.» Me eché a reír. Así es como empiezan los rumores.

Salí del edificio y caminé hasta el extremo oriental del muelle, lejos de los vibrantes altavoces y de las interminables conversaciones complacientes. Ver y ser visto. Ver y ser visto.

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