Yo respondí lentamente:
– Es posible que el Dr. Chigwell haya inducido a error al Sr. Humboldt. Es importante que lo vea para hablar la cuestión con él.
– Lo dudo mucho, Srta. Warshawski. El Sr. Humboldt y el doctor han trabajado juntos mucho tiempo. Si le ha dado esa información al Sr. Humboldt tiene absolutas garantías.
– Es posible -procuré adoptar un tono conciliador-. Pero el propio Sr. Humboldt me dijo que la gente de su personal intenta en ocasiones protegerle de los asuntos desagradables. Sospecho que algo así ha ocurrido en este caso.
– ¿Ah, sí? -dijo con irascibilidad-. Es posible que usted trabaje en un ambiente donde no se puede confiar en los demás. Pero el Dr. Chigwell ha sido un socio totalmente fiable del Sr. Humboldt durante cincuenta años. Quizá sea algo que una persona como usted no pueda entender, pero la idea de que el Dr. Chigwell haya mentido al Sr. Humboldt es totalmente ridícula.
– Una cosa más antes de que me cuelgue el teléfono llena de santa indignación. Alguien engañó terriblemente al Sr. Humboldt en cuanto al verdadero carácter del pleito que Pankowski y Ferraro pusieron a Xerxes. Por eso no me fío demasiado de este último dato informativo.
Se produjo una pausa, después dijo con desgana:
– Le hablaré del asunto al Sr. Humboldt. Pero dudo de que desee hablar con usted.
Eso fue lo máximo que pude arrancarle a la secretaria. Fruncí otra vez el ceño mirando al teléfono, pensando en qué le diría a Humboldt si lo veía. En vano. Cerré la oficina y cogí el coche para ir a la pequeña ferretería de la calle Diversey. No habían querido hablar conmigo por teléfono, pero cuando vieron que estaba dispuesta a expresarme sin miramientos delante de sus clientes me llevaron a la parte trasera y a regañadientes me extendieron otro cheque. Más diez dólares de gastos por el que no tenía fondos. Lo ingresé en mi banco directamente y me fui a casa.
Colándome por la entrada trasera conseguí dar esquinazo al Sr. Contreras y a la perra. Me detuve en la cocina para inspeccionar los fondos alimenticios. Seguían siendo míseros. Me hice una fuente de palomitas y me la llevé al salón. Palomitas de maíz y cecina -um-mm, rico.
Las cuatro y media es una hora espantosa para encontrar algo que ver en la TV: hice el recorrido por los programas de juegos, Barrio Sésamo y la expresión radiante de El gourmet frugal. Finalmente apagué el aparato asqueada y alcancé el teléfono.
Chigwell aparecía en la guía a nombre de Clio. Fue ella quien respondió a la tercera señal, con voz distante, inflexible. Sí, me recordaba. No creía que su hermano quisiera hablar conmigo, pero iría a ver de todos modos. No, no quería.
– Mire, Srta. Chigwell. Me fastidia tener que ponerme pesada, pero hay una cosa que quisiera saber. ¿Le ha llamado Gustav Humboldt en los últimos días?
Se mostró sorprendida.
– ¿Cómo lo sabe?
– No lo sabía. Su secretaria me proporcionó una cierta información que en teoría Humboldt había recibido de su hermano. Quería saber si Humboldt se la había sacado de la manga.
– ¿Qué fue lo que, según él, le dijo Curtís?
– Que Joey Pankowski era el padre de Caroline Djiak.
Me pidió que le explicara quiénes eran ambos, y después marchó a comprobar la cuestión con su hermano. Tardó un cuarto de hora en volver. Terminé las palomitas y ejecuté algunos ejercicios de piernas, tumbada con el teléfono junto al oído para poder oírla a su vuelta.
Su voz irrumpió bruscamente:
– Dice que sabía lo de ese hombre, que la madre de la muchacha se lo había contado todo cuando la habían contratado.
– Ya veo -dije débilmente.
– El problema es que te puedes pasar toda una vida con una persona sin saber cuándo te está mintiendo. No sé qué parte se ha inventado Curtís, pero le puedo decir una cosa: está dispuesto a decir cualquier cosa que Humboldt le pida.
Mientras me esforzaba por añadir estos datos a mi cerebro reblandecido, me extrañó otra cuestión:
– ¿Por qué me dice todo esto, Srta. Chigwell?
– No lo sé -respondió sorprendida-. Es posible que después de setenta y nueve años esté harta de que Curtis se escude en mí. Adiós -colgó con un clic seco.
Me pasé el sábado calentándome los cascos con Humboldt y Chigwell, incapaz de imaginar motivo alguno para que pergeñaran una historieta sobre Louisa y Joey, incapaz de ingeniar alguna forma de echarles mano. Cuando Murray Ryerson, director de la sección de sucesos delictivos del Herald Star, me llamó el domingo porque uno de sus chupatintas había destapado el dato de que Nancy Cleghorn y yo habíamos sido compañeras de curso, incluso accedí a hablar con él.
En baloncesto Murray sigue a De Paul, o más bien se babea con ellos. Aunque yo vivo -y muero- todos los años con los Clubs, y conservo un cariño nostálgico por Otis Wilson de los Bears, me trae francamente sin cuidado que los Blue Demons vuelvan a hacer una canasta en toda su vida. En Chicago eso es máxima herejía; equivalente a afirmar que detestas los desfiles del día de San Patricio. Por tanto, acepté acarrearme hasta el Horizon para verlos enzarzarse con Indiana o Loyola o el que fuera.
– En todo caso -dijo Murray-, puedes sentarte y recordar que tú y Nancy hacíais las mismas jugadas sólo que mejor. Dará un sabor más intenso a tu memoria.
De Paul perdió una ganga, y Murray no cesó de hacer comentarios injuriosos sobre el joven Joey Meyer y el ataque en general durante la hora que pasamos para avanzar desde el aparcamiento hasta cruzar la barrera. Hasta que no estuvimos en Ethel's, un restaurante lituano del Sector Noroeste, y Murray hubo atiborrado su complexión de seis pies cuatro pulgadas con unas cuantas docenas de rollitos de col agridulce, no se centró en el verdadero meollo de aquella tarde.
– ¿Entonces qué interés tienes en la muerte de Cleghorn? -preguntó con indiferencia-. ¿Te ha pedido la familia que la investigues?
– A la poli le llegó un soplo de que se había ido al otro mundo por mí -me comí sosegadamente otra bolita gordezuela de masa. Tendría que correr diez millas a la mañana siguiente para quemar todo aquello.
– Venga, venga. Por lo menos una docena de personas va diciendo que has estado husmeando por allí. ¿De qué se trata?
Sacudí la cabeza.
– Ya te lo he dicho. Quiero salvar mi buen nombre.
– Ya, y yo soy el Ayatollah de Detroit.
Me encanta cuando estoy diciéndole la verdad a Murray y él se imagina que es una tremenda tapadera; me da una enorme ventaja. Desgraciadamente, no era mucho lo que se podía extraer de él. La policía había hecho una visita a Steve Dresberg, a su hombre de paja, Leon Haas, a otros cuantos ciudadanos probos de Chicago Sur -entre ellos algún antiguo amante de Nancy- y no tenían nada que pudiera considerarse realmente una pista.
Al fin, Murray se cansó del juego.
– Supongo que hay suficiente para publicar una historieta de interés humano sobre Nancy y tú en la universidad, viviendo con una miseria y estudiando a los clásicos en el tiempo que os quedaba entre zurra y zurra a los mejores equipos femeninos de la región. Me fastidia sacarte en blanco y negro cuando no te lo has ganado, pero al menos el fiscal del estado tendrá el nombre de Nancy en las narices.
– Muy agradecida, Murray.
Cuando me dejó en mi casa de la calle Racine, me metí en el coche y arranqué hacia Hinsdale. La entrevista con Murray me había dado una idea maldita sobre la forma de presionar a Chigwell.
Eran casi las siete cuando toqué el timbre de su puerta lateral, no precisamente la hora ideal para hacer una visita. Cuando la Srta. Chigwell salió a la puerta intenté adoptar un aspecto serio y fiable. Sus graves facciones no me daban ningún indicio de la medida en que lo estaba consiguiendo.
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