Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– Detective Alito, soy V.I. Warshawski, la hija de Tony Warshawski.

– ¿Es eso cierto? -me miró sin entusiasmo.

– Lo es -respondí con una radiante sonrisa-. Anoche, encontré una foto de su equipo de softball. Mi padre jugaba de primera base, creo. ¿Es así?

– ¿Cómo quieres que me acuerde? Muy bien, Tony Warshawski jugaba de primera base, ¿y qué? ¿Por qué no le pregunta a él?

– Ya sabe que mi padre lleva muerto unos años. -Reí cumplidamente.

– Sí, es cierto. Lamento no haber enviado flores, pero no mantuvimos el contacto.

– Y yo me hice detective, pero privada. No trabajo en el cuerpo de policía.

– Sabuesos. ¡Vaya gente molesta! -Dio un gran trago a la lata de cerveza y la dejó encima de la barandilla.

– Estoy investigando un caso antiguo en el que mi padre y usted trabajaron.

No dijo nada pero le palpitó una vena del cuello.

– Steve Sawyer.

– No me suena de nada. -Su tono era indiferente, pero agarró la lata de cerveza y le dio un nuevo trago-. ¡Hazel, tráeme otra!

La mujer se hallaba junto a la barbacoa con un plato de carne cruda, esperando a que yo terminase para ponerse a preparar la cena. Hurgó en una nevera portátil que tenía junto a la parrilla y sacó otra lata. Qué velada tan divertida la suya…

– Tony y usted fueron compañeros de patrulla en 1966, y luego usted pasó a la división de detectives de…

– Puedo leer mi biografía en las páginas de obituarios. ¿Qué quiere? -Cogió la lata que le daba su mujer y la abrió.

– Fue un caso muy destacado de la época. Una activista de los derechos civiles resultó muerta durante una manifestación en Marquette Park y pasaron meses sin que se arrestara a nadie. Después, ustedes detuvieron a Steve Sawyer.

– Todos esos negros piojosos manifestándose en el parque… Ahora que lo ha dicho, me acuerdo perfectamente bien. -Alito sonrió con presunción.

– Yo no he dicho eso -repliqué-. He hablado de una manifestación a favor de los derechos civiles.

– Sí, una manifestación llena de negros piojosos? -Se rió y Hazel también soltó una risilla.

– Entonces, si se acuerda perfectamente bien, ¿quién fue el chivato? -inquirí apretando los labios.

– ¿Chivato? ¿Qué chivato?

– En el juicio, usted dijo que un informante había delatado a Sawyer. Nadie le preguntó por el nombre del informante. Yo, sí.

– Dios, ¡qué pregunta tan estúpida! Como si yo fuera a recordar a todos esos yonquis que necesitaban tanto un chute que delataban a sus amigos para obtenerlo…

– ¿Y qué hay de Lamont Gadsden? ¿Lo recuerda de sus tiempos de patrullero?

Aquella pregunta lo pilló desprevenido y se le derramó cerveza en la camiseta de los Sox. Gritó a Hazel para que le trajera una toalla. Mientras se secaba la camiseta, dijo:

– ¿De qué estábamos hablando?

– Lamont Gadsden.

– ¿Otro amigo suyo negro? El nombre no me suena de nada. Si ha venido por eso, ha desperdiciado un depósito de gasolina. -El tono y las palabras sonaron bien, pero tenía la frente perlada de sudor.

– Cuando Sawyer entró en la sala -lo miré fijamente-, estaba completamente desorientado. No sabía quién era ni dónde estaba, según consta en la transcripción del caso. ¿Qué recuerda de eso?

– Resbaló y tropezó con la reja de su celda. Si no la hubiera diñado, podría preguntárselo a Tony y le contaría lo mismo. Y ahora, ¡largo de mi propiedad, joder!

– ¿Qué quiere decir con eso de que Tony me habría contado lo mismo? -Era como si me hubiesen dado un puñetazo en el estómago.

– Pues lo que he dicho. Todo el mundo decía que tu padre era demasiado bueno para ser real. ¿El poli honrado, no el poli sobre el que caían quejas de la comunidad o que tenía al departamento de Asuntos Internos oliéndole los pantalones antes de que se los pusiera? Bien, yo podría contarte un par de cosas sobre San Anthony.

– Tal vez todo el South Side tenía razón cuando maldecía las entrañas de usted, pero Tony Warshawski era el mejor policía de Chicago. Fue usted muy afortunado, trabajando con él. Pero usted se volvió «pijo», como afirma que dijo Steve Sawyer, y se compró…

Vi la trayectoria de su puño un segundo tarde. Lo esquivé y no me dio en la mandíbula, pero el golpe me alcanzó el hombro izquierdo. Le propiné una patada en la espinilla y me lancé a su plexo solar, pero de repente me cayó agua sobre la cabeza, los ojos y la boca. Me costaba respirar. Hazel nos estaba mojando con la manguera, tanto a su marido como a mí. Alito y yo nos separamos, jadeantes. Lo miré fijamente unos instantes y luego me volví de repente para abrir la puerta de la cocina.

– No puede pasar por la casa, va toda mojada -comentó Hazel en su frío tono nasal.

La seguí por la terraza sin volverme a mirar a su marido. Me señaló un estrecho sendero que separaba la casa de la vivienda vecina. Mientras lo recorría, camino del coche, vi cortinas que se movían en todas las ventanas de la senda. Si yo tuviera que vivir con Larry Alito, no llenaría la casa de gatitos de porcelana. Tendría una gran colección de hachas.

17 El hombre cordial de Mountain Hawk

Para volver a casa, conduje hacia el este todo el camino hasta el gran lago antes de doblar hacia el sur. Tomé carreteras locales. El viaje sería más largo debido a los semáforos de las pequeñas poblaciones, pero la brisa del lago Michigan era fresca y resultaba más fácil pensar sin la congestión y la impaciencia que reinaban en la autopista de peaje.

Cuando ya llevaba recorrida la mitad de la carretera costera, me detuve y caminé hasta el lago. A la luz del crepúsculo veraniego, el agua era de un gris púrpura. Veía faros de coches a lo lejos, pero en la playa no había nadie. Los grillos cantaban y las ranas croaban a mi alrededor.

A Alito no le había sorprendido mi visita. ¿Quién lo había avisado? No quería pensar que había sido Bobby. Aquello abría la puerta a una desagradable posibilidad que no deseaba contemplar: el mejor amigo de mi padre confabulado con un poli borracho y abusador.

Quizás Arnie Coleman lo había llamado después de verme en la fiesta de recogida de fondos de Krumas. Recordé lo que había dicho en los golpes dialécticos que habíamos intercambiado junto a la mesa del candidato. Había sido Petra la que había explicado que trabajaba en un caso ocurrido en Gage Park en los años sesenta. Y yo había mencionado a Johnny Merton. Si el juicio de Sawyer era un peso en la conciencia de Coleman, tal vez había establecido la relación, pero me extrañaba que a mi ex jefe le pesara algo en la conciencia.

Otra cosa que había demostrado la entrevista con Alito era que conocía el nombre de Lamont Gadsden. ¿Habría sido él su informante? ¿Merton habría matado a Lamont como castigo por haber delatado a Sawyer? el Martillo era capaz de cualquier cosa. Y, en su agenda, las muertes estaban a la orden del día.

Alito había afirmado que Tony habría dicho lo mismo, que un prisionero que estaba a su cargo tenía un ojo amoratado y le sangraba la nariz porque se había golpeado con los barrotes de la celda.

«No lo habría dicho, cabronazo. Como Tony está muerto, crees que puedes hundirlo, pero no lo harás, maldita sea.»

El corazón me latía con fuerza y pensé que podía morir asfixiada, allí a orillas del lago Michigan. De repente, recordé una Nochebuena. Era Nochebuena, yo estaba en la cama, mis padres en la cocina y sus tranquilizadoras risas llegaban hasta el piso de arriba. ¿Estaba Bobby con ellos? Alguien, un amigo, tomaba un vaso de vino con mis padres y Alito pasó por casa. Mi padre y él discutieron.

«Te han ascendido. Con eso basta, ¿no?», dijo mi padre. Y Alito replicó: «¿Querías verlo entre rejas?»

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