Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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– Curtís se niega a hablar con usted -me dijo con su tono brusco, sin mostrarse sorprendida por mi aparición.

– A ver cómo le cae esto -sugerí con ademán serio y fiable-. Su fotografía en la portada del Herald Star y algunos detalles entrañables de su carrera médica.

Me miró sombría. Por qué simplemente no me daba con la puerta en las narices era algo que no entendía. Y aún me intrigó más que marchara a transmitir el mensaje. Me recordó a unos primos vejestorios de mi querido ex marido Dick, dos hermanos y una hermana que vivían juntos. Los hermanos se habían peleado hacía unos trece años y se negaban a hablarse, por lo que tenían que pedir a la hermana que les pasara la sal, la mermelada y el té, y ella obedecía dócilmente.

Sin embargo, esta vez el Dr. Chigwell vino a la puerta en persona, no confiando la mermelada a su hermana. Con su delgado pescuezo oscilando hacia adelante tenía todo el aspecto de un pavo maltratado.

– Oiga usted, jovencita. No tengo por qué aguantar amenazas. Si no se ha ido de esta puerta en treinta segundos llamo a la policía y puede explicarles a ellos por qué ha iniciado esta campaña de acoso.

Me tenía cogida. Me imaginaba intentando explicar a un policía suburbano -o incluso a Bobby Mallory- que uno de los diez hombres más ricos de Chicago me estaba mintiendo y buscando la connivencia de su antiguo médico de fábrica para ello. Bajé la cabeza resignada.

– Considéreme ida. El periodista que vendrá a verle por la mañana se llama Murray Ryerson. Le hablaré de sus antiguos historiales médicos y demás.

– ¡Fuera de aquí! -su voz había adoptado un tono silbante que me heló la sangre.

Me fui.

17.- Melancolía de lápida

El funeral de Nancy estaba programado para las once de la mañana del lunes en la iglesia metodista a la que asistía de niña. Tengo la impresión de pasar muchísimo tiempo en funerales de antiguos amigos; y tengo un traje sastre azul marino tan fuertemente asociado a estas ocasiones que no soy capaz de llevarlo en ninguna otra. Deambulé vestida con medias y blusa, sin lograr disipar el temor supersticioso a ponerme el traje, como si eso diera carácter definitivo a la muerte de Nancy.

No conseguía concentrarme en nada, ni en Chigwell ni en Humboldt, ni en organizar un plan para ganarle la carrera a la policía hasta el asesino de Nancy, ni siquiera para ordenar los periódicos desparramados por todo el salón. Así había empezado el día, pensando que contando con unas cuantas horas podía arreglar la casa. Pero me sentía en exceso fragmentada para poder crear orden.

De repente, a las diez menos diez, todavía en ropa interior, busqué el número de las oficinas centrales de Humboldt y llamé. Una operadora indiferente me puso con su despacho, donde hablé no con Clarissa Hollingsworth sino con su ayudante. Cuando pregunté por el Sr. Humboldt, y tras una cierta cantidad de regateo, vino la Srta. Hollingsworth.

El distante contralto de su voz me saludó con tono de perdonarme la vida.

– No he tenido oportunidad de hablar con el Sr. Humboldt sobre usted, Srta. Warshawski. Yo me encargo de darle los mensajes, pero ya no viene al despacho todos los días.

– Ya, y supongo que no le llama a su casa para hacerle consultas. En caso de que lo haga, puede añadir a mi mensaje anterior que anoche vi al Dr. Chigwell.

Ella concluyó nuestra conversación con una presteza condescendiente que me dejó gritando por el teléfono colgado. Acabé de vestirme como pude con las manos temblonas, y me dirigí una vez más hacia el sur.

La iglesia metodista Monte de los Olivos se remontaba a comienzos de siglo, sus bancos de respaldo alto y su gigantesca ventana de roseta evocaban una época en que se llenaba de mujeres con faldas largas y niños con botines. La actual congregación no podía permitirse la conservación de las vidrieras donde se representaba a Jesús en el Calvario. Los espacios donde se había roto el rostro melancólico y ascético de Jesús, se habían rellenado con vidrio reforzado, dándole el aspecto de haber contraído una enfermedad cutánea aguda.

Mientras los cuatro hermanos de Nancy iban acomodando a la gente, sus niños permanecían sentados en los bancos delanteros, empujándose y dándose manotazos no obstante la presencia cercana del féretro adornado con colgaduras de su tía. Sus mutuos insultos, susurrados en voz ronca, se oían por toda la nave hasta que quedaron ahogados por los acordes tristones de un órgano.

Avancé hasta el frente para hacer saber a la Sra. Cleghorn que me encontraba allí. Me sonrió con trémulo afecto.

– Ven a casa después de la ceremonia -murmuró-. Nos tomamos un café y charlamos.

Me invitó a sentarme con ella, lanzando una mirada hastiada a sus nietos. Yo me separé suavemente -no quería servir de amortiguador entre ella y los forcejeantes monstruos-. Además, quería ponerme detrás para observar a los asistentes; es un cliché, pero muchas veces los asesinos no pueden resistir la tentación de asistir a los funerales de sus víctimas. Quizá formara parte de una superstición primitiva, ese afán por asegurarse de que la persona está realmente muerta, que queda bien enterrada para que su espíritu no vuelva.

Una vez me hube situado cerca de la entrada apareció Diane Logan, resplandeciente con un abrigo de zorro plateado. Me rozó la mejilla y me apretó la mano antes de avanzar por el pasillo.

– ¿Quién es ésa? -susurró una voz en mi oído.

Di un respingo y me volví. Era el sargento McGonnigal, esforzándose por adoptar un aire de luto con su traje oscuro. Es decir, que la policía tenía también esperanzas.

– Jugaba al baloncesto con Nancy y conmigo; ahora es dueña de una de las agencias de relaciones públicas Gold Coast -susurré yo a mi vez-. No creo que ella sacudiera a Nancy… jugaba mejor que ella hace años. Y hoy también, si se mira bien. No sé el nombre de todo el mundo… dime cuál de ellos es el asesino.

Sonrió ligeramente.

– Cuando te vi sentada aquí creí que ya no tenía de que preocuparme… la pequeña detective polaca va a acogotar al asesino delante del altar.

– Iglesia metodista -murmuré-. Creo que no se llama altar.

Caroline entró taconeando con el grupo de personas que había visto con ella en las oficinas de PRECS. Exhibía esa gravedad trascendental de las personas que no acuden a actos solemnes con mucha frecuencia. Los rizos cobrizos de Caroline habían sido peinados con algo que recordaba aseo. Llevaba un traje negro pensado para una mujer mucho más alta: los fruncidos de la tela en el bajo delataban la línea por donde lo había acortado con su habitual torpeza impaciente. Si me había visto, no dio muestra alguna, avanzando con el contingente de PRECS hasta un banco aproximadamente a mitad del pasillo.

Tras ellos entró un puñado de señoras mayores, acaso compañeras de la Sra. Cleghorn en la sección local de la biblioteca. Cuando hubieron pasado advertí a un joven delgado situado inmediatamente detrás de ellas. La penumbra del lugar resaltaba su silueta angulosa. Miró a su alrededor confuso, se percató de mi mirada, y apartó la vista.

La humilde turbación con que giró la cabeza me llevó a recordar quién era: el joven Art Jurshak. También había mostrado un gesto de gran modestia al hablar con los viejos paniaguados en las oficinas de su padre.

Con la media luz de las ventanas no lograba distinguir sus bien dibujadas facciones. Se deslizó en un asiento de la parte trasera.

McGonnigal me tocó en el hombro.

– ¿Quién es ese brote de alfalfa? -musitó.

Le sonreí angelicalmente y me llevé un dedo a los labios; el órgano había empezado a sonar más fuerte, denotando la llegada del pastor. Pasamos por el Habita entre nosotros a ritmo tan pausado que tuve que prepararme entre un acorde y otro.

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